Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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El doctor Jiménez -muy astuto al utilizar un nombre español y la probable identidad de un hombre moreno-, era Mohammad Matar.

Antes de poder procesar lo que eso significaba, el adolescente gritó:

– ¡No pueden entrar!

– Apártate -dijo Erickson.

– ¡No!

A Erickson no le gustó la respuesta. Levantó los brazos como si se dispusiese a apartar al adolescente rubio a un lado. El adolescente de pronto sacó una navaja. Antes de que nadie pudiese moverse, la levantó y la clavó en el pecho de Erickson.

Oh no-Guardé el móvil en mi bolsillo y eché a correr hacia la puerta. Un súbito ruido me detuvo en seco.

Disparos.

Habían alcanzado a Erickson. Se giró con la navaja todavía en el pecho y se desplomó. Taylor echó mano a la pistola, pero no tuvo ninguna oportunidad. Más disparos rompieron el silencio de la noche. El cuerpo de Taylor se sacudió una vez, dos, y luego cayó hecho un ovillo.

Oí de nuevo los motores, un coche que subía por el camino, y otro que se acercaba por detrás de la casa. Busqué a Berleand. Corría hacia mí.

– ¡Corra hacia el bosque! -grité.

Los neumáticos chirriaron con la brutal frenada. Otra ráfaga.

Corrí hacia los árboles y la oscuridad, lejos de la casa y el camino privado. El bosque, pensé. Si conseguíamos llegar al bosque, podríamos escondernos. Un coche cruzó el terreno a gran velocidad; sus faros nos buscaban. Disparaban al azar. No miré atrás para saber de dónde venían. Encontré una roca y me oculté detrás. Me volví y vi a Berleand todavía a la vista.

Más disparos. Berleand cayó.

Me levanté de detrás de la roca, pero Berleand estaba muy lejos. Dos hombres se le echaron encima. Otros tres saltaron de un jeep, todos armados. Corrieron hacia Berleand, al tiempo que disparaban ciegamente al bosque. Una bala impactó en un árbol justo detrás de mí. Me agaché cuando otra descarga pasó por encima de mi cabeza.

Por un momento no se escuchó nada. Luego:

– ¡Salga ahora!

La voz del hombre tenía un fuerte acento de Oriente Medio. Espié, agachado. Estaba oscuro, la noche caía por momentos, pero veía al menos que dos de los hombres tenían el pelo oscuro, la piel morena y barba. Varios llevaban pañuelos verdes alrededor del cuello, de aquellos que utilizas para taparte el rostro en un atraco. Se gritaban los unos a los otros en un lenguaje que no comprendía, pero que supuse debía de ser árabe.

¿Qué demonios estaba pasando?

– Salga o le haremos daño a su amigo.

El hombre que lo dijo parecía ser el jefe. Dio órdenes y señaló a izquierda y derecha. Dos hombres comenzaron a moverse hacia mí. Otro volvió al coche y utilizó los faros para alumbrar el bosque. Permanecí agachado, con la mejilla contra el suelo. El corazón latía con fuerza en mi pecho.

No había traído ningún arma. Qué estúpido. Tan rematadamente estúpido.

Metí la mano en el bolsillo e intenté coger el móvil.

– ¡Última oportunidad! -avisó el jefe a voz en cuello-. Comenzaré por dispararle a las rodillas.

– ¡No le escuche! -gritó Berleand.

Mis dedos encontraron el teléfono en el momento en que se escuchaba una única detonación en el aire nocturno.

Berleand soltó un alarido.

– ¡Salga ahora! -repitió el jefe.

Apreté la tecla correspondiente a la llamada rápida de Win. Berleand gemía. Cerré los ojos con el deseo de que desaparecieran los gemidos. Necesitaba pensar.

Entonces se oyó la voz de Berleand entre sollozos.

– ¡No le escuche!

– ¡La otra rodilla!

Otro disparo.

Berleand soltó un alarido de agonía. El sonido me atravesó como una puñalada, destrozó mis entrañas. Tenía claro que no podía mostrarme. Si descubrían mi posición, ambos acabaríamos muertos. Win ya tendría que haber oído lo que estaba pasando. Llamaría a Jones y a las fuerzas del orden. No tardarían mucho.

Oía el llanto de Berleand.

Entonces de nuevo, esta vez más débil, la voz de Berleand:

– ¡No… le… escuche!

