– Vamos a comer unas hamburguesas -dijo secándose la frente con una toallita húmeda-. Me muero de hambre.
Myron cogió la lata de Slim-Fast y esbozó una tierna sonrisa.
– Un delicioso batido para desayunar y otro para comer. Y luego una cena moderada -dijo leyendo las indicaciones de los polvos dietéticos.
– Chorradas. Lo he probado y no sirve de nada.
– ¿Durante cuánto tiempo lo estuviste tomando?
– Casi un día entero. Y nada de nada. No adelgacé ni un gramo.
– Deberías ponerles una demanda.
– Y además sabe a pólvora usada.
– ¿Has conseguido el caso de Alexander Cross?
– Sí, lo tengo aquí mismo. Vámonos.
Myron siguió a Jake por la calle. Se pararon en un lugar que ostentaba el generoso nombre de Cafetería La Corte del Rey, que, en realidad, era un tugurio. Si algún día llegaban a reformarla podría alcanzar el nivel de un retrete público de autopista.
– Bonito, ¿eh? -dijo Jake esbozando una sonrisa.
– Se me hinchan las arterias sólo de olerlo -comentó Myron.
– Por el amor de Dios, hombre, no respires por la nariz.
Había una de esas gramolas automáticas típicas de las cafeterías. Hacía mucho tiempo que no le cambiaban los discos. Según el anuncio, la canción número uno del momento era Cocodrile Rock de Elton John.
La camarera era también la típica de ese tipo de cafeterías. Una cincuentona de mal genio y el pelo con mechas color lila imposibles de encontrar en estado natural.
– ¿Qué hay, Millie? -dijo Jake.
La camarera le lanzó las tarjetas con el menú sin decir nada y sin detenerse apenas ante su mesa.
– Ésa es Millie -dijo Jake.
– Parece una chica muy amable -contestó Myron-. ¿Me dejas ver el expediente?
– Primero pidamos la comida.
Myron cogió la tarjeta del menú. Era de vinilo. Y estaba pegajosa. Muy pegajosa. Como si alguien le hubiese derramado sirope por encima. En el pliegue también había restos de huevos revueltos coagulados. A Myron se le estaba pasando el hambre por momentos.
Tres segundos más tarde apareció Millie, exhaló un suspiro y dijo:
– ¿Qué va a ser?
– Ponme una hamburguesa con queso del bueno -pidió Jake-. Con doble ración de patatas fritas en vez de la ensalada. Y una Coca-Cola light.
Millie se volvió hacia Myron con cara de impaciencia.
– ¿Tenéis un menú vegetariano? -preguntó Myron sonriéndole.
– ¿Un qué?
– Deja de hacer el gilipollas -dijo Jake.
– Un sándwich de queso -pidió Myron.
– ¿Quieres patatas fritas para acompañar?
– No.
– ¿Y para beber?
– Una Coca-Cola light como mi amigo. Es que estamos a dieta.
Millie miró a Myron de arriba abajo y luego dijo:
– Eres bastante mono.
Myron contestó con una sonrisa de falsa modestia. La típica que quería decir: «Ay, no, ¡pero qué dices!».
– Y tu cara me resulta familiar.
– Es que soy de los que tenemos esa clase de cara -contestó Myron-: mona pero familiar.
– ¿Saliste alguna vez con una de mis hijas? Con Gloria, a lo mejor. Trabaja en el turno de noche.
– No creo.
– ¿Estás casado? -preguntó Millie después de volver a mirarlo de arriba abajo.
– Estoy saliendo con alguien.
– No me has contestado -dijo Millie-. ¿Estás casado?
– No.
– Perfecto -dijo Millie, y acto seguido dio media vuelta y se marchó.
– ¿A cuento de qué todo eso?
– Espero que no haya ido a buscar a Gloria -dijo Jake, encogiéndose de hombros.
– ¿Por qué?
– Se parece un poco a mí, pero en blanco -dijo Jake-. Sólo que con más bigote.
– Suena tentador.
– ¿Todavía estás con Jessica Culver?
– Supongo que sí.
