– Claro que sí. En el hotel hay CNN.
Myron le contó el asesinato de Valerie Simpson. Cuando terminó, el primer comentario que hizo Jessica fue:
– No deberías haberle doblado el pulgar a ese cazurro.
– Pero quedó muy macho -dijo Myron.
– Sí, seguro que las volviste locas a todas.
– Deberías haber estado allí -dijo Myron.
– Supongo. ¿Así que vas a descubrir al asesino?
– Voy a intentarlo.
– ¿Por Valerie? ¿O por Wanda y Duane?
– Supongo que por los tres. Pero sobre todo por Valerie. Tendrías que haberla visto, Jess. Se esforzaba tanto por resultar hosca y antipática… Una chica de su edad no tendría por qué ser así.
– ¿Tienes algún plan?
– Pues claro. Primero voy a ir a ver a la madre de Valerie mañana por la mañana. A Filadelfia.
– ¿Y luego?
– Bueno, todavía no he desarrollado del todo el plan, pero estoy en ello.
– Ve con cuidado, por favor.
– El Capitán Medianoche siempre va con cuidado.
– No es sólo el Capitán Medianoche quien me preocupa, sino su álter ego.
– ¿Y quién es ése?
– Mi bollito dulcecito.
Myron sonrió.
– Oye Jess, ¿sabías que Joan Collins salió en Batman?
– Pues claro -contestó Jessica-. Hizo el papel de la sirena.
– ¿Ah, sí? Muy bien, ¿pues a que no sabes qué papel hizo Liberace?
Myron se pasó el resto de la noche soñando con Jessica, aunque, como siempre, al despertarse sólo recordaba fragmentos sin ningún tipo de interés. Jessica volvía a estar en su vida, pero todavía era algo muy nuevo para él. Demasiado nuevo. Tenía que contenerse, ir poco a poco. Temía acabar otra vez debajo de su tacón, de pillarse el corazón en la puerta del amor.
«En la puerta del amor.» Madre mía, sonaba como una canción de country verdaderamente horrible.
Iba en dirección sur por la autopista de Nueva Jersey, seguido a cuatro coches de distancia por el Cadillac azul pálido con el techo amarillo canario. Aquella autopista había originado más chistes sobre Nueva Jersey que ninguna otra cosa. Pasó por delante del aeropuerto de Newark. Era un poco feo, pero ¿hay algún aeropuerto que no lo sea? Después pasó por delante del plato fuerte de la autopista, seguramente lo más célebre de ella: una central eléctrica industrial enorme situada entre la salida doce y la trece, que se parecía mucho al mundo de pesadilla del principio de las películas Terminator. Despedía humo por todos los orificios y, a pesar de estar a plena luz del día, el edificio parecía sombrío, metálico, amenazante y siniestro.
Por la radio, un grupo de rock llamado The Motels no paraba de cantar «take the L out of lover, and it's over». [1] Qué profundo. Poco imaginativo, pero aun así muy profundo. The Motels. ¿Qué habría sido de ellos?
Myron cogió el móvil y marcó un número. Le respondió una voz familiar.
– Al habla el sheriff Courter.
– Hola, Jake, soy Myron.
– Lo siento. Debe haberse equivocado de número. Adiós.
– Muy buena -dijo Myron-. Se nota que esos cursos de cómico que haces por la tarde empiezan a hacer efecto.
– ¿Qué quieres, Myron?
– ¿Es que no puede llamarte un amigo simplemente para decir «hola»?
– ¿O sea que es una llamada porque sí? -preguntó Jake.
– Sí.
– Me siento profundamente halagado.
– Pues prepárate porque aún hay más. En un par de horas llegaré a tu barrio.
– No corras demasiado, amorcito.
– He pensado que tal vez podríamos comer juntos. Pago yo.
– Ya. ¿Viene Win contigo?
– No.
– Entonces de acuerdo. Ese tipo me pone los pelos de punta.
– Y eso que no lo conoces del todo.
– Mejor. ¿Y ahora qué es lo que quieres, Myron? Seguro que te sorprende, pero yo trabajo para ganarme la vida.
– ¿Todavía tienes amigos en la policía de Filadelfia?
