Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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– ¿Hay algún punto concreto al que quiera ir a parar?

– Lo hay. Ésa era la manera en los cincuenta o sesenta. Hace más de medio siglo. Ahora tenemos otras drogas y muchísimo tiempo para experimentar con ellas. Imagine la herramienta si pudiésemos perfeccionar aquello que hacían hace más de cincuenta años. Usted podría teóricamente retener a alguien durante un largo período y nunca lo recordaría.

Esperó. No tardé mucho en comprenderlo.

– ¿Es eso lo que me pasó a mí?

– No sé qué le pasó a usted. Ya habrá oído hablar de las cárceles secretas de la CÍA.

– Claro.

– ¿Cree que existen?

– ¿Lugares donde la CÍA lleva a los prisioneros y no se lo dice a nadie? Supongo que sí.

– ¿Supone? No sea ingenuo. Bush admitió que las tenemos. Pero no comenzaron con el 11-S ni acabaron cuando el Congreso investigó el tema en unas cuantas audiencias. Piense en lo que podrían hacer allí solo con tener a los prisioneros en sueño crepuscular prolongado. Hizo que las mujeres olvidasen el dolor del parto, el peor dolor que hay. Podían interrogarlo durante horas, conseguir que dijese e hiciese lo que fuese y que luego lo olvidara.

Mi pierna comenzó a machacar el suelo.

– Muy diabólico.

– ¿Lo es? Digamos que captura a un terrorista. Ya conoce el viejo debate de que, si sabe que va a estallar otra bomba, es legítimo torturarlo para salvar vidas. Bueno, aquí se borra la pizarra. Él no lo recuerda. ¿Hace eso más ético el acto? Usted, mi querido amigo, con toda probabilidad fue interrogado con dureza, quizás torturado. No lo recuerda. Entonces, ¿qué pasa?

– Como un árbol que cae en el bosque cuando no hay nadie alrededor -dije.

– Exactamente.

– Ustedes los franceses y su filosofía.

– Somos algo más que la pequeña muerte de Sartre.

– Es una pena. -Me moví en mi asiento-. Me cuesta creerlo.

– Yo tampoco estoy seguro de creerlo. Pero piénselo. Piense en las personas que de pronto desaparecen y nunca vuelven a aparecer. Piense en las personas que son productivas y sanas y de pronto se convierten en suicidas, desamparadas o desequilibradas. Piense en las personas, personas que siempre le han parecido buenas y normales, que de pronto afirman haber sido abducidas por extraterrestres o comienzan a sufrir el síndrome de estrés postraumático.

«Déjelo correr…»Respirar era de nuevo una lucha. Notaba como mi pecho se atascaba.

– No puede ser así de sencillo -dije.

– No lo es. Como digo, piense en las personas que de pronto se convierten en psicóticas o las personas racionales que sin más afirman tener una revelación religiosa o alucinaciones extraterrestres. Y de nuevo la pregunta moral: ¿está bien el trauma, por un bien superior, si se olvida de inmediato? Los hombres que dirigen esos lugares no son malvados. Consideran que los hacen más éticos.

Me toqué el rostro. Las lágrimas corrían por mis mejillas. No sabía por qué.

– Mírelo desde su punto de vista. El hombre al que mató en París, el que trabajaba con Mohammad Matar. El gobierno creía que estaba a punto de cambiar de bando y proveernos de valiosa información. Hay una gran lucha interna dentro de estos grupos. ¿Por qué estaba usted en medio? Mató a Matar, vale, en defensa propia, pero quizás, solo quizás, lo enviaron a matarlo. ¿Lo ve? Era razonable llegar a la conclusión de que usted sabía algo que podía salvar vidas.

– Así que -me detuve- me torturaron.

Se acomodó las gafas en la nariz sin responder.

– ¿No ha habido nadie que recordase si esto pasa de verdad? -pregunté-. ¿Nadie ha dicho nada?

– ¿Decir qué? Puede empezar a recordar. ¿Qué va a hacer al respecto? No sabe dónde estuvo. No sabe quién lo retuvo. Está aterrorizado porque en el fondo de su corazón sabe que pueden atraparlo de nuevo.

«Su mamá y su papá…»-Así que se quedará callado porque no tiene otra elección. Y quizás, solo quizás, lo que hacen está salvando vidas. ¿Nunca se preguntó cómo acabamos con muchos complots terroristas antes de que se cumpliesen?

