Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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Mi voz suena sumisa en mis propios oídos.

– ¿Sí?

– De todas maneras olvidará la mayor parte de esto. Eso es lo mejor. Nadie le creerá, e incluso si lo hacen, no nos pueden encontrar. No sabe dónde estamos. No sabe qué aspecto tenemos. Y no lo olvide: podemos hacer esto de nuevo. Podemos pillarlo cuando queramos. Y no solo a usted. A su familia. A sus padres, en Miami. A su hermano, en Sudamérica. ¿Lo entiende?

– Sí.

– Así que déjelo correr. Estará bien si lo hace, ¿de acuerdo?

Asiento. Pongo los ojos en blanco. Me hundo de nuevo en la oscuridad.

23

Me desperté asustado.

No era propio de mí. Se me disparó el corazón. El terror me oprimió el pecho y me costaba respirar. Todo eso incluso antes de haber abierto los ojos.

Cuando por fin los abrí -cuando miré a través de la habitación-, sentí que el pulso bajaba y se aliviaba el terror. Esperanza estaba sentada en una silla ocupada con su iPhone. Sus dedos volaban por el teclado; sin duda trabajaba con uno de nuestros clientes. Me gusta mi trabajo, pero a ella le encanta.

La observé por un momento, porque verla me resultaba muy consolador. Esperanza vestía una blusa blanca debajo de su traje de chaqueta gris, pendientes y el pelo negro azulado recogido detrás de las orejas. La persiana, detrás de ella, estaba abierta. Vi que era de noche.

– ¿Con qué cliente estás tratando? -le pregunté.

Sus ojos se abrieron como platos al escuchar el sonido de mi voz. Dejó caer el móvil en la mesa y corrió a mi lado.

– Oh, Dios mío, Myron. Oh, Dios mío…

– ¿Qué pasa, me estoy muriendo?

– No, ¿por qué?

– Por la manera como has corrido. Por lo general te mueves mucho más lentamente.

Comenzó a llorar y besó mi mejilla. Esperanza nunca lloraba.

– Vaya, debo de estar muñéndome.

– No seas imbécil -dijo, y se enjugó las lágrimas de las mejillas.

Me abrazó-. Espera, no, sé un imbécil. Sé el maravilloso imbécil de siempre.

Miré por encima de su hombro. Me encontraba en una sencilla habitación de hospital.

– ¿Cuánto tiempo llevas sentada ahí? -pregunté.

– No mucho -respondió Esperanza sin soltarme-. ¿Qué recuerdas?

Pensé. Karen y Terese baleadas. El tipo que las mató. Yo matándolo a él. Trago saliva y me preparo.

– ¿Cómo está Terese?

Esperanza apartó los brazos y se irguió.

– No lo sé.

No era la respuesta que esperaba.

– ¿Cómo puedes no saberlo?

– Es un poco difícil de explicar. ¿Qué es lo último que recuerdas?

Me concentré.

– Mi último recuerdo claro es cuando mato al cabrón que le disparó a Terese y a Karen. Entonces unos cuantos tíos me saltaron encima.

Ella asintió.

– A mí también me dispararon, ¿no?

– Sí.

Eso explica el hospital.

Esperanza se inclinó sobre mi oído y susurró:

– Vale, escúchame un segundo. Si aquella puerta se abre, si entra una enfermera o quien sea, no digas ni una palabra. ¿Me comprendes?

– No.

– órdenes de Win. Hazlo, ¿de acuerdo?

– Vale. -Luego añadí-: ¿Volaste a Londres para estar conmigo?

– No.

– ¿Qué quieres decir con no?

– Confía en mí, ¿vale? Solo tómate tu tiempo. ¿Qué más recuerdas?

– Nada.

– ¿Nada entre el tiempo que te dispararon y ahora?

– ¿Dónde está Terese?

– Ya te lo dije. No lo sé.

– Eso no tiene sentido. ¿Cómo puedes no saberlo?

– Es una larga historia.

– ¿Qué te parece compartirla conmigo?

Esperanza me miró con sus grandes ojos verdes. No me gustó lo que vi en ellos.

Intenté sentarme.

– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Tampoco lo sé.

– Repito: ¿cómo puedes no saberlo?

– Para empezar, no estás en Londres.

Eso me hizo callar. Miré la habitación como si eso pudiese darme una respuesta. Lo hizo. Mi manta tenía un rótulo y las palabras: «NEW YORK-PRESBYTERIAN MEDICAL CENTER».

No podía ser.

– ¿Estoy en Manhattan?

– Sí.

