Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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Me eché hacia atrás en la silla.

– Necesita cuidar de usted mismo -añadió.

– ¿Quiere que me mantenga apartado?

– Sí, y si bien soy sincero cuando digo que usted no tiene la culpa, se lo avisé ya una vez. Usted prefirió no escucharme.

Tenía toda la razón.

– Una última pregunta -dije.

Esperó.

– ¿Por qué me cuenta todo esto?

– ¿Lo de la cárcel secreta?

– Sí.

– Porque a pesar de lo que ellos creen que hace la medicación, no creo que se pueda olvidar del todo. Necesita ayuda, Myron. Por favor, consígala.

Ahora explico cómo descubrí que quizás Berleand tenía razón.

Cuando volví al despacho, llamé a algunos clientes. Esperanza pidió sándwiches en Lenny's. Todos comimos en la mesa. Esperanza habló de su bebé, Héctor. Comprendí que hay pocos clichés más grandes que decir que la maternidad cambia a una mujer, pero en el caso de Esperanza los cambios parecían particularmente sorprendentes y no del todo atractivos.

Cuando acabamos, fui a mi despacho y cerré la puerta. Dejé la luz apagada. Permanecí sentado a mi mesa durante mucho tiempo. Todos tenemos nuestros momentos de contemplación y depresión, pero eso era algo diferente, más profundo y pesado. No podía moverme. Los miembros me pesaban como si fuesen de plomo. A lo largo de los años me había visto metido en más de un lío, así que tenía un arma en mi despacho.

Una Smith Wesson calibre 38 para ser más exactos.

Abrí el último cajón, saqué el arma y la sostuve en mi mano. Las lágrimas corrían por mis mejillas.

Sé lo melodramático que debe de sonar. Esta imagen de pobrecito de mí, sentado solo ante mi mesa, deprimido, con un arma en mi mano; es del todo ridícula cuando lo piensas. De haber tenido una foto de Terese en mi mesa, podría haberla sujetado a lo Mel Gibson en la primera Arma letal y haber metido el cañón en mi boca.

No lo hice.

Pero pensé en hacerlo.

Cuando comenzó a girar el pomo de la puerta de mi despacho -aquí nadie llama, y menos Esperanza-, me moví deprisa y guardé el arma en el cajón. Esperanza entró y me miró.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó.

– Nada.

– ¿Qué estabas haciendo?

– Nada.

Ella me miró.

– ¿Te estabas complaciendo a ti mismo debajo de la mesa?

– Me has pillado.

– Así y todo tienes un aspecto horrible.

– Sí, eso es lo que se comenta en la calle.

– Te diría que te fueses a casa, pero ya has estado ausente demasiados días y no creo que andar dando vueltas solo te vaya a ayudar.

– Estamos de acuerdo. ¿Hay algún motivo para tu intrusión?

– ¿Tiene que haberlo?

– Nunca lo ha habido en el pasado -dije-. Por cierto, ¿por dónde anda Win?

– Por eso he entrado. Está en el Batifono. -Hizo un gesto para que me girase.

En el armario detrás de mi mesa hay un teléfono rojo debajo de lo que parece una campana de vidrio. Si ha visto la primera serie de Batman, sabrá por qué. El teléfono rojo parpadeaba. Win. Lo descolgué y pregunté:

– ¿Dónde estás?

– En Bangkok -respondió Win con su tono un tanto acelerado-, que en realidad es un nombre irónico para este lugar cuando lo piensas.

– ¿Desde cuándo? -pregunté.

– ¿Es importante?

– Solo parece el peor de los momentos -señalé. Luego al recordarlo pregunté-: ¿Qué pasó con aquella muestra de ADN que recogimos de la tumba de Miriam?

– Confiscada.

– ¿Por qué?

– Hombres con placas brillantes y trajes lustrosos.

– ¿Cómo se enteraron?

Silencio.

Entonces aquella oleada de vergüenza. Luego pregunté:

– ¿Yo?

No se molestó en responder.

– ¿Hablaste con el capitán Berleand?

– Lo hice. ¿Tú qué opinas?

– Opino que su hipótesis es creíble.

– No lo entiendo. ¿Por qué estás en Bangkok?

– ¿Dónde debería estar?

