– ¿Qué les dijiste a los clientes? -pregunté.
– Que tuviste un accidente de coche en el extranjero.
Asentí. Fuimos a su despacho. Los negocios estaban un tanto descontrolados después de mi desaparición más reciente. Había que hacer llamadas. Las hice. Mantuvimos la mayoría de los clientes, casi todos; hubo unos pocos a los que no les gustó nada no estar en contacto con su agente durante más de dos semanas. Lo comprendí. Éste es un negocio personal. Requiere de muchos mimos y lisonjas. Cada cliente necesita sentir que es único; parte de la ilusión. Cuando no estás, aunque las razones sean justificadas, la ilusión se desvanece.
Quería preguntar por Terese, Win y un millón de cosas más, pero recordé la llamada de la mañana. Trabajé. Solo trabajé y confieso que fue terapéutico. Me sentía inquieto y nervioso por razones que no acababa de explicarme del todo. Incluso me mordía las uñas, algo que no había hecho desde que estaba en cuarto grado, y buscaba en mi cuerpo costras que pudiese rascar. El trabajo ayudaba.
Cuando tuve una pausa, busqué en la red Terese Collins, Rick Collins y Karen Tower. Primero los tres nombres juntos. No apareció nada. Luego probé solo con Terese. Muy poco, casi todo de su tiempo en la CNN. Alguien aún mantenía una página, «Terese, la preciosa presentadora», con imágenes, la mayoría fotos de medio cuerpo y vídeos de los informativos, pero no la había actualizado en tres años.
Entonces probé con Rick y Karen en Google News.
Esperaba muy poco, quizás un obituario, pero no fue así. Había mucho, si bien la mayoría era de periódicos del Reino Unido. Las noticias casi me sorprendieron; sin embargo todo tenía un sentido un poco estrambótico.
REPORTERO Y ESPOSA ASESINADOS POR TERRORISTAS
LOS ASESINOS, MUERTOS EN UN TIROTEO
Comencé a leer. Esperanza apareció en la puerta.
– ¿Myron?
Levanté el dedo para pedir un momento.
Se acercó a mi mesa y vio lo que estaba haciendo. Exhaló un suspiro y se sentó.
– ¿Sabías esto?
– Por supuesto.
Según los artículos, «las fuerzas especiales que luchaban contra el terrorismo internacional» se habían enfrentado y «eliminado» al legendario terrorista Mohammad Matar, también conocido como «Doctor Muerte». Mohammad Matar había nacido en Egipto, pero se había educado en las mejores escuelas de Europa, incluida España -de ahí el nombre, la combinación del primer nombre islámico con el último en español-, y había estudiado medicina en Estados Unidos. Las fuerzas especiales también habían matado por lo menos a otros tres hombres de la célula: dos en Londres y uno en París.
Había una foto de Matar. Era la misma foto que Berleand me había enviado. Miré al hombre que yo, por utilizar el término periodístico, había eliminado.
Los artículos también mencionaban que el periodista Rick Collins se había acercado a la célula con la intención de infiltrarse y denunciarla, cuando descubrieron su identidad. Matar y sus «sicarios» habían asesinado a Collins en París. Matar había conseguido escapar del cordón francés -aunque al parecer uno de sus hombres había resultado muerto-, y a su llegada a Londres había querido borrar todas las pruebas de la existencia de su célula y de su «siniestro plan terrorista» con el asesinato del productor de Collins, Mario Contuzzi, y la esposa de Collins, Karen Tower. Mohammad Matar y los dos miembros de su célula resultaron muertos en la casa que Collins y Tower compartían.
Miré a Esperanza.
– ¿Terroristas?
Ella asintió.
– Eso explica por qué la Interpol se puso como una moto cuando les mostramos la foto.
– Sí.
– ¿Entonces dónde está Terese?
– Nadie lo sabe.
Me eché atrás en la silla e intenté procesar sus palabras.
– Aquí dice que los agentes del gobierno mataron a los terroristas.
– Sí.
– Pero no lo hicieron.
– Es verdad. Fuiste tú.
– Y Win.
