Harlan Coben - Golpe de efecto

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Valerie Simpson, joven estrella del tenis norteamericano, quiere a Myron Bolitar como su agente. Va a reaparecer y está dispuesta a olvidar su pasado. Bolitar ya se ha hecho un nombre en el tenis profesional representando a Duane Richwood, futuro número 1 del circuito masculino y que está a punto de granar el USA Open. Pero alguien no está dispuesto a ver resugir a Valerie Simpson. ¿Por qué matarla ahora, durante el USA Open? No hay más pistas que su última llamada telefónica. A Duane Richwood. Bolitar desconocía que ambos fueran amigos y comenzará a buscar el punto exacto en el que se conocieron. ¿Quién es realmente Richwood? ¿Por qué miente? Pero la Policía cierra el caso deteniendo a un falso culpable. Hace seis años el novio de Valerie, el hijo de un conocido senador, fue también asesinado por un delincuente callejero. Y ahora el senador quiere que Bolitar deje de investigar. La verdad es a veces mortal. Venganzas, odios y duelos protagonizan la segunda novela del fascinante y complejo Myron Bolitar.

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Helen se detuvo y cerró los ojos.

– ¿Señora Van Slyke? -dijo Myron.

– Estoy bien.

– Estaba diciéndome que hizo todo lo posible para que no se supiera -le recordó Myron tras unos momentos de silencio.

La señora Van Slyke volvió a abrir los ojos. Sonrió y se alisó la falda.

– Sí, bueno, yo no quería que aquello le arruinara el futuro. Ya sabe cómo es la gente. Iban a hablar del asunto durante el resto de su vida. Yo no quería que le ocurriera eso. Y sí, a mí también me daba vergüenza. Era más joven que ahora, señor Bolitar. Temía el efecto de su crisis nerviosa para el apellido Brentman.

– ¿Brentman?

– Mi apellido de soltera. A esta finca se la conoce como Brentman Hall. Mi primer marido se llamaba Simpson. Pero fue una equivocación. Lo único que quería era subir posiciones en la escala social. Kenneth es mi segundo marido. Sé que las malas lenguas no dejan de hablar de nuestra diferencia de edad, pero los Van Slyke son una familia muy antigua. Su tatarabuelo y mi bisabuelo fueron socios.

«Un buen motivo para casarse», pensó Myron.

– ¿Cuánto tiempo llevan ustedes casados?

– En abril hizo seis años.

– Ya veo. De modo que se casó con él más o menos al mismo tiempo que hospitalizaron a Valerie.

– ¿Qué ha querido decir exactamente con eso, señor Bolitar? -dijo Helen lentamente, entrecerrando los ojos.

– Nada -respondió Myron-. No quería decir nada. En serio. -Bueno, tal vez un poquito-. Hábleme de Alexander Cross.

– ¿Qué ocurre? -dijo la señora Van Slyke volviéndose a poner tensa de nuevo, casi como si sufriera un espasmo.

– ¿Iban en serio Valerie y él?

– Señor Bolitar -dijo Helen Van Slyke con tono impaciente-, Windsor Lockwood es un viejo amigo de la familia. Por eso he accedido a hablar con usted. Antes se ha presentado usted como alguien a quien le interesa encontrar al asesino de mi hija.

– Y así es.

– Pues entonces, hágame el favor de decirme qué tienen que ver Alexander Cross, la crisis nerviosa de Valerie o mi matrimonio con lo que se propone.

– Me baso en una suposición, señora Van Slyke. Me baso en la suposición de que este asesinato no fue simplemente porque sí, sino que la persona que mató a su hija no era un desconocido. Y eso implica que investigue detalles de su vida. Todo. No le estoy haciendo estas preguntas porque las encuentre divertidas, sino porque necesito saber quién temía a Valerie, quién la habría odiado tanto o quién tenía mucho que ganar asesinándola. Y eso significa escarbar en los aspectos menos agradables de su vida.

Helen le aguantó la mirada bastante tiempo, pero acabó apartándola.

– ¿Qué es lo que quiere saber de mi hija, señor Bolitar?

– Lo esencial -dijo Myron-. Valerie se convirtió en la niña prodigio del tenis en Francia cuando sólo tenía dieciséis años. Las expectativas estaban por las nubes, pero la calidad de su juego no tardó en igualarlas. Luego la cosa fue a peor. Un hincha obsesivo llamado Roger Quincy empezó a acosarla. Tuvo una relación con el hijo de un político muy famoso, que más tarde fue asesinado. Y después sufrió un colapso mental. Ahora lo que necesito es ir rellenando los huecos y reunir todas las piezas de este rompecabezas.

– Me resulta muy difícil hablar de todo esto.

– Lo entiendo -dijo Myron en tono comprensivo.

Esta vez optó por la sonrisa Alan Alda en vez de la Phil Donahue. Más dientes, ojos más tiernos.

