Cuántas preguntas sin respuesta y qué poco tiempo para tratar de responderlas.
Los dos tipos y la chica se dirigieron hacia el rincón donde estaba y entonces pudo comprobar claramente las referencias de Win. El blanco tenía unos brazos muy grandes, un barrigón prominente y el pecho fofo. Habría podido ocultar aquellos detalles con un poco de sentido del gusto, pero llevaba una camisa de rejilla muy ajustada. De rejilla. Es decir, con muchos agujeros. Prácticamente era como si no llevara camisa ni nada. La pelambrera pectoral, frondosa y abundante, le salía por los agujeros. Y los pelos eran largos, de manera que se le enrollaban entre la masa de cadenas de oro que llevaba colgando del cuello. Al pasar por delante de donde estaba, Myron se vio obligado a contemplarle la espalda, aún más peluda y un tanto más grasienta que el pecho.
Se sintió un poco mareado.
– Quince dólares por los primeros diez minutos -dijo la chica-. No puedo bajar de ahí.
– Oye puta, no nos times -dijo el de la camisa de rejilla-. Somos dos. Dos por uno.
– Eso -añadió el tipo negro-, dos por uno.
– No puede ser -dijo ella.
Si se sentía ofendida por el insulto, no lo demostró en absoluto. Hablaba en tono cansado y yendo al grano, a la manera de las camareras de bar de carretera en turno de noche.
Al tipo de la camisa de rejilla no le hizo ninguna gracia oír aquello.
– Mira zorra, no me hagas enfadar.
– Voy a buscar al dueño del local -dijo la bailarina.
– Y una puta mierda. Tú no te vas de aquí hasta que yo no me corra, perra.
– Eso -dijo el tipo negro-, y yo también, perra.
– Mirad, si pensáis decir tacos os tendré que cobrar más -dijo la chica.
– ¿Qué has dicho? -dijo el de la rejilla con cara de incredulidad.
– Que hay un recargo por decir palabrotas.
– ¿Un recargo? -gritó el de la rejilla. Ahora ya parecía furioso-. Es posible que una puta idiota como tú todavía no se haya enterado, pero estamos en Estados Unidos de América, la tierra de la libertad y de los valientes. Yo puedo decir lo que me dé la gana, zorra, ¿o es que no sabes lo que es la libertad de expresión?
«Todo un erudito constitucional», pensó Myron. Era reconfortante ver a alguien defender la Primera Enmienda.
– Oye, mira -dijo la bailarina-, son doce dólares por cinco minutos y veinte dólares por diez minutos, propina aparte. No hay más que hablar.
– ¿Y qué te parece si bailas encima de los dos a la vez? -dijo el Rejilla.
– ¿Eh?
– Bailas encima de mí y se la acaricias a él. ¿Qué te parece así, guarra?
– Sí, eso, guarra -dijo el tipo negro.
– Mirad, aquí no se hacen ofertas de dos por uno -dijo la bailarina-. Dejadme que vaya a buscar a otra chica y nos ocuparemos de vosotros.
– ¿Serviría yo? -dijo Myron entrando de repente en la conversación.
Todos se quedaron de piedra.
– Ay -dijo Myron-, es que los dos son tan atractivos que no sé con cuál quedarme.
El Rejilla miró al tipo negro y el tipo negro miró al Rejilla.
Myron se volvió hacia la chica y le dijo:
– ¿Tienes alguna preferencia?
La bailarina le dijo que no, moviendo la cabeza.
– Pues entonces yo me quedo con éste -dijo Myron señalando al Rejilla-. Le gusto. Se le nota porque tiene los pezones duros.
– Oye, ¿qué está haciendo ése aquí? -dijo el tipo negro.
El Rejilla se quedó mirándolo.
– Quiero decir, ¿quién es este tipo?
– Acabas de salvar muy bien la metedura de pata -dijo Myron-. Casi no se ha notado.
– Oiga, ¿qué es lo que quiere? -preguntó el Rejilla.
– Bueno, en realidad te he mentido.
– ¿Qué?
– Al decir que te gustaba. No era sólo por los pezones duros, aunque hay que reconocer en ello una señal evidente, por repulsiva que sea.
– ¿De qué cono me está hablando?