– Aquí, en casa, no lo sé.

– En este momento quizás no sea una buena idea.

Pensé en ello.

– ¿Esta línea es segura?

– Del todo. Y tu oficina ha sido inspeccionada esta mañana.

– ¿Qué pasó en Londres?

– ¿Tú me viste matar a Patachunta y Tarará?

– Sí.

– Entonces ya sabes el resto. Los polis entraron al asalto. Era imposible que pudiese sacarte y decidí que lo mejor para mí sería largarme. Abandoné el país de inmediato. ¿Por qué? Porque yo, como acabo de decir, creo que el relato de Berleand es creíble. Por lo tanto, no creí que fuese conveniente para ninguno de los dos que también me pusiesen bajo custodia. ¿Me comprendes?

– Sí. Entonces, ¿cuál es ahora tu plan?

– Permanecer escondido un poco más.

– La mejor manera de hacer que todos estén seguros es llegar al fondo de este asunto.

– Chachi, brother -dijo Win.

Me encanta cuando habla como los tipos de la calle.

– Para ese fin, he echado las redes. Espero conseguir que alguien me hable del destino de la señora Collins. Para decirlo con claridad, y, sí, ya sé que tienes un sentimiento hacia ella, si a Terese la mataron, significa que esto se ha acabado para nosotros. Nuestros intereses han desaparecido.

– ¿Qué me dices de encontrar a su hija?

– Si Terese está muerta, ¿qué sentido tiene?

Pensé. Tenía toda la razón. Había querido ayudar a Terese. Había querido -todavía resulta alucinante pensar en ello- reuniría con su difunta hija. ¿Qué sentido tendría, si Terese estaba muerta?

Bajé la mirada y me di cuenta de que una vez más me mordía una uña.

– Entonces, ¿ahora qué? -pregunté.

– Esperanza dice que estás hecho un asco.

– ¿Tú también vas a protegerme?

Silencio.

– ¿Win?

Win era el mejor a la hora de mantener la voz firme, pero quizás por segunda vez desde que lo había conocido, escuché un quiebro.

– Los últimos dieciséis días fueron difíciles.

– Lo sé, colega.

– Removí cielo y tierra buscándote.

No dije nada.

– Hice algunas cosas que tú nunca aprobarías.

Esperé.

– Seguí sin encontrarte.

Comprendí a qué se refería. Win tiene fuentes que le están vedadas a cualquier otro que yo conozca. Tiene dinero e influencia, y la verdad es que me quiere. Nada lo asusta. Pero sabía que había pasado unos dieciséis días muy duros.

– Ahora estoy bien -dije-. Vuelve a casa cuando creas que es seguro.

26

– Come otra albóndiga -me dijo mamá.

– Ya no puedo más, mamá, gracias.

– Una más. Estás muy delgado. Prueba la de cerdo.

– De verdad que no me gusta.

– ¿Qué? -Mamá me miró sorprendida-. Pero si siempre te ha encantado comerlas en el restaurante chino.

– Mamá, el Fong's Garden cerró cuando yo tenía ocho años.

– Lo sé. Pero así y todo…

Pero así y todo… La gran frase final de los debates con mamá. Uno podría atribuir con toda razón el recuerdo del restaurante chino a un cerebro que envejece. Uno se puede equivocar. Mamá ha estado haciendo el comentario de que ya no me gustaban las albóndigas desde que tenía nueve años.

Estábamos en la cocina de mi casa de la infancia en Livingston, Nueva Jersey. En la actualidad dividía mis noches entre esta residencia y el lujoso apartamento de Win en el Dakota, en la calle 72 Oeste y Central Park Oeste. Cuando mis padres se trasladaron a Miami hace unos años, les compré esa casa. Uno podría preguntarse con razón los motivos psicológicos para comprarla -había vivido aquí con mis padres hasta los treinta y tantos y, de hecho, todavía dormía en el dormitorio del sótano que había montado cuando iba al instituto-, pero al final pocas veces me quedaba aquí. Livingston es una ciudad para familias que crían niños, no para solteros que trabajan en Manhattan. El apartamento de Win está mucho mejor ubicado y es solo un poco más pequeño, metro cuadrado más o menos, que un principado europeo.

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