– No hay nada más que pueda contarle, señor Bolitar. No sé por qué querría nadie matarla.

– Quizá pueda contarme cómo fueron los últimos meses de su vida -dijo Myron-. ¿Cómo se sentía? ¿Le pasó algo fuera de lo común?

Helen se puso a juguetear con el collar de perlas, retorciéndolo entre los dedos hasta hacerse una señal roja en el cuello.

– Al final empezó a mejorar -comentó Helen con voz un tanto entrecortada-. Creo que el tenis la ayudó. No quiso tocar una raqueta durante años. Y luego empezó a jugar de nuevo. Sólo un poco al principio. Solamente para divertirse.

Dicho eso, la falsa serenidad que había mantenido Helen Van Slyke hasta ese momento se derrumbó por completo y no pudo contenerse más. Empezaron a brotarle lágrimas de los ojos sin parar. Myron le tomó la mano y ella se la apretó con fuerza, pero temblando.

– Lo siento -dijo Myron.

La señora Van Slyke hizo un gesto negativo con la cabeza y se esforzó por pronunciar las siguientes palabras:

– Valerie comenzó a jugar todos los días. La hacía sentirse más fuerte. Tanto física como emocionalmente. Al final parecía estar recuperándose del todo. Y entonces… -Helen volvió a detenerse y se quedó de repente con la mirada perdida-. Ese hijo de puta.

Myron pensó que tal vez se refiriera al asesino desconocido, pero que le pareció que la rabia de su interlocutora se centraba en algún otro.

– ¿Quién? -dijo Myron probando suerte.

– Helen… -se oyó decir entonces a una voz masculina.

Kenneth había vuelto. Atravesó el salón a toda prisa y abrazó a su esposa. Por un instante, a Myron le pareció que ella se apartaba al entrar en contacto con él, pero no estaba seguro del todo.

– ¿Ha visto lo que ha hecho? -dijo Kenneth mirando a Myron por encima del hombro-. Márchese de aquí.

– Señora Van Slyke…

– Márchese, señor Bolitar, se lo ruego -dijo Helen asintiendo-. Será lo mejor.

– ¿Está segura?

– ¡Márchese! -gritó Kenneth-. ¡Ahora mismo! ¡Antes de que tenga que echarlo yo mismo!

Myron se quedó mirándolo, pero pensó que no era el momento ni el lugar apropiado.

– Siento la molestia, señora Van Slyke. Mi más sentido pésame.

Y tras decirlo, se marchó.

9

Cuando Myron entró en la pequeña comisaría de policía, vio que Jake tenía algo rojo y pegajoso en la barbilla. Seguramente de un donut de mermelada. Aunque también podía tratarse de algún animal de granja pequeño. En el caso de Jake era difícil saberlo.

Jake Courter hacía dos años que había sido elegido sheriff de Reston, Nueva Jersey. En vista de que era negro y en el vecindario prácticamente sólo vivían blancos, la mayoría de la gente se sorprendió del resultado de las elecciones; pero Jake no. Reston era una ciudad universitaria y las ciudades universitarias estaban atestadas de intelectuales liberales con ganas de echarle una mano a un hombre negro. Jake opinaba que, dado que el color de su piel le había supuesto un impedimento durante bastantes años, era mejor aprovechar la oportunidad. «Es el sentimiento de culpa de los blancos», le había dicho a Myron. Daba más votos que los anuncios de Willie Horton.

Jake tenía cincuenta y tantos años. A lo largo de su carrera había sido policía en muchas ciudades diferentes: Nueva York, Filadelfia y Boston, por mencionar algunas. Cansado de perseguir a la escoria urbana, se trasladó a los tranquilos barrios de la periferia para perseguir a la escoria periférica.

Myron y Jake se habían conocido hacía un año, durante la investigación sobre la desaparición de Kathy Culver, la hermana de Jessica, que había estudiado en la Universidad de Reston.

– ¿Qué hay, Myron?

– Hola, Jake.

Como siempre, Jake tenía aspecto ajado. Todo él estaba ajado. La ropa también. Incluso su mesa parecía ajada como una camiseta de algodón en el fondo de la cesta de ropa sucia. Sobre la mesa había una serie de cosas ricas. Una caja de Pizza Hut, una bolsa de Wendy's, un vasito de helado de Carvel, un sándwich a medio comer de Blimpie y, lógicamente, una lata de polvos dietéticos Slim-Fast. Jake pesaba cerca de ciento veinticinco kilos. Los pantalones nunca le quedaban bien. Eran demasiado estrechos para su barriga y demasiado grandes para su cintura. No paraba de reajustárselos, siempre en busca de aquel punto escurridizo donde dejaban de moverse. Pero esa búsqueda habría requerido un equipo de científicos de alto nivel y un microscopio potentísimo.

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