Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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Win se encogió de hombros.

– El ADN no miente.

– Entonces si ésta no es Miriam Collins, ¿de quién es el esqueleto?

– Hay otras posibilidades -señaló Win.

– ¿Como cuáles?

– Hice que uno de mis hombres investigase un poco. Alrededor de la fecha del accidente, desapareció una niña pequeña de Brentwood. La gente estaba segura de que el padre la había matado, pero el cuerpo nunca se encontró. El padre continúa en libertad hasta el día de hoy.

Pensé en lo que Win había dicho.

– Tienes razón. Nos estamos adelantando a los hechos.

Win no hizo ningún comentario.

Miré de nuevo al interior del agujero. Un rostro sucio nos alcanzó una bolsa de plástico.

– Todo suyo, compañero. Buena suerte y váyase al infierno.

Win y yo nos marchamos entonces, con un pequeño trozo de hueso de una niña a la que habíamos sacado de su tranquilo sueño en mitad de la noche.

20

Llegamos al Claridge's a las dos de la mañana. Win se fue de inmediato para disfrutar un poco de Mii. Yo me di una larga ducha caliente. Cuando miré en el minibar de la habitación, una pequeña sonrisa cruzó mi rostro. Estaba lleno de Yoo-Hoos. De chocolate. Así era Win.

Me bebí uno frío y esperé a que el azúcar hiciese efecto. Encendí el televisor y fui cambiando de canales, porque eso es lo que hacen los hombres de verdad. Series norteamericanas de la temporada pasada. La puerta de Terese estaba cerrada, pero no creía que durmiese. Permanecí solo y respiré profundamente.

El reloj marcaba las dos de la mañana. Las ocho de la tarde en Nueva York. Las cinco de la tarde en Scottsdale, Arizona.

Miré mi teléfono. Pensé en Ali, Erin y Jack en Arizona. No sabía gran cosa de Arizona. Era el desierto, ¿no? ¿Quién quiere vivir en el desierto?

Marqué el número de móvil de Ali. Sonó tres veces antes de que respondiese con un desconfiado:

– ¿Hola?

– Hola.

– Tu número no aparece en el identificador de llamadas -dijo Ali.

– Tengo otro teléfono, pero es el mismo número.

Silencio.

– ¿Dónde estás? -preguntó Ali.

– En Londres.

– ¿Londres, en Inglaterra?

– Sí.

Escuché un sonido. Me pareció que era Jack. Ali dijo: «Un momento, cariño, estoy al teléfono». Advertí que no dijo con quien hablaba por teléfono. Por lo general lo hubiese hecho.

– No sabía que estabas en el extranjero -dijo Ali.

– Recibí una llamada de un amigo con problemas. Ella estaba…

– ¿Ella?

Me detuve.

– Sí.

– Vaya, no has tardado mucho.

Estaba a punto de decir que no era lo que creía, pero me detuve.

– La conozco desde hace diez años.

– Ya veo. Entonces solo una súbita visita a Londres para ver a una vieja amiga.

Silencio.

Entonces escuché de nuevo la voz de Jack que preguntaba quién estaba al teléfono. El sonido viajaba a través de algún desierto de Estados Unidos y a través del Océano Atlántico y hacía que me encogiese.

– Tengo que irme, Myron. ¿Querías alguna cosa?

Buena pregunta. Quizás la había, pero no era el momento.

– Creo que no.

Colgó sin decir palabra. Miré el teléfono, sentí el peso, entonces pensé, espera un segundo: Ali lo había acabado, ¿no? ¿No lo había dejado bien claro, cuándo, hacía dos días? Además, en realidad, ¿qué había querido conseguir con esa maldita llamada telefónica?

¿Por qué había llamado?

¿Porque detestaba los cabos sueltos? ¿Porque quería hacer lo correcto, fuese lo que fuese lo que significase?

El dolor de la pelea comenzaba a reaparecer. Me levanté, me desperecé e intenté mantener los músculos relajados. Miré la puerta de Terese. Estaba cerrada. Me acerqué y espié en la habitación. La luz estaba apagada. Permanecí atento a su respiración. Ningún sonido. Comencé a cerrar la puerta.