– Correcto.
– Pero dejaron nuestros nombres fuera.
– Sí.
Pensé en los dieciséis días, en Terese, en los análisis de sangre, en la muchacha rubia.
– ¿Qué demonios está pasando?
– No sé los detalles -respondió-. En realidad no me importa.
– ¿Por qué no?
Esperanza sacudió la cabeza.
– Algunas veces puedes ser muy tonto.
Esperé.
– Te dispararon. Win lo vio. Durante más de dos semanas no tuvimos ni la más mínima idea de dónde te encontrabas, si estabas vivo, muerto o lo que fuese.
No lo pude evitar. Sonreí.
– Deja de sonreír como un idiota.
– Estabais preocupados por mí.
– Me preocupaba por mi participación en el negocio.
– Te caigo bien.
– Eres un grano en el culo.
– Todavía no lo entiendo -dije, y la sonrisa desapareció de mi rostro-. ¿Cómo es que no recuerdo dónde estuve?
«Déjelo correr…»Mis manos comenzaron a temblar. Las miré, intenté que se detuviesen. No lo hicieron. Esperanza también las miraba.
– Dime. ¿Qué recuerdas?
Mi pierna empezó a temblar. Sentí que algo se cerraba en mi pecho. El pánico comenzaba a funcionar.
– ¿Estás bien?
– Me vendría bien un poco de agua.
Ella salió deprisa y volvió con un vaso. Lo bebí poco a poco, casi con miedo de ahogarme. Miré mis manos. El terremoto. No conseguía que parase. ¿Qué demonios no funcionaba en mí?
– ¿Myron?
– Estoy bien -dije-. ¿Qué pasa ahora?
– Tenemos clientes que necesitan nuestra ayuda.
La miré.
Ella exhaló un suspiro.
– Pensamos que podrías necesitar tiempo.
– ¿Para qué?
– Para recuperarte.
– ¿De qué? Estoy bien.
– Sí, se te ve fantástico. El temblor te queda de maravilla. Y no hagas que me ponga cachonda con tu nuevo tic facial. Demasiado sensual.
– No necesito tiempo, Esperanza.
– Sí, lo necesitas.
– Terese ha desaparecido.
– O está muerta.
– ¿Estás tratando de asustarme?
Ella se encogió hombros.
– Aunque esté muerta, necesito encontrar a su hija.
– No en tu estado.
– Sí, Esperanza, en mi estado.
No dijo nada.
– ¿Qué pasa?
– No creo que estés preparado.
– A ti no te concierne.
Se lo pensó.
– Supongo que no.
– ¿Entonces?
– Tengo algunas cosas sobre el doctor que Collins visitó por la enfermedad de Huntington y aquella organización de los Ángeles.
– ¿Qué has encontrado?
– Puede esperar. Si de verdad vas en serio con esto, si de verdad estás preparado, tienes que llamar a este número con este teléfono.
Me dio un móvil y salió del despacho, sin olvidarse de cerrar la puerta. Miré el número de teléfono. Desconocido, pero no habría esperado otra cosa. Marqué los dígitos y apreté la tecla.
Dos timbrazos más tarde, escuché una voz conocida que decía:
– Bienvenido de entre los muertos, amigo. Encontrémonos en persona en un local secreto. Me temo que tenemos mucho de qué hablar.
Era Berleand.
El local secreto de Berleand estaba en el Bronx.
La calle era un agujero, el local un antro. Comprobé la dirección de nuevo, pero no había ningún error. Era un bar de striptease llamado, según el cartel, «PLACERES EXCLUSIVOS», aunque a primera vista resultaba algo dudoso. Un cartel más pequeño escrito en letras de neón señalaba que era una «SALA PARA CABALLEROS CON CLASE». El término «clase» no parecía tanto un oxímoron sino una irrelevancia. Un club de striptease con clase es un poco como decir «peluca bonita». Puede ser bonita, puede ser fea, pero sigue siendo una peluca.
La sala era oscura y sin ventanas, por lo tanto, a mediodía, que era cuando llegué, tenía el mismo aspecto que a medianoche.
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