¿Podía esperar? ¿Debía?
Me agaché y me acerqué más a la casa. Apreté el botón de llamada rápida. Win dijo: «Cinco minutos». Colgué.
La rubia estaba ahora dentro de la casa. No sabía quién más estaba allí o cuál era la situación. Cinco minutos. Podía esperar cinco minutos. Serían los más largos de mi vida, pero podía hacerlo, necesitaba hacerlo, mantenerme disciplinado frente al pánico. Continué agachado, me acurruqué debajo de una ventana y escuché. Nada. Ningún grito. Ningún taladro. No sabía si eso era un alivio o que había llegado demasiado tarde.
Me mantuve agachado, con la espalda apoyada en la pared. La ventana estaba por encima de mi cabeza. Intenté imaginar la disposición de la casa. Esa ventana daba a la sala. Bien, ¿y entonces? Entonces nada. Esperé. Era agradable la sensación del arma en la mano; su peso, un consuelo. Las armas de cualquier tamaño son sustanciosas. Era un buen tirador, aunque no excelente. Tienes que practicar mucho para ser excelente. Pero sabía apuntar al centro del pecho y por lo general me acercaba bastante.
Entonces, ¿y ahora qué?
Mantén la calma. Espera a Win. Él es muy bueno en estas cosas.
«La venganza es una puta, ¿no le parece?»El acento refinado, el tono calmo. Pensé en Mario y aquellos malditos agujeros, el increíble dolor mientras escuchaba aquel maldito acento refinado. ¿Cuánto había durado? ¿Cuánto había tenido que sufrir el dolor Mario? ¿Al final había dado la bienvenida a la muerte o había luchado?
Las sirenas sonaron a lo lejos. Quizás era la policía que iba a casa de Mario.
No llevaba reloj, así que miré la hora en el móvil. Si Win estaba en lo cierto -y por lo general lo estaba- aún le quedaban tres minutos para llegar. ¿Qué debía hacer?
Mi arma.
Me pregunté si la rubia la había visto. Lo dudaba. Como Win había dicho, las armas de fuego no son habituales en el Reino Unido. Quien estuviese en el interior de la casa, sin duda creería que iba desarmado. Por duro que fuese, guardé el arma, la metí de nuevo en la pistolera.
Tres minutos.
Sonó mi móvil. El identificador mostró que era de nuevo el teléfono de Terese. Dije un hola titubeante.
– Sabemos que está fuera -dijo la voz refinada-. Tiene diez segundos para entrar con las manos en alto o le dispararé a una de estas elegantes señoras en la cabeza. Uno, dos…
– Ya voy.
– Tres, cuatro…
No había elección. Me levanté de un salto y corrí hacia la puerta.
– Cinco, seis, siete…
– No les haga daño. Ya casi estoy allí.
No les haga daño. Vaya tontería. Pero, ¿qué otra cosa podía decir?
Hice girar el pomo. Estaba abierto. Se abrió la puerta. Entré.
– Dije con las manos arriba -me recordó la voz refinada.
Levanté las manos bien alto. El hombre de la foto estaba al otro lado de la habitación. Un trozo de esparadrapo blanco le cruzaba el rostro. Debajo de los ojos estaban las marcas negras que aparecen cuando te rompen la nariz. Hubiese obtenido algún consuelo por ello de no haber sido por una cosa: él tenía un arma en la mano. Además, Terese y Karen estaban de rodillas delante de él, con las manos detrás de la espalda y de cara a mí. Ambas parecían relativamente ilesas.
Miré a izquierda y derecha. Otros dos hombres, ambos con armas que apuntaban a mi cabeza.
Ninguna señal de la muchacha rubia.
Permanecí perfectamente inmóvil, con las manos en alto, intentando parecer lo menos amenazador posible. Win tenía que estar cerca. Un minuto o dos. Necesitaba conseguir tiempo. Hice contacto visual con el hombre con el que me había enfrentado en París. Mantuve el tono calmo, controlado.
– Escuche, hablemos, ¿vale? No hay ninguna razón…
Apoyó el arma en la nuca de Karen Tower, me sonrió y apretó el gatillo.