– ¿Torturando a las personas y haciendo que olvidaran?

Berleand me dedicó un encogimiento de hombros muy elaborado.

– Si es tan efectivo, ¿por qué no lo utilizaron con personas como Jalid Sheik, Mohammad o algún otro de los terroristas de Al Qaeda?

– ¿Quién dice que no lo han hecho? Hasta ahora, a pesar de todo el jaleo, el gobierno de Estados Unidos solo ha admitido que utilizó la tortura del submarino en tres ocasiones y ninguna desde 2003. ¿De verdad cree que es así? En el caso de Jalid, el mundo entero estaba mirando. Aquél fue el error que su gobierno aprendió de Guantánamo. No lo hagas donde todo el mundo te pueda ver.

Bebí otro sorbo. Miré a mi alrededor. El lugar no estaba lleno, pero tampoco vacío. Vi trajes y tipos en camiseta y vaqueros. Vi a hombres blancos, negros, latinos. Ningún ciego. Anthony el gorila tenía razón.

– ¿Ahora qué? -pregunté.

– La célula ha sido desmantelada, y también, hasta cierto punto, el plan que estuviesen organizando.

– Usted no lo cree.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque Rick Collins parecía creer que había encontrado algo muy grande. Algo a largo plazo y de largo alcance. La coalición para la que trabajo se alteró mucho cuando le mostré a usted la foto de Matar. Por eso ahora estoy fuera.

– Lo siento.

– No se preocupe. Están buscando la siguiente célula y el correspondiente complot. Yo no. Yo quiero continuar investigando ésta. Tengo amigos que quieren ayudar.

– ¿Qué amigos?

– Usted los conoció.

Hice memoria.

– El Mossad.

Asintió.

– Collins también había buscado su ayuda.

– ¿Por eso me seguían?

– En un primer momento creyeron que quizás usted lo había asesinado. Yo les aseguré que no lo había hecho. Collins sabía algo, pero no podía decir exactamente qué. Hizo que todos los bandos se enfrentasen; al final resultaba difícil decir dónde depositaba su lealtad. Según el Mossad, interrumpió el contacto con ellos y desapareció una semana antes de morir.

– ¿Tiene alguna idea de por qué?

– Ninguna.

Los ojos de Berleand se fijaron en su copa. Agitó la bebida con el dedo.

– Entonces, ¿por qué está aquí ahora? -pregunté.

– Vine cuando lo encontraron.

– ¿Por qué?

Bebió otro trago largo.

– Ya son muchas preguntas por hoy.

– ¿De qué habla?

Se levantó.

– ¿Adónde va?

– Le expliqué la situación.

– De acuerdo. Tenemos trabajo que hacer.

– ¿Tenemos? Usted ya no tiene nada que ver con esto.

– Está de broma, ¿no? Para empezar, necesito encontrar a Terese.

Me sonrió.

– ¿Puedo ser directo?

– No, en realidad preferiría que continuase mareando la perdiz.

– Se lo digo porque no soy muy bueno comunicando malas noticias.

– Hasta el momento parece hacerlo muy bien.

– Pero nada como esto. -Berleand mantuvo la mirada apartada de mí y fija en el escenario, pero no creo que mirase a la bailarina-. Ustedes los norteamericanos lo llaman una comprobación de la realidad objetiva. Por lo tanto, esto es lo que hay: Terese está muerta, en cuyo caso no puede ayudarla. O como a usted, la tienen retenida en alguna cárcel secreta, en cuyo caso está impotente.

– Yo no estoy impotente -afirmé en una voz que no podría haber sonado más débil.

– Sí, amigo mío, lo está. Incluso antes de ponerme en contacto con él, Win ordenó que todos guardasen silencio respecto a su desaparición. ¿Por qué? Porque sabía que si cualquiera, sus padres, el que fuese, organizaba algún escándalo, usted quizás nunca regresaría a casa. Hubiesen montado un accidente de coche y usted estaría muerto. O un suicidio. Con Terese Collins todavía es más fácil. Podrían matarla y enterrarla, y decir que ha vuelto a ocultarse en Angola. O pueden montar un suicidio y decir que la muerte de su hija fue algo que ya no pudo soportar. No hay nada que pueda hacer por ella.

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