– ¿Qué pasa con el culo de su madre? -preguntó Win-. Ésa sería una prueba concluyente.
Me limité a mirarlo.
Él exhaló un suspiro.
– Los gestos a menudo dicen más que las facciones o incluso la estatura -admitió-. Entendido.
– Sí.
– Tú y tu hijo lo tenéis -comentó Win-. Cuando se sienta, sacude la pierna como lo haces tú. Tiene tus movimientos, la manera cómo tus dedos se separan de la pelota, en el momento de lanzar, aunque no tus resultados.
No creo que Win hubiese mencionado antes a mi hijo.
– Todavía tenemos la necesidad de hacerlo -dije. Pensé de nuevo en el axioma de Sherlock Holmes de eliminar lo imposible-. Al final del día, la respuesta más obvia es algún tipo de error en el análisis de ADN de Berleand. Necesitamos saberlo a ciencia cierta.
– De acuerdo.
Detestaba la idea de profanar una tumba, sobre todo la de alguien que había muerto tan pequeña. Se lo comentaría a Terese, pero ella había dejado muy claro cómo se sentía respecto a aquello de ceniza a las cenizas. Le dije a Win que siguiese adelante.
– ¿Por eso querías verme a solas? -pregunté.
– No.
Win bebió un largo trago, se levantó y llenó su copa. No se molestó en ofrecerme. Sabía que no tolero el alcohol. Aunque mido un metro noventa y peso casi ciento diez kilos, soy incapaz de soportar el alcohol de la misma manera que una chica de dieciséis años que toma su primer cóctel.
– Tú viste el vídeo de la chica rubia en el aeropuerto -dijo.
– Sí.
– Y ella estaba con el hombre que te atacó. El que aparece en la foto.
– Tú lo sabes.
– Lo sé.
– Entonces, ¿qué pasa?
Apretó un botón del móvil y se lo acercó a la oreja.
– Por favor, reúnase con nosotros.
Se abrió la puerta de la habitación vecina. Entró una mujer alta con un traje chaqueta azul oscuro. Tenía el pelo negro azabache y los hombros anchos. Parpadeó, se llevó la mano a los ojos y preguntó:
– ¿Por qué están tan bajas las luces?
Tenía acento británico. Como era cosa de Win, supuse que la mujer era algo del estilo de Mii. Pero no era el caso. Cruzó la habitación y tomó asiento.
– Ella -dijo Win-, pertenece a la Interpol aquí en Londres.
Dije algo rutinario, como «Es un placer». Ella asintió y miró mi rostro como si fuese una pintura moderna que no entendiese del todo.
– Dígaselo -pidió Win.
– Win me envió la foto del hombre al que usted atacó.
– Yo no lo ataqué. Él me apuntó con un arma.
Lucy Probert lo descartó con un gesto como si fuese basura en el mar.
– Mi división en la Interpol se ocupa del tráfico internacional de niños. Tal vez piensa que el mundo de ahí es algo bastante perverso, pero créame, es mucho más perverso de lo que imagina. Los crímenes a los que me enfrento; bueno, se puede enloquecer con lo que las personas hacen con los más vulnerables. En nuestra batalla contra esa depravación, su amigo Win ha sido un aliado muy valioso.
Miré al mencionado amigo y como siempre su rostro no reveló nada. Durante mucho tiempo, Win había sido -a falta de un término mejor- un vigilante. Salía por las noches y se paseaba por las calles más peligrosas de Nueva York o Filadelfia con la ilusión de ser atacado para así acabar con aquellos que atacaban a los más débiles. Leía de un pervertido que había salido bien librado debido a un tecnicismo legal o algún maltratador que había conseguido que su esposa retirase la denuncia, y él les hacía lo que llamábamos «una visita nocturna». Hubo el caso de un pedófilo que la policía sabía que había secuestrado a una niña pero se negaba a hablar. Se vieron obligados a soltarlo. Win le hizo una visita nocturna. Habló. Encontraron a la niña, ya muerta. Nadie sabe dónde está ahora el pedófilo.