– ¿Me trajeron en avión?

Ella no dijo nada.

– ¿Esperanza?

– No lo sé.

– Bueno, ¿cuánto tiempo llevo en este hospital?

– Quizás algunas horas, pero no puedo estar segura.

– Lo que dices no tiene ningún sentido.

– Yo tampoco lo entiendo muy bien. Hace dos horas recibí una llamada en la que me decían que estabas aquí.

Mi cerebro estaba confuso y sus explicaciones no me ayudaban.

– ¿Hace dos horas?

– Sí.

– ¿Y antes?

– Antes de esa llamada -dijo Esperanza-, nosotros no teníamos ni idea de dónde estabas.

– Cuando dices «nosotros»…

– Yo, Win, tus padres…

– ¿Mis padres?

– No te preocupes. Les mentimos. Les dijimos que estabas en una zona de África donde el servicio telefónico era pésimo.

– ¿Ninguno de vosotros sabíais dónde estaba?

– Así es.

– ¿Durante cuánto tiempo? -pregunté.

Ella me miró.

– ¿Durante cuánto tiempo, Esperanza?

– Dieciséis días.

Me quedé bloqueado. Dieciséis días. Había estado ausente durante dieciséis días. Cuando intenté recordar, mi corazón se desbocó. Sentí miedo.

«Así que déjelo correr…»

– ¿Myron?

– Recuerdo que me arrestaron.

– Muy bien.

– ¿Estás diciendo que fue hace dieciséis días?

– Sí.

– ¿Os pusisteis en contacto con la policía británica?

– Ellos tampoco sabían dónde estabas.

Tenía un millón de preguntas, pero se abrió la puerta y nos interrumpieron. Esperanza me dirigió una mirada de advertencia. Permanecí en silencio. Entró una enfermera.

– Bueno, bueno, está despierto -dijo.

Antes de que la puerta pudiese cerrarse, alguien la empujó.

Mi papá.

Algo parecido al alivio me dominó al ver a ese hombre mayor. Jadeaba, sin duda por haber corrido para ver a su hijo. Mamá entró detrás de él. Mi madre tiene siempre esa manera de correr hacia mí, incluso en la más habitual de sus visitas, como si yo fuese un prisionero de guerra al que acabasen de liberar. Esta vez lo hizo de nuevo, apartando a la enfermera del camino. Yo solía poner los ojos en blanco cuando lo hacía, aunque me gustaba en secreto. Esta vez no puse los ojos en blanco.

– Estoy bien, mamá. De verdad.

Mi padre se detuvo por un momento, como era su costumbre. Tenía los ojos llorosos y enrojecidos. Miré su rostro. Él lo sabía. No se había creído la historia de África sin servicio telefónico. Con toda probabilidad había ayudado a engañar a mamá. Pero lo sabía.

– Estás tan delgaducho -comentó mamá-. ¿Es que allí no te dieron de comer?

– Déjalo en paz -dijo papá-. Tiene buen aspecto.

– No tiene buen aspecto. Está esquelético. Y pálido. ¿Por qué estás en un hospital?

– Te lo dije -intervino papá-. ¿Es que nunca me escuchas, Ellen? Una intoxicación alimentaria. Se pondrá bien, es un tipo de disentería.

– A ver, ¿por qué estabas en Sierra Madre?

– Sierra Leona -le corrigió papá.

– Creía que era Sierra Madre.

– Estás pensando en la película.

– La recuerdo. Con Humphrey Bogart y Katherine Hepburn.

– Aquella era La reina de África.

– Oh -dijo mamá al comprender la confusión.

Mamá me soltó. Papá se acercó, me apartó el pelo de la frente y me besó la mejilla. La áspera piel sin afeitar rozó la mía. El reconfortante aroma de Oíd Spice flotó en el aire.

– ¿Estás bien? -preguntó.

Asentí. Parecía escéptico.

De pronto los vi muy viejos. Así es como debía ser, ¿no? Cuando no ves a un chico, incluso aunque haya sido por poco tiempo, te maravilla ver cuánto ha crecido. Cuando no ves a una persona mayor, aunque sea por poco tiempo, te maravilla lo mucho que ha envejecido. Ocurre siempre. ¿En qué momento mis robustos padres habían cruzado aquella línea? Mamá tenía los temblores del Parkinson. Iba a peor. Su mente, siempre un tanto excéntrica, comenzaba a deslizarse hacia algo más preocupante. Papá gozaba de una salud aceptable, unas pocas lesiones coronarias, pero ambos se veían tan condenadamente viejos.

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