Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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«Sus padres en Miami…»Mi pecho comenzó a picarme. De nuevo me costaba respirar.

– ¿Myron? -preguntó papá.

– Estoy bien.

La enfermera se abrió paso. Mis padres se apartaron a un lado. Me metió un termómetro en la boca y comenzó a tomarme el pulso.

– Ya ha pasado la hora de visita -dijo-. Tendrán que marcharse todos.

No quería que se fuesen. No quería estar solo. El terror me dominó y sentí una gran vergüenza. Me obligué a sonreír cuando ella sacó el termómetro y dijo con un entusiasmo un tanto exagerado:

– Duerma un poco. Los veré a todos por la mañana.

Crucé una mirada con mi padre. Todavía escéptico. Le susurró algo a Esperanza. Ella asintió y escoltó a mi madre fuera de la habitación. Mi madre y Esperanza salieron. La enfermera se volvió al llegar a la puerta.

– Señor -le dijo a mi padre-. Tiene que marcharse.

– Quiero estar a solas con mi hijo durante un minuto.

Ella titubeó. A continuación añadió:

– Tiene dos minutos.

Nos quedamos solos.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó mi padre.

– No lo sé -respondí.

Asintió. Acercó la silla a mi cama y me sujetó la mano.

– ¿No te has creído que estuviera en África?

– No.

– ¿Y mamá?

– Le dije que llamaste cuando estaba mera.

– ¿Se lo creyó?

Se encogió de hombros.

– Nunca le había mentido antes, así que sí, se lo creyó. Tu madre ya no es tan avispada como antes.

No dije nada. Entró la enfermera.

– Ahora tiene que marcharse.

– No -contestó mi padre.

– Por favor, no me haga llamar a seguridad.

Noté que el pánico crecía en mi pecho.

– No pasa nada, papá. Estoy bien. Vete a dormir.

Me miró por un momento y se volvió hacia la enfermera.

– ¿Cómo se llama, señorita?

– Regina.

– ¿Regina qué?

– Regina Monte.

– Mi nombre es Al, Regina. Al Bolitar. ¿Tiene hijos?

– Dos hijas.

– Éste es mi hijo, Regina. Puede llamar a seguridad si quiere. Pero no dejaré a mi hijo solo.

Fui a protestar, pero no lo hice. La enfermera se marchó. No llamó a seguridad. Mi padre se quedó toda la noche en la silla junto a mi cama. Llenó mi vaso de agua y me acomodó la manta. Cuando grité mientras soñaba, me hizo callar, me acarició la frente, me dijo que todo iba bien, y durante unos pocos segundos, le creí.

24

Win me llamó a primera hora de la mañana.

– Ve al trabajo -dijo Win-. No hagas preguntas.

Después colgó. Algunas veces Win me cabrea de verdad.

Mi padre fue a la pastelería que había al otro lado de la calle porque el desayuno del hospital se parecía a aquellas cosas que te tiran los monos en el zoológico. El doctor pasó cuando él no estaba y me dio el alta. Sí, había recibido un disparo. La bala había pasado por mi lado derecho, por encima de la cadera. Pero la habían tratado correctamente.

– ¿Hubiese requerido estar dieciséis días en el hospital? -pregunté.

El doctor me miró de una manera extraña, quizás intrigado al escuchar que un herido de bala que había aparecido inconsciente en el hospital, ahora murmurase algo de dieciséis días, y estoy seguro de que me estaba evaluando para una visita psiquiátrica.

– Es una pregunta hipotética -añadí de inmediato, al recordar el aviso de Win. Luego dejé de hacer preguntas y comencé a asentir a todo.

Papá permaneció conmigo durante el trámite de salida. Esperanza había dejado mi traje en el armario. Me lo puse y me sentí físicamente muy bien. Quise tomar un taxi, pero mi padre insistió en conducir. Solía ser un gran conductor. En mi infancia daba gusto ver la naturalidad con la que conducía, silbando suavemente al compás de la música que sonaba en la radio. Ahora la radio permanecía apagada. Miraba la calle forzando la vista y pisaba mucho el freno.

Cuando llegamos al edificio Lock-Horne, en Park Avenue -les recuerdo de nuevo que el nombre completo de Win es Windsor Horne Lockwood III, para que hagan las cuentas-, papá dijo:

– ¿Quieres que te deje aquí sin más?

