Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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– ¿Mario? -grité.

Comencé a aporrear la puerta.

– ¿Mario?

No esperaba que respondiese. Apoyé de nuevo la oreja en la puerta para escuchar no sabía qué, quizás un gemido. Un gruñido. Una llamada. Algo.

Ningún sonido.

Consideré mis opciones. No muchas. Me eché hacia atrás, levanté el pie y golpeé la puerta. No se movió.

– Reforzada con acero, amigo. Nunca la echará abajo.

Me volví hacia la voz. El hombre vestía un chaleco de cuero negro sin camisa o camiseta debajo y, lamento decirlo, no tenía un físico muy agraciado. Su cuerpo, demasiado a la vista, era delgado y fofo. Llevaba un aro en la nariz. Se estaba quedando calvo y el poco pelo que le quedaba estaba peinado como un indio mohicano. Calculé su edad en unos cincuenta y algo. Parecía que había salido de un bar gay en 1979 y que acabase de llegar a casa.

– ¿Conoce a los Contuzzi? -pregunté.

El hombre sonrió. Esperaba otra pesadilla dental, pero mientras que el resto de su cuerpo pasaba por varias etapas de decadencia, sus dientes resplandecían.

– Ah -dijo-. Es norteamericano.

– Sí.

– Amigo de Mario, ¿no?

No había ningún motivo para entrar a darle una larga explicación.

– Sí.

– Bueno, ¿qué puedo decirle, compañero? Por lo general son una pareja muy discreta, pero ya sabe lo que dicen: cuando la esposa no está, el ratón baila.

– ¿A qué se refiere?

– Tenía una chica ahí dentro. Tuvo que alquilarla, ya sabe a qué me refiero. La música era estridente, y muy mala. The Eagles. Dios, ustedes los norteamericanos deberían estar avergonzados.

– Hábleme de la chica.

– ¿Por qué?

No tenía tiempo para más. Saqué mi arma. No lo apunté. Solo la saqué.

– Pertenezco a la policía norteamericana-dije-. Me preocupa que Mario pueda estar en serio peligro.

Si mi arma o las súplicas habían molestado al aspirante a Billy Idol, no me di cuenta. Encogió los hombros huesudos.

– ¿Qué puedo decirle? Joven, rubia, no la vi bien. Apareció anoche cuando yo salía.

Joven, rubia. Mi corazón empezó a latir deprisa.

– Necesito entrar en ese apartamento.

– No puede abrirse paso a puntapiés. Se romperá el pie.

Apunté con mi arma a la cerradura.

– Un momento. ¿De verdad cree que está en peligro?

– Sí.

Exhaló un suspiro.

– Hay una llave auxiliar encima de la puerta. En el marco, allí.

Levanté la mano y la pasé por el borde del marco de la puerta. Allí estaba la llave. La metí en la cerradura. Billy Idol se puso a mi lado. El pestazo del humo de cigarrillo se desprendía de su cuerpo como si lo hubiesen usado como cenicero. Abrí la puerta y entré. Billy Idol me siguió pegado a los talones. Dimos dos pasos y nos quedamos inmóviles.

– Oh, Jesús bendito…

No dije nada. Miré, incapaz de moverme. Lo primero que vi fueron los pies de Mario. Estaban atados a la mesa de centro con cinta plástica. Los juguetes que había visto estaban desparramados a un lado. Me pregunté si Mario los había mirado en sus últimos segundos de vida.

Los pies estaban desnudos. Junto a ellos había un taladro. Había unos pequeños agujeros, diminutos círculos perfectos de color rojo terroso, a través de los dedos y en el talón. Los agujeros los habían hecho con el taladro. Recuperé el movimiento de las piernas y me acerqué. Había otras marcas de taladro. En las rodillas. En las costillas. Mis ojos se movieron poco a poco hacia el rostro. Había marcas de taladro debajo de la nariz, en las mejillas y en la boca, otra en la barbilla. El rostro afilado de Mario me miraba, los ojos torcidos. Había muerto en una terrible agonía.

Billy Idol susurró de nuevo:

– Oh, Jesús bendito.

– ¿A qué hora escuchó la música fuerte?

– ¿Qué?

