Harlan Coben - Golpe de efecto

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Valerie Simpson, joven estrella del tenis norteamericano, quiere a Myron Bolitar como su agente. Va a reaparecer y está dispuesta a olvidar su pasado. Bolitar ya se ha hecho un nombre en el tenis profesional representando a Duane Richwood, futuro número 1 del circuito masculino y que está a punto de granar el USA Open. Pero alguien no está dispuesto a ver resugir a Valerie Simpson. ¿Por qué matarla ahora, durante el USA Open? No hay más pistas que su última llamada telefónica. A Duane Richwood. Bolitar desconocía que ambos fueran amigos y comenzará a buscar el punto exacto en el que se conocieron. ¿Quién es realmente Richwood? ¿Por qué miente? Pero la Policía cierra el caso deteniendo a un falso culpable. Hace seis años el novio de Valerie, el hijo de un conocido senador, fue también asesinado por un delincuente callejero. Y ahora el senador quiere que Bolitar deje de investigar. La verdad es a veces mortal. Venganzas, odios y duelos protagonizan la segunda novela del fascinante y complejo Myron Bolitar.

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Los Crane lo escuchaban con suma atención.

– Ésa es mi filosofía, Eddie, por si te puede interesar. Con las grandes compañías quizá ganes más dinero. Eso no te lo voy a negar. Pero a la larga, con una carrera duradera y sólida, y con una buena planificación, creo que estarás mejor y tendrás más dinero con MB Representante Deportivo.

– ¿Hay alguna otra cosa que desee saber? -dijo Myron mirando al señor Crane.

El señor Crane sorbió su copa de vino, observó el color y volvió a dejarla sobre la mesa. Luego hizo bailar de nuevo las cejas y dijo:

– Nos han recomendado mucho su agencia, señor Bolitar. O mejor dicho, se la han recomendado a Eddie.

– ¿Ah, sí? -dijo Myron-. ¿Quién?

Eddie apartó la mirada y la señora Crane le puso la mano sobre el brazo. Fue el señor Crane quien le dio la respuesta.

– Valerie Simpson.

Myron se quedó boquiabierto.

– ¿Valerie les recomendó mi agencia?

– Creía que le iría bien a Eddie.

– ¿Eso dijo?

– Sí.

Myron se volvió hacia Eddie. No estaba llorando, pero parecía que estuviese a punto de hacerlo.

– ¿Y qué más te dijo, Eddie?

– Me dijo que era usted un tipo honesto -añadió tras encogerse de hombros-. Que iba a tratarme bien.

– ¿Cómo conociste a Valerie?

– Se conocieron en Florida, en el campamento de Pavel -respondió el señor Crane-. Valerie tenía dieciséis años y Eddie nueve. Ella se ocupó de él.

– Eran buenos amigos -añadió la señora Crane-. Qué tragedia.

– ¿Te dijo alguna cosa más, Eddie?

El chico volvió a encogerse de hombros y al final alzó la vista. Myron le miró a los ojos y le aguantó la mirada.

– Es muy importante -dijo Myron.

– Me dijo que no me enganchara con TruPro -contestó Eddie.

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– Según mi teoría -añadió el señor Crane-, los culpaba de su declive.

– ¿Y tú qué opinas, Eddie? -le preguntó Myron.

El chico volvió a encogerse de hombros y dijo:

– Podría ser, no sé.

– Pero no crees que pueda ser.

Eddie no contestó.

– Creo que es mejor que cambiemos de tema -dijo la señora Crane-. El asesinato de Valerie ha afectado bastante a Eddie.

La conversación volvió a derivar poco a poco a los negocios, pero Eddie estaba más callado. De vez en cuando abría la boca para decir algo y la volvía a cerrar al instante. Cuando finalmente se levantaron de la mesa para marcharse, Eddie se acercó a Myron y le susurró:

– ¿Por qué quiere saber tantas cosas de Valerie?

Myron decidió decirle la verdad:

– Porque estoy intentando descubrir quién la asesinó.

Eddie puso los ojos como platos. Miró hacia atrás y vio que sus padres estaban ocupados en despedirse de François. El maître le besó la mano a la señora Crane.

– Creo que tú podrías ayudarme -dijo Myron.

– ¿Yo? -dijo Eddie-. Yo no sé nada.

– Era tu amiga. La conocías bien.

– Eddie…

Era el señor Crane.

– Tengo que irme, señor Bolitar. Gracias por todo -dijo Eddie.

– Sí, muchas gracias -añadió el señor Crane-. Todavía tenemos que hablar con varias agencias, pero estaremos en contacto.

Cuando se hubieron marchado, apareció François con la cuenta.

– Su corbata le sienta muy bien, señor Bolitar.

Aquel hombre sabía cómo hacer la pelota.

– Deberías ser representante, François.