– Claro que sí.
– ¿Sería posible que alguien te enviara por fax el archivo de un caso de homicidio?
– ¿Es reciente?
– Eh… no exactamente.
– ¿De cuándo?
– De hace seis años.
– Estás de broma, ¿no?
– Pues espera porque la cosa es aún peor. La víctima fue Alexander Cross.
– ¿El hijo del senador?
– Exacto.
– ¿Y para qué narices lo quieres?
– Te lo explicaré cuando llegue.
– Alguien va a querer saber el porqué.
– Pues inventa cualquier cosa.
Jake masticaba algo que parecía corteza de árbol.
– Lo que tú digas. ¿A qué hora llegarás?
– Probablemente hacia la una. Ya te llamaré.
– Me vas a deber una gorda, Myron. Una bien gorda.
– ¿Pero no te he dicho ya que pago yo?
Jake colgó el teléfono.
Myron tomó la salida seis. El peaje le costó casi cuatro dólares. Tuvo la tentación de pagarle el peaje al Cadillac, pero cuatro dólares era pasarse un poco por el detallito.
– Sólo quería conducir por la autopista, no comprarla -dijo Myron al tipo del peaje mientras le daba el dinero.
Myron no obtuvo ni siquiera una sonrisa de simpatía del tipo del peaje. Luego pensó que quejarse del peaje de la autopista era una de esas cosas que indican que te estás convirtiendo en tu padre. El siguiente paso iba ser pegarle un grito a alguien por haber encendido el termostato.
En total, el trayecto hasta uno de los barrios más ricos de Filadelfia le llevó dos horas. Gladwyne era sinónimo de familia adinerada. De familia ancestral. En aquel lugar, la línea de sangre era tan importante como la de crédito. La casa en la que se había criado Valerie Simpson tenía reminiscencias a la del Gran Gatsby, pero con ligeras señales de abandono: el césped no estaba del todo bien cortado, los arbustos un poco invadidos por la maleza, la pintura saltada en algunos sitios y la hiedra que cubría las paredes demasiado espesa.
Pero la finca era enorme. Myron tuvo que aparcar tan lejos de la casa que le dio la impresión de que iba a tener que coger el autobús para llegar hasta ella. Al acercarse a la puerta delantera vio que los detectives Dimonte y Krinsky salían de la casa justo en ese momento. Y por la cara de susto que puso, Dimonte no parecía muy contento de ver a Myron. Se puso las manos en las caderas, dándoselas de importante y fingiendo impaciencia.
– ¿Qué cojones está haciendo aquí? -espetó Dimonte.
– ¿Sabe qué fue del grupo de rock The Motels? -preguntó Myron.
– ¿De qué?
– Qué pronto olvida uno -dijo Myron haciendo un gesto negativo con la cabeza.
– Maldito sea, señor Bolitar, le he hecho una pregunta. ¿Qué ha venido a hacer aquí?
– Anoche te dejaste la ropa interior en mi casa -dijo Myron-. Unos calzoncillos largos. Talla treinta y ocho. Con estampado de conejitos.
Dimonte se puso rojo como un tomate. La mayoría de los polis eran homófobos, así que la mejor forma de chincharlos era aprovechándose de ello.
– Será mejor que no se haga el chulo de mierda conmigo, gilipollas. Usted y su colega yuppy psicópata.
Krinsky se rió al oír a su compañero decir «yuppy psicópata». Y es que cuando el bueno de Rolly se ponía gracioso no paraba.
– Aunque ya da igual -continuó Dimonte-. El caso está a punto de quedar cerrado y bien cerrado.
– Y yo podré decir que conocí al policía que lo resolvió.
– Supongo que le alegrará saber que su cliente ya no es mi principal sospechoso.
Myron asintió en silencio.
– Entonces será Roger Quincy, el moscón enamorado.
A Dimonte no le hizo ninguna gracia oír aquello.
– ¿Cómo cono se ha enterado de eso?
– Porque soy vidente y omnisciente.
– Lo que no significa que su cliente esté libre de sospecha. Seguro que tiene algo que ver en todo esto. Usted lo sabe muy bien, yo también, y hasta Krinsky lo sabe.
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