No tuve la fuerza para repetirlo de nuevo, pero él lo pilló.

– A las cinco de la mañana.

Torturado. La música la habían utilizado para cubrir los gritos. No quería tocar nada, pero la sangre parecía bastante fresca. El polvo de hueso ensuciaba el suelo. Miré de nuevo el taladro. El ruido de la broca y los gritos mientras atravesaba la carne y el cartílago y penetraba el hueso.

Entonces pensé en Terese, a solo unas pocas manzanas de distancia con Karen. Eché a correr hacia la puerta.

– ¡Llame a la policía! -grité.

– Espere, ¿adónde va?

No tenía tiempo para responder. Guardé el arma y saqué mi móvil sin dejar de correr. Marqué el número de Terese. Una llamada. Dos llamadas. Tres. El corazón amenazaba con estallar en mi pecho. Apreté el botón del ascensor varias veces. Miré a una ventana durante el cuarto timbrazo y entonces la vi. Me miraba.

La muchacha rubia de la furgoneta.

Me vio, dio media vuelta y corrió. No alcancé a verle bien el rostro. En realidad, podía haber sido cualquier muchacha rubia. Excepto que no lo era. Era la misma muchacha. Estaba seguro.

¿Qué demonios estaba pasando?

Mi cabeza empezó a dar vueltas. Comencé a buscar las escaleras, pero se abrió la puerta del ascensor. Entré y apreté el botón del vestíbulo.

La llamada a Terese pasó al buzón de voz.

No podía ser. Debía de estar en casa de Karen. La casa de Karen tenía cobertura; no estaba fuera de alcance. Incluso si estaba en mitad de una conversación seria, Terese lo atendería. Sabía que solo le llamaría si fuese una emergencia.

Demonios, ¿y ahora qué?

Pensé en el taladro. Pensé en Terese. Pensé en el rostro de Mario Contuzzi. Pensé en la rubia. Aquellas imágenes giraron en mi cabeza mientras el ascensor se detenía y se abría la puerta.

¿A qué distancia estaba de Karen?

A dos manzanas.

Salí a la carrera al tiempo que apretaba el botón de llamada rápida de Win. Respondió a la primera e incluso antes de que pudiese decir «Articule» dije:

– Ve a casa de Karen. Mario está muerto; Terese no responde al teléfono.

– Estoy a diez minutos -respondió Win.

Colgué y de inmediato vibró mi móvil. Siempre corriendo, levanté el teléfono para poder ver el identificador de llamada. Me detuve.

Era Terese.

Apreté el botón de respuesta y me lo acerqué al oído.

– ¿Terese?

Ninguna respuesta.

– ¿Terese?

Entonces escuché el sonido chirriante de un taladro.

La descarga de adrenalina me robó el aliento. Cerré los ojos con fuerza, pero solo durante un segundo. No había tiempo que perder. Me dolían las piernas, pero las forcé al máximo.

El sonido chirriante se detuvo y entonces sonó una voz de hombre:

– La venganza es una puta, ¿no le parece?

El refinado acento inglés, la misma cadencia que cuando me había dicho en París: «Escúcheme o lo mataré…».

El hombre al que había golpeado con la mesa. El hombre de la foto.

Se cortó la llamada.

Cogí el arma; en ese momento corría con el móvil en una mano y el arma en la otra. El miedo es algo curioso. Consigue que hagas cosas milagrosas -todos hemos leído relatos de personas que apartan un coche de encima de los seres amados, por citar un caso-, pero también te puede paralizar, hacer cosas terribles al cuerpo y a la mente, hacer difícil incluso respirar. Correr de pronto puede parecer pesado, como moverse a través de un metro de nieve. Necesitaba calmarme incluso mientras el terror abría un agujero en mi pecho.

Delante de mí veía la casa de Karen.

La muchacha rubia estaba delante de la puerta principal.

Cuando me vio, desapareció en el interior de la casa de Karen. Era una trampa muy obvia, pero, ¿qué alternativas tenía? Las llamadas desde el teléfono de Terese -el sonido del taladro- aún resonaban en mis oídos. Aquello había sido algo importante, ¿no? ¿Qué había dicho Win? Diez minutos. Lo más probable es que quedaran seis o quizás siete.

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