Se escuchó un sonido ensordecedor, un pequeño chorro de sangre, una inmovilidad absoluta: siguió un momento de animación suspendida y entonces el cuerpo de Karen cayó al suelo como una marioneta con los hilos cortados. Terese gritó. Quizás grité yo también.
El hombre comenzó a mover el arma hacia Terese.
OhDios míoohDiosmíoohDiosmío…
– ¡No!
El instinto me dominó y fue como un mantra: salva a Terese. Me zambullí, así como suena, como si estuviese en una piscina, hacia ellos. Sonaron los disparos de los dos tipos a mi izquierda y derecha, pero habían cometido el error de tenerme cubierto apuntando sus armas a mi cabeza. Sus disparos acabaron saliendo demasiado altos. Por el rabillo del ojo vi a Terese que rodaba sobre sí misma mientras él comenzaba a apuntarle.
Tenía que moverme deprisa.
Intentaba hacer varias cosas a la vez: mantenerme agachado, evitar las balas, cruzar la habitación, desenfundar el arma, matar al cabrón. Estaba acortando la distancia. Moverme en zigzag hubiese sido la ruta preferida, pero no había tiempo. El mantra continuó sonando en mis oídos: salva a Terese. Tenía que llegar a él antes de que apretase de nuevo el gatillo.
Grité más fuerte, no por miedo o dolor, sino para llamar su atención, para hacer que por lo menos titubease o se volviese hacia mí; cualquier cosa para distraerlo, aunque solo fuese por medio segundo, de su objetivo de disparar a Terese.
Me estaba acercando.
El tiempo estaba haciendo aquella cosa de entrar y salir. Probablemente un segundo, quizás dos, habían pasado desde la ejecución de Karen. Eso era todo. Y ahora, sin tiempo para pensar o planear, estaba casi sobre él.
Pero llegaría demasiado tarde. Lo veía. Me estiré, como si pudiese cubrir la distancia de esa manera. No podía. Aún estaba demasiado lejos.
Él apretó de nuevo el gatillo. Sonó otro disparo. Terese se desplomó.
Mi grito se convirtió en un gutural alarido de angustia. Una mano entró en mi pecho y me aplastó el corazón. Continué moviéndome, incluso mientras él movía el arma hacia mí. El miedo había desaparecido; ahora me movía impulsado por el odio puro e instintivo. El arma casi apuntaba en mi dirección, casi sobre mí, cuando me agaché y me estrellé contra su cintura. Disparó otra bala, pero se perdió en el aire.
Lo empujé contra la pared, lo arrastré de los pies. Él movió la culata del arma contra mi espalda. En algún otro mundo y en algún otro momento, eso hubiese dolido, pero en aquel momento, el impacto tuvo la repercusión de una picadura de mosquito. Ya no me dolía, no me importaba. Caímos con todo el peso. Lo dejé ir y me aparté, intentando conseguir el mínimo de distancia que me permitiese coger el arma de la pistolera.
Aquello fue un error.
Estaba tan preocupado por desenfundar el arma, con matar al cabrón, que casi había olvidado que había otros dos hombres armados en la habitación. El hombre que estaba a mi derecha corrió hacia mí con el arma en alto. Me eché hacia atrás cuando disparó, pero de nuevo fue demasiado tarde.
La bala me alcanzó.
Un dolor brutal. Sentí como el metal ardiente entraba en mi cuerpo, me robaba el aliento, me tumbaba de espalda. El hombre apuntó de nuevo, pero sonó otro disparo que alcanzó al hombre en el cuello con tanta fuerza que casi lo decapitó. Miré más allá del cuerpo que se desplomaba, pero ya lo sabía.
Win había llegado.
El otro hombre, el tipo que había estado a mi izquierda, se volvió justo a tiempo para ver a Win girarse y apretar de nuevo el gatillo. El gran proyectil lo alcanzó en mitad del rostro y su cabeza explotó. Miré a Terese. No se movía. El hombre de la foto -el hombre al que le había disparado- comenzaba a correr para meterse en el salón de diario. Escuché más disparos. Escuché alguien que gritaba: «Quieto, deténgase». No le hice caso. De alguna manera me arrastré hacia el salón. La sangre manaba de mi cuerpo. No lo sabía bien, pero supuse que la bala me había alcanzado en algún lugar cerca del estómago.
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