Algunas veces mi padre me asombra. La paternidad es cuestión de equilibrio, pero, ¿cómo un hombre puede hacerlo tan bien, con tanta naturalidad? A lo largo de mi vida me ha empujado a sobresalir sin pasarse nunca de la raya. Disfrutaba con mis logros y sin embargo nunca los hacía parecer tan importantes. Amaba sin condiciones, y no obstante se aseguraba de que yo me esforzase por complacerlo. Sabía, como ahora, cuándo estar ahí, y cuándo era el momento de apartarse.

– Estaré bien.

Él asintió. Besé de nuevo la piel áspera de su mejilla; esta vez advertí la flojedad, y bajé del coche. Las puertas del ascensor se abren directamente a mi despacho. Big Cyndi estaba en su mesa, vestida con algo que parecía haber sido arrancado del cuerpo de Bette Davis después de rodar aquella impresionante escena de playa en ¿Qué fue de Baby Jane? Llevaba coletas. Big Cyndi es grande -como dije antes, más de 1,90 y 150 kilos- por todas partes. Tiene las manos grandes, los pies grandes y la cabeza grande. Los muebles siempre tienen el aspecto de ser de juguete a su alrededor, como los que venden para bebés, como en Alicia en el país de las maravillas-, donde la habitación y todas sus pertenencias parecen encogerse a su alrededor.

Se levantó cuando me vio, casi tumbando su propia mesa, y exclamó:

– ¡Señor Bolitar!

– Hola, Big Cyndi.

Se enfurece cuando la llamo Cyndi o Big. Insiste en las formalidades. Soy el señor Bolitar. Ella es Big Cyndi, que, por cierto, es su nombre verdadero. Se lo cambió legalmente hace más de una década.

Big Cyndi cruzó la habitación con una agilidad que desmentía el corpachón. Me rodeó en un abrazo que me hizo sentir como si me hubiesen momificado en un trozo de material aislante. Pero de una manera agradable.

– Oh, señor Bolitar.

Comenzó a lloriquear, un sonido que me hizo recordar las imágenes de unos alces apareándose en el Discovery Channel.

– Estoy bien, Big Cyndi.

– ¡Pero alguien le disparó!

Cambia la voz según el humor. Cuando comenzó a trabajar en el despacho, Big Cyndi no hablaba, prefería gruñir. Los clientes se quejaban, pero no en su presencia y, por lo general, de forma anónima. En aquel momento el tono de Big Cyndi era agudo e infantil, cosa que, con toda sinceridad, resultaba mucho más inquietante que cualquier gruñido.

– Yo le disparé más -dije.

Me soltó y comenzó a reírse. Se cubrió la boca con una mano que tenía más o menos el tamaño de un neumático de camión. Las risas sonaron por toda la habitación y los niños se apresuraron a coger las manos de sus mamarías.

Esperanza apareció en la puerta. En su época, Esperanza y Big Cyndi habían formado una pareja de luchadoras profesionales para FLOW, las Fabulous Ladies of Wrestling. La federación en un principio había querido llamarlas «bellas» en lugar de «fabulosas», pero la cadena de televisión puso el grito en el cielo por el acrónimo resultante: BLOW. [3]

Esperanza, de piel oscura y un aspecto que se puede describir mejor -como a menudo era descrita por los jadeantes presentadores de la lucha- como «suculento», hacía de Pequeña Pocahontas, la ágil belleza que ganaba en habilidad antes de que los malos hiciesen trampas y se aprovechasen de ella. Big Cyndi era su compañera, la Gran Mamá Jefa, que la rescataba de manera que, juntas y con las aclamaciones de la multitud, acababan con los malvados casi desnudos.

Cosas del entretenimiento.

– Tenemos trabajo -dijo Esperanza-, y en abundancia.

Nuestro espacio era relativamente pequeño. Teníamos la recepción y dos despachos, uno para mí y otro para Esperanza. Esperanza había comenzado aquí como mi asistente, secretaria o como sea el nombre políticamente correcto de chica para todo. Había estudiado abogacía en cursos nocturnos y se había convertido en socia de la empresa más o menos por el tiempo en que yo me fui con Terese a aquella isla.

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