– De seguirme a todas partes desde hace dos días, que es lo que te ha delatado. La próxima vez prueba a hacerte el admirador secreto. Envíame flores con un anónimo, mándame una postal Hallmark, cosas de ésas.
– Vamos, Jim -dijo el Rejilla al negro-, este tipo está chalado. Salgamos de aquí.
– ¿No queréis ningún baile? -dijo la chica.
– No. Tenemos que irnos.
– Pues alguien va a tener que pagar por esto -dijo la bailarina-. O si no el jefe me mata.
– Piérdete, puta, o te meto una paliza.
– Uy, qué macho -dijo Myron.
– Oiga, no quiero tener problemas con usted. Apártese de mi camino.
– ¿Entonces tampoco quieres que te haga un lap dance?
– Está loco.
– Puedo hacerte un descuento -dijo Myron.
El Rejilla cerró los puños con fuerza. Le habían ordenado seguir a Myron, no verse envuelto en un altercado.
– Vamos, Jim.
– ¿Por qué me habéis estado siguiendo? -preguntó Myron.
– No sé de qué me está hablando.
– ¿Es por mis ojos azules? ¿Por mis rasgos marcados? ¿Por mi hermoso trasero? Por cierto, ¿qué os parecen mis pantalones? No me quedan demasiado apretados, ¿verdad?
– Chiflado -dijo el Rejilla, y ambos tipos se marcharon.
– Mirad, ¿sabéis qué? Decidme para quién trabajáis y os prometo que no se lo diré a vuestro jefe.
Los tipos siguieron andando sin hacerle caso.
– Os lo juro -dijo Myron.
Se dirigieron hasta la puerta. Un día más y un amigo nuevo. Myron tenía una habilidad especial para hacer amistades.
Myron los siguió afuera y vio que el Rejilla y Jim se dirigían a toda prisa en dirección oeste.
Luego vio aparecer a Win entre las sombras al otro lado de la calle.
– Sígueme -le dijo Win.
Cortaron por un callejón y llegaron al parking antes que el Rejilla y Jim. Era un aparcamiento al aire libre. El encargado del parking estaba dentro de una taquilla viendo la reposición de la serie Rosearme en una tele minúscula en blanco y negro. Win le señaló a Myron el Cadillac. Después se agacharon detrás de un Oldsmobile que había aparcado dos coches más allá y esperaron.
El Rejilla y Jim se acercaron a la taquilla. Los dos seguían mirando la calle por si los seguía alguien. Jim parecía estar muerto de miedo.
– Oye Lee, ¿cómo nos habrá encontrado? ¿Eh?
– No lo sé.
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– Nada. Cambiaremos de coche y volveremos a intentarlo.
– ¿Tienes otro coche, Lee?
– No -dijo el Rejilla-. Alquilaremos uno.
Pagaron y les dieron la factura y las llaves. El Rejilla había insistido en aparcar el coche él mismo.
– Esto va a ser divertido -dijo Win.
Cuando llegaron al Cadillac, el Rejilla metió la llave en la cerradura y de pronto se detuvo en seco y empezó a chillar:
– ¡Mierda! ¡Puta mierda!
Myron y Win salieron de su escondite.
– Ese lenguaje… -dijo Myron.
El Rejilla se quedó mirando su coche con cara de incredulidad. Win le había hecho un agujero para entrar. Cuando se trataba de pasar inadvertido no solía utilizar ese método, pero en aquella ocasión lo había considerado necesario. Y además, a Win se le había ido la mano «sin querer» y le había rayado las dos puertas del lado del conductor.
– ¡Tú! -gritó el Rejilla señalando a Myron con la cara roja de furia-. ¡Tú!
– Qué locuacidad -dijo Win dirigiéndose a Myron.
– Ya, pero a mí lo que más me gusta de él es su elegancia en el vestir -contestó Myron.
– ¡Tú! -dijo el Rejilla-. ¿Has sido tú quien le ha hecho esto a mi coche?
– Él no -dijo Win-. He sido yo. Y puedo dar fe de que por dentro lo tienes impecable. Aunque me sabe fatal que se me haya caído todo el ketchup por la tapicería.
El Rejilla puso los ojos como platos. Miró dentro del coche, metió la mano dentro y pegó un grito. Un grito ensordecedor, tan fuerte, que el encargado del parking estuvo a punto de enterarse.
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