Estaba a punto de llegar a su coche cuando vio el cartel:
OFICINA DE CORREOS UNIVERSITARIA
Se detuvo y miró a su alrededor. No había nadie. Mmm, valía la pena intentarlo.
El interior de la oficina de correos estaba pintado con el típico color verde, del mismo tono que los lavabos de la escuela. Había un pasillo en forma de V recubierto de apartados de correos. Se oía una radio a lo lejos pero no lograba distinguir bien el tipo de música, sólo sabía que era un ritmo de bajo intenso y monótono.
Myron se acercó a la ventanilla de correos. Detrás había un chaval sentado con las piernas apoyadas en la mesa. La música procedía de sus orejas. Estaba escuchando la música con un walkman y con aquellos cascos tan pequeños que parecía tener enchufados directamente al cerebro. Tenía las Converse apoyadas sobre la mesa, la gorra de béisbol inclinada como un sombrero a la hora de la siesta. Un libro descansaba sobre el regazo, Operación Shylock, de Philip Roth.
– Buen libro -dijo Myron.
El chico no alzó la vista.
– ¡Buen libro! -repitió Myron pero esta vez gritando a pleno pulmón.
El chico se sacó los auriculares de las orejas y éstos emitieron un leve sonido oclusivo. Tenía la piel blanca y era pelirrojo. Era idéntico a Montgomery de la serie Fama.
– ¿Qué?
– He dicho que buen libro.
– ¿Lo ha leído?
– Y sin mover los labios -asintió Myron.
El chico se quedó de pie y Myron vio que era alto y desgarbado.
– ¿Juegas a baloncesto? -le preguntó Myron.
– Sí -respondió el chico-. Acabo de terminar el primer año de carrera. No he podido jugar mucho.
– Me llamo Myron Bolitar.
El chico lo quedó mirándolo sin comprender.
– Jugué en Duke -añadió.
El chico no hizo más que pestañear.
– No me pidas autógrafos, por favor.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso? -le preguntó el chaval.
– Me gradué hace diez años.
– Ah -repuso el chico como si eso lo explicara todo.
Myron hizo un rápido cálculo mental y dedujo que el chico tendría unos siete u ocho años cuando Myron ganó el título nacional. De repente se sintió muy viejo.
– Cuando yo jugaba usábamos cestas de melocotones.
– ¿Qué?
– Olvídalo. ¿Podría hacerte unas preguntas?
– Dígame -dijo el chaval tras encogerse de hombros.
– ¿Cuántas horas trabajas en la oficina de correos?
– En verano cinco días a la semana de nueve a cinco.
– ¿Siempre está tan tranquilo esto?
– En esta época del año sí. No hay estudiantes, así que casi no hay correo.
– ¿Clasificas tú mismo el correo?
– Pues claro.
– ¿Haces recogidas?
– ¿Recogidas?
– Del correo de la universidad.
– Sí, pero sólo hay ese buzón de la entrada.
– ¿Ése es el único buzón de toda la universidad?
– Pues sí.
– ¿Has recibido mucho correo de la universidad últimamente?
– Casi nada. Tres o cuatro cartas al día.
– ¿Conoces a Christian Steele?
– He oído hablar de él -dijo el chaval-. Como todo el mundo, ¿no?
– Hace unos días le llegó un sobre de papel manila grande. No llevaba sello postal, o sea que se lo tuvieron que enviar desde la universidad.
– Sí, ya me acuerdo. ¿Qué pasa?
– ¿Has visto quién lo envió? -inquirió Myron.
– No -contestó el chico-, pero fueron los únicos sobres que pasaron por aquí en todo el día.
– ¿Sobres? -dijo Myron ladeando la cabeza.
– ¿Qué?
– Has dicho «sobres». «Los únicos sobres que pasaron por aquí.»
– Sí, dos sobres grandes. Eran iguales menos por la dirección del destinatario.
– ¿Te acuerdas de a quién iba dirigido el otro?
