Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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Pero mamá y papá habían vuelto a la ciudad, así que aquí estábamos.

Provengo de la Generación de la Culpa, en la que todos supuestamente detestábamos a nuestros padres y encontrábamos en sus acciones todos los motivos por los cuales nosotros mismos éramos unos adultos infelices. Quería a mi padre y a mi madre. Me encantaba estar con ellos. No viví en aquel sótano hasta bien entrado en la edad adulta por una cuestión de dinero. Lo hice porque me gustaba estar allí, con ellos.

Acabamos la cena, tiramos las cajas de la comida y lavamos los cubiertos. Hablamos un poco de mi hermano y de mi hermana. Cuando mamá mencionó el trabajo de Brad en Sudamérica, sentí un breve pero agudo dolor, algo cercano a un déjà vu, pero mucho menos agradable. Se me cerró el estómago. Comencé de nuevo a morderme las uñas. Mis padres intercambiaron una mirada.

Mamá estaba cansada. Es algo que ahora le pasa con mucha frecuencia. Le di un beso en la mejilla y la vi subir las escaleras. Se apoyaba en la barandilla. Recordé los días pasados, viéndola subir los escalones con un andar gracioso y una coleta que se sacudía, su mano muy lejos de la condenada barandilla. Miré a papá. No dijo nada, pero creo que él también había vuelto al pasado.

Papá y yo pasamos al estudio. Encendió el televisor. Cuando yo era pequeño, papá tenía un sillón reclinable Barca Lounger de un horrible color marrón. El tapizado de vinilo estaba roto en las costuras y sobresalía algo metálico. Mi papá, que no era precisamente un manitas, lo mantenía en su lugar con cinta aislante. Sé que las personas critican las horas que los norteamericanos dedican a mirar la televisión, y con buen motivo, pero algunos de mis mejores recuerdos estaban en esa habitación, por la noche, con él tumbado en la silla arreglada con cinta aislante y yo en el diván. ¿Alguien más recuerda aquella programación estelar de la CBS los sábados por la noche? Allin the Family, MASH, Mary Tyler Moore, The Bob Newhart Show y The Carol Burnett Show. Mi padre se reía con tantas ganas por algo que había dicho Archie Bunker, y su risa era tan contagiosa, que yo comenzaba a reírme de la misma forma, aunque en realidad no entendía mucho los chistes.

Al Bolitar había trabajado de firme en su fábrica de Newark. No era un hombre a quien le gustase jugar al póquer, estarse con los amigos o ir de bares. El hogar era su solaz. Le resultaba relajante estar con la familia. Había empezado muy pobre, era muy listo y probablemente había tenido sueños más allá de la factoría de Newark -fantásticos y grandes sueños-, pero nunca los compartió conmigo. Yo era su hijo. No cargas a tu hijo con cosas como ésas, por nada del mundo.

Esa noche, se quedó dormido durante una reposición de Seinfeld. Observé como bajaba y subía su pecho, la barba que comenzaba a blanquear. Al cabo de un rato me levanté en silencio, bajé al sótano, me metí en la cama y miré el techo.

Mi pecho comenzó a cerrarse de nuevo. Me dominó el pánico. Mis ojos no querían cerrarse. Cuando lo hacían, cuando conseguía empezar un viaje nocturno de cualquier tipo, las pesadillas me devolvían a la conciencia. No conseguía recordar los sueños, pero el miedo se quedaba. Estaba bañado en sudor. Me sentaba en la oscuridad, aterrorizado, como un niño.

A las tres de la mañana un recuerdo cruzó mi cerebro como un relámpago. Bajo el agua. Incapaz de respirar. Esa imagen duró menos de un segundo, no más, y fue reemplazada por otra sonora.

«Al-sabr wal-sayf…»

Mi corazón se disparó como si intentase escapar del pecho.

A las tres y media de la mañana, subí las escaleras de puntillas y me senté en la cocina. Intenté ser lo más silencioso posible, pero lo sabía. Mi padre tenía el sueño más ligero del mundo. En la niñez, cuando intentaba pasar por delante de su puerta en plena noche, solo para hacer una rápida visita al baño, él se despertaba como si alguien hubiese dejado caer un cubo de agua helada en su ingle. Así que, como un hombre crecido y de mediana edad, un hombre que se consideraba a sí mismo más valiente que la mayoría, sabía lo que pasaría si entraba de puntillas en la cocina.