Había pensado que quizás Win lo había dejado o al menos había aminorado el ritmo, pero ahora me daba cuenta de que no había sido así. Había comenzado a hacer más viajes al extranjero. Había sido un «valioso aliado» en la lucha contra el tráfico de niños.
– Así que cuando Win me pidió un favor -prosiguió Lucy-, se lo hice. De todas maneras, ésta parecía una petición bastante inocua; introducir la foto que el capitán Berleand le había enviado en el programa de búsqueda y dar con una identificación. Algo ordinario, ¿no?
– Así es.
– Pues no. En la Interpol tenemos muchas maneras de identificar a las personas a partir de las fotos. Por ejemplo, está el software de reconocimiento facial.
– ¿Señorita Probert?
– Sí.
– En realidad no necesito una lección de tecnología.
– Fantástico, porque no tengo el tiempo ni las ganas de darle una. Lo que quiero decir es que peticiones así son bastante habituales. Introduje la foto en el sistema antes de acabar la jornada, suponiendo que el ordenador la procesaría durante la noche y me daría una respuesta. ¿Eso es simplificar las cosas demasiado para usted?
Asentí, al comprender que sería un error interrumpirla. Era obvio que estaba inquieta y yo no ayudaba.
– Así que cuando llegué al trabajo esta mañana, esperaba tener una identidad para comunicársela. Pero no fue ése el caso. En cambio, ¿cómo puedo decir esto cortésmente?, fue como si a alguien se le hubiese ocurrido lanzar por la ventana todo tipo de residuos intestinales. Alguien había revisado mi escritorio. Habían accedido a mi ordenador y realizado una búsqueda. No me pregunte cómo lo sé; lo sé.
Se detuvo y comenzó a buscar en el bolso. Encontró un cigarrillo y se lo puso en los labios.
– Malditos norteamericanos y su cruzada contra el tabaco. Si uno de ustedes dice algo acerca de las reglas de no fumar…
Ninguno de los dos lo hizo.
Lo encendió, dio una profunda calada y soltó el humo.
– En resumen, aquella foto estaba clasificada o era máximo secreto o pongan ustedes su propia terminología.
– ¿Sabe por qué?
– ¿Por qué estaba clasificada?
– Sí.
– No. Estoy en un cargo muy alto de la cadena alimentaria de la Interpol. Si estaba por encima de mi cabeza, es que se trata de algo ultrasensible. Su foto hizo sonar las alarmas hasta lo más alto. Me llamaron al despacho de Mickey Walter, el gran jefe de Londres. No había tenido el honor de ser recibida por Mickey en dos años. Me llamó, me hizo sentar y quiso saber de dónde había conseguido la foto y por qué había hecho la petición.
– ¿Qué le dijo?
Ella miró a Win y supe la respuesta.
– Que había recibido el soplo de una fuente fiable de que el hombre de la foto podía estar involucrado en el tráfico de niños.
– ¿Le pidió el nombre de la fuente?
– Por supuesto.
– ¿Usted se lo dio?
– Yo hubiese insistido -intervino Win.
– No tenía alternativa -afirmó la mujer-. Lo hubiesen averiguado de todas maneras. Si buscaban en mis registros de teléfono o mis correos electrónicos, podían rastrearlo.
Miré a Win. Ninguna reacción. Ella estaba equivocada; no hubiesen podido rastrearlo, pero comprendí cuál era su situación. A todas luces se trataba de algo grande. No cooperar hubiese sido el final de su carrera y quizás algo peor. Win hubiese hecho bien en insistir en que ella diese nuestros nombres.
– ¿Y ahora qué?
– Quieren hablar conmigo -dijo Win.
– ¿Saben que estás aquí?
– No, todavía no. Mi procurador les ha informado de que me presentaré voluntariamente dentro de una hora. Estamos alojados aquí con un nombre falso, pero si lo buscan acabarán por encontrarnos.
La mujer miró su reloj.
– Será mejor que me vaya.
Pensé en el tipo de las gafas de sol que había puesto en marcha mis antenas.
– ¿Hay alguna probabilidad de que alguno de los suyos me esté siguiendo?
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