– Colega, eso sí que es harina de otro costal -dijo Jake negando con la cabeza-. No he visto nunca en persona a ninguna tía que esté tan buena.
– No te voy a decir que no -dijo Myron tratando de no sonreír de satisfacción.
– Además te tiene totalmente a su merced.
– No te voy a decir que no.
Millie volvió con las dos Coca-Colas light. Esta vez hasta consiguió dirigirle una sonrisa a Myron.
– Un hombre tan guapo como tú no debería estar soltero -dijo la camarera.
– La policía me busca en varios estados -dijo Myron.
A Millie no pareció importarle. Se encogió de hombros y se marchó. Myron volvió a dirigirse a Jake.
– Muy bien. ¿Dónde está el expediente?
Jake lo abrió y le dio a Myron la foto de un hombre bien parecido, moreno, en forma y con shorts de tenis. Myron ya lo había visto en la foto del periódico tras el asesinato.
– Te presento a Alex Cross -dijo Jake-: veinticuatro años en el momento del asesinato. Graduado en Wharton. Hijo del senador Bradley Cross de Pensilvania, Estados Unidos. En la noche del 24 de julio, hace seis años, se encontraba en la fiesta del club de tenis Old Oaks de Wayne, Pensilvania. El excelentísimo senador también estaba allí. Es un lugar bastante lujoso: comida refinada, pistas cubiertas y descubiertas, de tierra batida, con focos, sin focos, de todo. Incluso tienen pistas de césped.
– Ya veo.
– Lo que ocurrió después no está del todo claro, pero esto es lo que hay. Alexander Cross y tres compañeros suyos estaban dando un paseo por los jardines.
– ¿De noche? ¿En una fiesta?
– No es tan extraño.
– Pero tampoco es muy normal.
– Sea como sea -dijo Jake encogiéndose de hombros-, oyeron un ruido que venía de la zona oeste del club. Fueron a ver de qué se trataba y se encontraron con unos jóvenes de aspecto sospechoso.
– ¿De aspecto sospechoso?
– Los jóvenes eran, ¿cómo se los llama ahora? Ah, sí, americanos de origen africano.
– Ah -dijo Myron-. ¿O sea que cabe suponer que en Old Oaks no tenían demasiados miembros americanos de origen africano?
– Más bien ninguno. Es muy selecto.
– Eso quiere decir que ni tú ni yo podríamos ser miembros de ese club.
– Una auténtica pena -dijo Jake-. Estoy seguro de que nos habría encantado esa fiesta.
– Bueno, ¿y qué pasó luego?
– Según los testigos, los jóvenes blancos se acercaron a los negros. Uno de los jóvenes negros, al que más tarde se identificó como Errol Swade, reaccionó sacando una navaja.
– ¿Una navaja? -dijo Myron haciendo una mueca.
– Sí, ya lo sé. No puede ser más típico. Qué falta de imaginación. En fin, se produjo un altercado, Alexander Cross fue apuñalado y los dos jóvenes salieron corriendo. Horas más tarde, la policía los atrapó al norte de Filadelfia, cerca de donde vivían. Durante la detención, uno de esos gamberros sacó una pistola. Un tal Curtis Yeller. Tenía dieciséis años.
Un agente de policía le pegó un tiro. Por lo que se ve, la madre de Yeller estaba presente. Tenía al chico en brazos cuando murió.
– ¿Vio cómo le disparaban?
– No lo dice -comentó Jake, volviendo a encogerse de hombros.
– ¿Y qué le pasó a Errol Swade?
– Pues que huyó. Se inició la búsqueda por todo el país. Su foto apareció en todos los periódicos y se envió a todas las comisarías. Lógicamente, se asignó a un montón de policías al operativo de la búsqueda, teniendo en cuenta que la víctima era el hijo de un senador de la nación y todo eso. Y a partir de aquí es cuando la cosa se pone interesante.
Myron le dio un sorbo a la Coca-Cola light sin pestañear.
– No encontraron a Errol Swade -dijo Jake.
– ¿Nunca? -dijo Myron sintiendo que se le caía el alma a los pies.
Jake negó con la cabeza.
– ¿Me estás diciendo que Swade consiguió escapar?
– Eso parece.
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