– ¿Myron?

Me volví mientras él bajaba las escaleras.

– No pretendía despertarte, papá.

– Oh, ya estaba despierto. -Papá vestía unos calzoncillos que habían visto tiempos mejores y una vieja camiseta de Duke gris que era dos tallas más grande-. ¿Quieres que prepare unos huevos revueltos?

– Perfecto.

Lo hizo. Nos sentamos y hablamos de cosas sin importancia. Intentó no parecer demasiado preocupado, cosa que solo me hizo sentir todavía más protegido. Volvieron más recuerdos. Mis ojos se inundaban con lágrimas y parpadeaba para quitarlas. Las emociones llegaron a tal punto que ya no podía decir de verdad qué sentía. Tenía claro que me esperaban muchas noches de pesadillas. Lo comprendía. Pero sabía una cosa a ciencia cierta: no permanecería quieto mucho tiempo.

Cuando llegó la mañana llamé a Esperanza.

– Antes de desaparecer -dije-, estabas averiguando algunas cosas para mí.

– Buenos días a ti también.

– Lo siento.

– No te preocupes. ¿Qué decías?

– Estabas investigando el suicidio de Sam Collins y aquel código de ópalo y la entidad benéfica Salvar a los Ángeles.

– Sí.

– Quiero saber qué has encontrado.

Por un momento esperé una discusión, pero Esperanza debió de notar algo en mi tono.

– Vale, nos encontraremos dentro de una hora. Podré mostrarte lo que tengo.

– Lamento llegar tarde -se disculpó Esperanza-, pero Héctor vomitó en mi blusa y tuve que cambiarme y entonces la niñera comenzó a hablarme de un aumento y Héctor empezó a abrazarse a mí…

– No te preocupes -dije.

El despacho de Esperanza todavía reflejaba en parte su pintoresco pasado. Había fotografías de ella con el minúsculo vestido de ante de Pequeña Pocahontas, la «princesa india», interpretada por una latina. Su Cinturón del Campeonato Intercontinental por Equipos, una cursilería que si se pusiese alrededor de la cintura de Esperanza se le caería probablemente desde las costillas hasta por encima de las rodillas, estaba enmarcado detrás de su mesa. Las paredes estaban pintadas de color lila y otros tonos de púrpura; nunca consigo recordar el nombre. La mesa era labrada y de roble macizo, conseguida en una tienda de antigüedades por Big Cyndi, y aunque estaba aquí cuando la trajeron, seguía sin saber cómo la habían hecho pasar por la puerta.

Pero en aquel momento el tema dominante en esa habitación, para citar el libro de cabecera del político, era el cambio. Las fotografías del hijo de Esperanza, Héctor, en poses tan comunes y obvias que rayaban el tópico, ocupaban la mesa y el armario. Estaban los habituales retratos de niños -el arco iris de fondo al estilo del estudio fotográfico Sears-, junto con la del niño sentado en el regazo de Santa Claus y el Conejo de Pascua. Había una foto de Esperanza y su marido, Tom, que sujetaban a un Héctor vestido de blanco en su bautismo, y otra con un personaje de Disney que desconocía. La foto más grande mostraba a Héctor montado en un pequeño vehículo infantil, quizás un camión de bomberos en miniatura, y Esperanza mirando a la cámara con la mayor y más tonta sonrisa que yo había visto en ella.

Esperanza había sido la más libre de los espíritus libres. Había sido una bisexual promiscua, que con orgullo salía con un hombre, después con una mujer, y otro hombre, sin importarle qué pensaban los demás. Se había metido en la lucha libre porque era una manera divertida de ganar dinero, y cuando se cansó de aquello comenzó a estudiar derecho por las noches, mientras trabajaba como ayudante mía durante el día. Eso puede parecer muy poco compasivo, pero la maternidad había domado un poco aquel espíritu. Lo había visto antes, con otras amigas. Lo entiendo a medias. No me había enterado de la existencia de mi propio hijo hasta el momento en que era casi un hombre y, por consiguiente, nunca había experimentado aquel momento de transformación cuando nace tu hijo y de pronto todo tu mundo se reduce a una masa de tres kilos trescientos gramos. Eso era lo que le había ocurrido a Esperanza. ¿Ahora era más feliz? No lo sé. Pero nuestra relación había cambiado, como debía ser, y como soy egoísta, no me gustaba.

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