– Por favor, no te vayas -dijo Terese.

Me detuve y respondí:

– Intenta dormir.

– Por favor.

Siempre he intentado ir con mucho cuidado cuando se trata de asuntos del corazón. Siempre hice lo correcto. Nunca fingí. Excepto por aquella vez en una isla hacía diez años. Me preocupaban los sentimientos y las repercusiones y lo que venía después.

– No te vayas -dijo ella de nuevo.

No lo hice.

Cuando nos besamos, hubo una tensión y luego una explosión, un dejarse ir como nunca había sentido antes, un dejarse ir como si te quedases muy quieto y te rindieses, y tu corazón late contra las costillas, y tu pulso se dispara y tus rodillas se aflojan, tus dedos se curvan, tus orejas se levantan y todas las partes de tu cuerpo se relajan y te entregas felizmente.

Aquella noche sonreímos. Lloramos. Besé aquel precioso hombro desnudo. Y por la mañana, ella se había marchado de nuevo.

Pero solo de la cama.

Encontré a Terese tomando café en la sala. La cortina estaba abierta. Para citar una vieja canción, el sol de la mañana en su rostro mostraba su edad; y me gustaba. Vestía el albornoz del hotel y estaba un poco entreabierto, solo un indicio del botín que tapaba. No creo haber visto nunca nada tan hermoso.

Terese me miró y sonrió.

– Hola -le dije.

– Acaba de una vez con las frases seductoras. Ya me has llevado a la cama.

– Maldita sea, me pasé toda la noche ensayándola.

– Bueno, de todas maneras has estado despierto toda la noche. ¿Café?

– Sí, por favor.

Lo sirvió. Me senté a su lado con sumo cuidado. La paliza estaba haciéndose sentir. Hice una mueca y pensé en tomar alguno de los analgésicos que el médico me había dejado. Pero no enseguida. Quería estar sentado con esa mujer espectacular y tomar nuestro café en silencio.

– Celestial -dijo ella.

– Sí.

– Desearía que pudiésemos quedarnos aquí para siempre.

– No estoy seguro de poder permitirme pagar la habitación.

Ella sonrió. Tendió la mano para coger la mía.

– ¿Quieres escuchar algo terrible?

– Dime.

– Parte de mí quiere olvidar todo esto y escapar contigo.

Sabía a qué se refería.

– He soñado tantas veces con esta oportunidad de redención… Ahora que quizás ha llegado, no puedo evitar la sensación de que me destruirá.

Me miró.

– ¿Tú qué piensas?

– No dejaré que te destruya -respondí.

Su sonrisa era triste.

– ¿Crees que tienes ese poder?

Tenía razón, pero algunas veces hago declaraciones tontas como ésas.

– Entonces, ¿qué quieres hacer?

– Descubrir qué pasó en realidad aquella noche.

– De acuerdo.

– No tienes por qué ayudar -dijo.

– Tengo que hacerlo, sobre todo después de lo que dijiste anoche.

– Es verdad.

– ¿Cuál es nuestro próximo paso? -pregunté.

– Acabo de hablar por teléfono con Karen. Le dije que había llegado el momento de decirlo todo.

– ¿Qué respondió?

– No protestó. Nos encontraremos dentro de una hora.

– ¿Quieres que te acompañe?

Ella sacudió la cabeza.

– Esta vez tenemos que estar las dos solas.

– De acuerdo.

Permanecimos sentados allí y tomamos nuestro café; no queríamos movernos, ni hablar, ni hacer nada.

Terese rompió el silencio:

– Uno de nosotros debería decir: «En cuanto a lo de anoche…».

– Te lo dejaré a ti.

– Fue de puta madre.

Sonreí.

– Sí. Sabía que debía dejártelo a ti.

Se levantó. La miré. Solo vestía el albornoz. Señoras, ahórrense los encajes, sus Victoria's Secret, sus tangas, sus medias de seda, sus picardías. A mí que me den una mujer hermosa con un albornoz siempre que quieran.

– Me voy a dar una ducha -dijo.

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