Oí el movimiento de los hombres en el bosque, no muy lejos. No tenía alternativa. Tenía que moverme. Miré la mansión victoriana a mi derecha. Mis dedos se cerraron alrededor de una piedra bastante grande mientras algo que se parecía a un plan comenzaba a formarse en mi cabeza.

– Tengo una navaja. Ahora voy a arrancarle los ojos -gritó el jefe.

Vi un movimiento en la casa. A través de la ventana. No tenía mucho tiempo. Me levanté con las rodillas dobladas dispuesto para entrar en acción.

Lancé la piedra todo lo fuerte que pude en la dirección opuesta a la casa. La piedra golpeó contra un árbol con un sonido hueco.

El jefe volvió la cabeza hacia el sonido. Los hombres que se movían entre los árboles también fueron en aquella dirección, disparando las armas. El jeep se desvió para ir hacia donde la piedra había caído.

Al menos, eso era lo que esperaba que ocurriese.

No esperé a saberlo. Tan pronto como la piedra dejó mi mano, eché a correr entre los árboles hacia el costado de la casa. Me estaba alejando de los gritos de Berleand y de los hombres que intentaban matarme. Ahora estaba más oscuro, era casi imposible ver, pero no dejé que eso me detuviese. Las ramas azotaron mi rostro. No me importó. Solo disponía de segundos. El tiempo era lo único que importaba, pero me parecía que tardaba una eternidad en acercarme al edificio.

Sin interrumpir la carrera, cogí otra piedra.

– ¡Ahora voy a arrancarle un ojo! -avisó el jefe.

Oí el grito de Berleand: ¡No!, y al instante los alaridos.

Se había acabado el tiempo.

Todavía corriendo, utilicé el impulso para lanzar la piedra hacia la casa. La lancé con todas mis fuerzas, hasta tal punto que casi me disloqué el hombro. A través de la oscuridad vi moverse la piedra en un arco ascendente. En el lado derecho de la casa -el lado donde me encontraba- había una ventana grande. Seguí la trayectoria de la piedra, convencido de que se iba a quedar corta.

No fue así.

La piedra golpeó la ventana de lleno y el cristal saltó hecho añicos. Se desató el pánico. Eso era lo que buscaba. Volví hacia el bosque mientras los hombres armados corrían hacia la casa. Vi a dos adolescentes rubios -un chico y una chica- que corrían hacia la ventana rota desde el interior. Una parte de mí se preguntó si la chica sería Carrie, pero no había tiempo para un segundo vistazo. Los hombres gritaron algo en árabe. No vi lo que sucedió después. Yo estaba dando la vuelta, todo lo rápido que podía, dispuesto a aprovechar la distracción para situarme detrás del jefe.

Vi que se apeaba el hombre del jeep. Él también corrió hacia la ventana rota. Aquélla era su tarea principal: proteger la casa. Había atravesado su perímetro. Ahora estaban dispersos e intentaban reagruparse. Reinó la confusión.

Siempre fuera de la vista y sin perder el tiempo, conseguí retroceder más allá de mi primer escondite. El jefe estaba de espaldas a mí, de cara a la casa. Yo a unos cincuenta o sesenta metros de él.

¿Cuánto tardaría en llegar la ayuda?

Demasiado.

El jefe gritaba órdenes. Berleand yacía en el suelo junto a sus pies. Inmóvil. Y todavía peor, en silencio. Se habían acabado los gritos. Habían cesado los gemidos.

Tenía que llegar hasta él.

No estaba seguro de cómo. Una vez que saliese de entre los árboles me encontraría al descubierto y del todo vulnerable. Pero no tenía elección.

Eché a correr hacia el jefe.

Había avanzado quizás unos tres pasos cuando oí que alguien gritaba un aviso. El jefe se volvió hacia mí. Yo aún estaba a unos treinta metros. Mis piernas se movían deprisa, pero todo lo demás se había ralentizado. El jefe también llevaba un pañuelo verde alrededor del cuello, como un forajido en una película del Oeste. Tenía una barba abundante. Era más alto que los demás, quizás 1,85 metros, y fornido. Empuñaba una navaja en una mano y una pistola en la otra. Levantó el arma hacia mí. Dudé entre lanzarme al suelo o desviarme hacia un lado, cualquier cosa para evitar el disparo, pero mi mente evaluó en un instante la situación y comprendí que aquí no serviría un súbito cambio. Sí, podría fallar la primera bala, pero entonces quedaría totalmente expuesto. Sin duda el segundo disparo no fallaría. Además mi distracción se había acabado. Los otros hombres ya venían de regreso hacia nosotros. Ellos también dispararían.

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