Cabos sueltos como el de Gary Grady. El decano. Nancy Serat. Carol Culver. Christian Steele. Fred Nickler. Paul Duncan. Ricky Lane. Horty y sus chicos. Sin embargo, se le había pasado por alto un cabo suelto.
Otto Burke.
Supongamos, llegados a este punto, que Jake tuviera razón. Supongamos que las revistas las habían enviado para vengarse o tal vez para satisfacer algún tipo de rabia irracional o mal dirigida. Quería decir que todo el que había recibido la revista estaba relacionado de una u otra manera con Kathy Culver.
Excepto Otto Burke.
¿Qué pintaba él ahí en medio? Otto ni siquiera había llegado a conocer a Kathy.
¿O sí la había conocido?
Myron salió de la interestatal 4 por Garden State Plaza Mall y tomó la interestatal 17 en dirección sur hasta llegar a la 3. Nueva Jersey, la tierra de las interestatales. Entró en las Meadowlands y aparcó cerca de las oficinas administrativas de los Titans. Encontró el despacho del director general y preguntó por Larry Hanson.
Le hicieron pasar casi de inmediato y Myron le contó a Larry rápidamente el motivo de su visita.
Larry Hanson se quedó mirándolo con cara inexpresiva. Tenía las manos cruzadas sobre la mesa de su despacho. El botón de la camisa le apretaba el cuello. Larry tendría unos cincuenta años, pero no había engordado. Tenía un aire al Sargento Rock de los cómics antiguos, algo que Myron había pensado más de una vez. Sólo le faltaba masticar un puro enorme.
El despacho estaba adornado con trofeos. Larry había sido nombrado dos veces MVP de la liga, había sido All-Pro en doce ocasiones y lo habían elegido para entrar en el Football Hall of Fame en la primera votación. Tenía en su despacho muchas de sus viejas fotos como jugador de fútbol, desde el instituto hasta la liga profesional, pasando por la liga universitaria, y tanto en blanco y negro como en color. Siempre con el pelo muy corto y la misma sonrisa forzada. En cada fotografía salía en una pose muy diferente, aunque casi siempre corriendo y con el brazo estirado.
Cuando Myron terminó de hablar, Larry se miró detenidamente las manos como si no las hubiera visto nunca antes.
– ¿Por qué me preguntas a mí? -dijo-. ¿Por qué no le preguntas a Otto Burke sobre la revista?
– Porque él no me dirá nada.
– ¿Y qué te hace pensar que yo sí?
– Porque tú no eres un gilipollas perdido.
Larry estuvo a punto de esbozar una sonrisa, pero se contuvo.
– Viniendo de ti, eso es decir mucho -contestó Larry.
Myron no dijo nada.
– ¿Es algo importante, no?
Myron asintió.
– Burke no recibió la revista por correo -dijo Larry apoyándose en el respaldo de la silla-. Se enteró a través de un investigador privado.
– ¿Otto mandó investigar a Christian? -preguntó Myron cambiando de postura.
– Un hombre de la intachable integridad moral de Otto Burke no se rebajaría nunca a ese nivel -respondió Larry en tono neutro.
– Tienes los dedos cruzados por debajo de la mesa -afirmó Myron.
– Esto no tiene que salir de aquí, ¿de acuerdo? -dijo Larry tras contener otra sonrisa.
– Te lo juro por lo que más quieras -le aseguró Myron.
– Burke tiene toda una división de seguridad -explicó Larry-. Hurgan en la vida de todo el que esté en nómina, incluido en la tuya. También tienen una red de informadores por todas partes. El credo es muy simple: si te enteras de los trapos sucios de alguien de los Titans, Burke te pagará muy bien por esa información. Así que uno de esos informadores se encontró con la revista.
– ¿Cómo?
– No lo sé. Tal vez le guste esa clase de revistas.
– ¿Sabes cómo se llama?