– Gracias, señor.

Myron le dio la tarjeta Visa y esperó. Encendió el móvil y vio que tenía un mensaje de Win. Lo llamó.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– En la calle Veintiséis, cerca de la Octava Avenida -comentó Win-. En el Cadillac había dos caballeros, y conste que utilizo ese término en el más amplio de los sentidos. Te han seguido hasta La Reserve, se han quedado esperando un rato y hace media hora se han marchado y han entrado en un local de dudosa reputación.

– ¿De dudosa reputación?

– Se llama La Almeja Alegre. Con eso te lo digo todo, ¿no?

– No los pierdas de vista. Voy para allá.

12

Win esperaba al otro lado de la calle, delante de La Almeja Alegre. El edificio estaba en silencio y el único ruido que se oía era el de la música que salía del bar. En un gran cartel de neón se leía: ¡topless!

– Son dos -dijo Win-. El que conduce es blanco, metro noventa de altura, más o menos. Está gordo pero de constitución fuerte. Creo que te va a gustar su sentido del gusto.

– ¿Por?

– Ya lo verás. El otro es negro. Un metro ochenta de altura. Tiene una cicatriz enorme en la mejilla derecha. Podría decirse que es delgado y nervudo.

– ¿Dónde han aparcado? -dijo Myron echando una ojeada a la calle.

– En un parking de la Octava Avenida.

– ¿Y por qué no habrán aparcado en la calle? Hay sitio de sobra.

– Creo que a nuestro hombre le gusta mucho su coche -dijo Win sonriendo-. Le daría un disgusto muy grande que le pasara algo.

– ¿Costará mucho entrar?

– Haré como si no te hubiera oído -dijo Win con cara de sentirse insultado.

– Muy bien, tú busca en el coche. Yo iré al bar.

– Recibido -dijo Win haciendo un saludo militar.

Se separaron. Win se dirigió al parking y Myron al bar. Él habría preferido hacerlo al revés, sobre todo porque aquellos dos hombres ya lo tenían fichado, pero era mejor aprovechar los puntos fuertes de cada uno. A Win se le daba mucho mejor entrar en coches u ocuparse de cualquier cosa relacionada con la mecánica. Y a él se le daba mejor… Bueno, eso.

Entró en el bar con la cabeza gacha por si acaso, pero no tardó en darse cuenta de que no había ninguna necesidad. Nadie le prestaba atención. En aquel local no había consumición mínima. Myron echó una ojeada y enseguida le vinieron a la mente las palabras: tugurio de mucho cuidado. La decoración del local era estilo cervecero americano. Las paredes se adornaban con carteles de neón de marcas de cerveza, la barra y las mesas tenían culos de botella incrustados y detrás de la barra había pirámides de botellines de todo el país.

Y, lógicamente, también había bailarinas en topless. Hacían cabriolas con bastante desgana sobre unos escenarios reducidos, que parecían sacados de los programas televisivos de los sesenta. La mayoría de las bailarinas no eran atractivas. Ni de lejos. La moda del culto al cuerpo no había llegado todavía a La Almeja Alegre. Allí reinaban los michelines. Aquel lugar parecía antes un centro de diagnosis de celulitis que una cantina de fantasías masculinas.

Myron se sentó a una mesa vacía que había en un rincón. Había varios tipos trajeados, pero la mayoría de la clientela era de clase trabajadora. La gente con dinero iba a locales de topless como Goldfingers o Score, donde las mujeres eran más agradables a la vista, aunque sus dotes corporales fueran tan auténticas como las de una muñeca hinchable.

Frente al escenario central había dos hombres que no paraban de reír. Uno era blanco y el otro negro; encajaban con la descripción de Win. Cuando las bailarinas cambiaron de escenario, la que estaba delante de ellos bajó al nivel del suelo. Debía de ser su tiempo de descanso. Los dos se pusieron a negociar con ella. En sitios como Goldfingers o Score, se pagaban veinte o veinticinco dólares por un baile encima de la mesa que, básicamente, era lo que su nombre indicaba. La chica se quitaba el top y bailaba encima de tu mesa durante unos cinco minutos. Sin contacto físico de ningún tipo. En cambio, en La Almeja Alegre, la orden del día era algo muy de moda últimamente que se llamaba lap dance y que se practicaba en los rincones más discretos del bar. El lap dance consistía en que la bailarina colocaba su trasero sobre la entrepierna del hombre y lo hacía girar hasta que éste alcanzaba el orgasmo. Dejando de lado la repugnancia moral de aquella gracia, á Myron le planteaban varias dudas los aspectos técnicos. Por ejemplo: después de hacerlo, ¿cómo iba a ir un tipo por ahí el resto de la noche? ¿O es que la gente siempre lleva ropa interior de recambio en el bolsillo?

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