– Y tanto -dijo el chaval-. A Harrison Gordon. Es el decano de alumnos de la universidad.
Nancy Serat dejó caer la maleta al suelo y rebobinó la cinta del contestador. Ésta chirrió unos instantes hasta llegar al principio. Había pasado el fin de semana en Cancún, las últimas vacaciones antes de empezar la beca de investigación en la Universidad de Reston, su antigua universidad.
El primer mensaje era de su madre.
– «No quiero molestarte mientras estás de vacaciones, cariño, pero he pensado que te interesaría saber que el padre de Kathy Culver murió ayer. Un atracador le clavó un cuchillo. Es terrible. Bueno, he pensado que querrías saberlo. Llámanos cuando vuelvas. Tu padre y yo queremos invitarte a comer a un restaurante por tu cumpleaños.»
A Nancy le temblaron las piernas. Se derrumbó sobre la silla y apenas logró oír los dos siguientes mensajes: uno del dentista, en el que le recordaba la higiene dental del viernes, y el otro de una amiga que la invitaba a una fiesta.
Adam Culver había muerto. No se lo podía creer. Su madre había dicho que había sido un atraco. Nancy dudó. ¿Habría sido casualidad? ¿O tendría algo que ver con el hecho de que él hubiera ido a verla…?
Calculó los días.
El padre de Kathy la había visitado el mismo día de su muerte.
La voz del contestador la hizo volver de golpe al presente.
– Hola, Nancy. Soy Jessica Culver, la hermana de Kathy. Cuando vuelvas llámame, por favor. Necesito hablar contigo lo antes posible. Estoy en casa de mi madre. El número es el 555-1477. Es muy importante. Gracias.
De repente Nancy sintió frío. Escuchó el resto de mensajes y luego se sentó y se quedó inmóvil durante varios minutos, pensando en lo que podía hacer. Kathy estaba muerta, o al menos eso creía todo el mundo. Y ahora su padre, horas después de haber hablado con Nancy, también había muerto.
¿Qué significaba todo aquello?
Permaneció inmóvil hasta que el único sonido que llenaba la habitación fue su propia respiración entrecortada. Después descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de Jessica.
La oficina del decano estaba cerrada, así que Myron fue a su casa. Era una antigua vivienda de estilo Victoriano con tejas de cedro situada en el extremo occidental del campus. Llamó al timbre y le abrió la puerta una mujer muy atractiva.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -dijo sonriendo con interés.
Llevaba puesto un vestido de color crema hecho a medida. No era joven, pero conservaba una elegancia y un sex appeal que hicieron que a Myron se le secara la garganta. A Myron le entraron ganas de quitarse el sombrero ante una mujer como aquélla pero, como no llevaba, no lo hizo.
– Buenas tardes -dijo Myron-. Querría ver al decano de alumnos, el señor Gordon. Me llamo Myron Bolitar y…
– ¿El jugador de baloncesto? -le interrumpió la mujer-. Y tanto. Debería haberle reconocido al momento.
Elegancia, hermosura, sex appeal y ahora, encima, buenos conocimientos de baloncesto.
– Me acuerdo de verle jugar en la NCAA -prosiguió-. Le animé hasta el final.
– Gracias…
– Cuando se lesionó -dijo negando con la cabeza y con aquel cuello de Audrey Hepburn-, lloré. Tuve la sensación de que una parte de mí también se había lesionado.
Elegancia, hermosura, sex appeal, buenos conocimientos de baloncesto y, encima, sensibilidad. Por si fuera poco, también tenía las piernas largas y unas buenas curvas. En conjunto, todo muy bonito.
– Muy amable por su parte, gracias.
– Es un placer conocerle, Myron.
Incluso su nombre sonaba bien viniendo de aquellos labios.
– Y usted debe de ser la esposa del decano. La encantadora decana.
La mujer se rió ante aquella imitación de Woody Allen.
– Sí, me llamo Madelaine Gordon. Y no, mi marido no está en casa en este momento.
– ¿Sabe si va a llegar pronto?
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