– Brian Sanford. Un verdadero cretino. Trabaja a las afueras de Atlantic City, en la ruta de los casinos. Espía a la gente que juega y esas cosas. Sólo con que uno de los Titans meta una moneda en una tragaperras, él avisa, sobre todo después de aquel asunto de Michael Jordán. A Burke le gusta estar informado, le da ventajas al negociar.
– Gracias, te lo agradezco -dijo Myron levantándose de la silla.
– Oye, Bolitar, esto no nos convierte en amiguetes ni nada; si volvemos a hablar yo te odio con toda mi alma, ¿entendido?
– Nos estamos poniendo tiernos, ¿eh, Larry? -dijo Myron.
– Todavía sigo pensando que eres un zurullo de perro -replicó Hanson apoyando los codos sobre la mesa y señalando a Myron con el dedo-. Y la próxima vez que te vea pienso demostrártelo.
– Venga, Larry -dijo Myron extendiendo los brazos-, ¿un abrazo?
– Listillo de mierda.
– ¿Eso quiere decir que no?
– Hazme un favor, Bolitar.
– Lo que quieras, ojazos.
– Apártate de mi puta vista.
Myron llamó a Brian Sanford por teléfono, pero le respondió un contestador. Myron dejó grabado que tenía un caso realmente gordo, uno que valdría diez mil dólares, y que iba a pasar por su despacho esa misma tarde a las siete. Brian Sanford acudiría sin pensárselo dos veces. Por diez mil dólares, Sanford dejaría que le pegaran un tiro a su madre en la barriga.
Myron llamó a su despacho.
– MB Representante Deportivo -dijo Esperanza.
– ¿Le has enseñado la foto a Lucy?
– Sí.
– ¿Y?
– Has dado con el comprador.
– ¿Lucy estaba totalmente segura? -preguntó Myron.
– Del todo.
– Gracias.
Colgó el teléfono. Tenía una hora de tiempo. Myron se dirigió a la oficina del médico forense del condado, el antiguo despacho del doctor Adam Culver. No era más que un presentimiento, pero valía la pena comprobarlo.
El despacho estaba en el interior de un edificio de ladrillo de una sola planta. Tenía el típico aspecto de institución pública y, tanto era así, que casi parecía una escuela primaria pequeña. El mobiliario se limitaba a unas cuantas sillas metálicas con acolchamiento muy fino, como si fueran de profesor de escuela. Las revistas de la sala de espera eran de antes del Watergate. El suelo de baldosas estaba desgastado y amarillento por el paso del tiempo, como la imagen del antes de un anuncio de Don Limpio. No había nada mínimamente decorativo.
– ¿Podría hablar con la doctora Li, por favor? -le dijo a la recepcionista.
– Ahora se lo pregunto -le contestó ésta.
Sally Li llevaba puesta una bata verde de hospital, pero no estaba manchada de sangre. Era china y tenía unos cuarenta años, aunque parecía más joven. Llevaba gafas bifocales y un paquete de cigarrillos metido en el bolsillo delantero. Cigarrillos en la bata de un médico. Era como llevar zapatos de bolera con esmoquin.
La doctora Li y Myron habían hablado un par de veces. Sally Li solía acudir a muchas de las celebraciones de los Culver, ya que había sido la mano derecha de Adam durante los últimos diez años. Myron la saludó con un beso en la mejilla.
– Jessica me ha contado que estabas investigando la muerte de Adam -le dijo sin más preámbulos.
– ¿Podemos hablar un momento? -le pidió Myron tras asentir con la cabeza.
– Claro -dijo Sally.
Lo acompañó a su despacho, que tenía el mismo aspecto característico de las instituciones públicas que el resto del edificio. No había objetos personales. Sólo montones de libros de patología, una mesa y una silla metálicas, una grabadora que seguramente utilizaba en las autopsias y los diplomas colgados en la pared. No estaba casada y no tenía hijos, así que no había ninguna foto sobre la mesa. Lo que sí había era un cenicero muy grande. Y lleno a rebosar.
Sally encendió un cigarrillo con una cerilla y preguntó:
– ¿Qué tal te va?
– Una médico forense fumando -dijo Myron-. Si es que…
– Mis pacientes nunca se quejan.
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