Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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– ¿A quién van a trincar? ¿A quién? Todos son niños ricos, menores, todos pueden permitirse grandes abogados, ¿y qué han hecho exactamente? Robar fármacos recetados legalmente a sus padres. ¿A quién le importa? ¿Se da cuenta de lo fácil que es ganar este dinero?

– Supongo.

– ¿Supone, doctor Baye? Vamos, esto no es broma. No supone nada. Lo sabe. Es casi perfecto. Ya sabemos cómo funciona. No queremos trincar a un puñado de adolescentes que quieren colocarse. Queremos al pez gordo. Pero si el pez gordo fuera listo, ella, pongamos que es ella, para que no nos acusen de sexismo, ¿de acuerdo?, dejaría que los menores manejaran las drogas en su nombre. Chiquillos góticos bobos, que tendrían que avanzar un paso en la cadena alimentaria para ser considerados perdedores, por ejemplo. Se sentirían importantes, si ella fuera una delincuente superguapa, seguramente podría hacerles hacer lo que quisiera, me entiende, ¿verdad?

– Claro -dijo Mike-. Usted cree que esto es lo que está haciendo Rosemary McDevitt en el Club Jaguar. Tiene su club y a todos esos menores que van allí legalmente. A cierto nivel, tiene sentido.

– ¿Y a otro nivel?

– ¿Una mujer cuyo propio hermano murió por sobredosis de drogas está traficando con pastillas?

LeCrue sonrió divertido.

– Veo que le ha contado esa historia lacrimógena. La del hermano que no tenía vía de escape y salía demasiado de marcha y murió.

– ¿No es cierta?

– Un invento absoluto, que nosotros sepamos. Dice que es de un lugar llamado Breman, en Indiana, pero hemos echado un vistazo. En aquella zona no ha habido ningún caso como el que ella describe.

Mike no dijo nada.

Scott Duncan levantó la mirada de sus notas.

– Pero está como un tren.

– Eso sin duda -convino LeCrue-. Una auténtica preciosidad.

– Los hombres se ponen tontos con una mujer tan espectacular.

– Ya lo creo, Scott. Así es como ella actúa. A los tíos los pilla por el lado sexual. Aunque no me importaría ser ese tío una temporadita, ¿verdad, doctor?

– Lo siento, yo no.

– ¿Es gay?

Mike intentó no poner cara de desesperación.

– Sí, eso, soy gay. ¿Podemos seguir?

– Utiliza a los hombres, doctor. No sólo a chicos bobos. A hombres hechos y derechos. A hombres mayores.

Paró y esperó. Mike miró a Duncan y después otra vez a LeCrue.

– ¿Ésta es la parte en que me quedo sin aliento y de repente me doy cuenta de que están hablando de mí?

– ¿Por qué habríamos de pensar algo así?

– Seguro que está a punto de decírmelo.

– Al fin y al cabo… -LeCrue abrió las manos como un estudiante de teatro de primer curso- acaba de decir que no la había visto nunca hasta hoy. ¿Me equivoco?

– No se equivoca.

– Y le creemos. Le preguntaré otra cosa. ¿Cómo le va el trabajo? En el hospital, me refiero.

Mike suspiró.

– Finjamos que me descoloca su súbito cambio de tema. Mire, no sé qué cree que he hecho. Doy por hecho que tiene algo que ver con ese Club Jaguar, no porque haya hecho algo, sino porque tendría que ser idiota para no pensarlo. Normalmente, esperaría a que llegara mi abogado o al menos mi esposa, que es abogada. Pero como he repetido varias veces, mi hijo ha desaparecido. Así que dejémonos de tonterías. Díganme qué quieren saber para que pueda seguir buscándolo.

LeCrue arqueó una ceja.

– Me conmueve cuando un sospechoso se pone tan honorable. ¿Te conmueve, Scott?

– Los pezones -dijo Scott con un asentimiento de cabeza-. Se me están poniendo duros.

– Antes de que nos pongamos empalagosos, tengo que hacerle unas preguntas más y acabamos. ¿Tiene algún paciente llamado William Brannum?

Mike se preguntó de nuevo qué debía hacer y de nuevo se decidió por colaborar.

– Que yo recuerde, no.

– ¿No recuerda el nombre de todos sus pacientes?

– Ese nombre no me suena, pero puede que lo trate mi colega o algo así.

– ¿Se refiere a Ilene Goldfarb?

Lo sabían todo, pensó Mike.

– Sí, a ella.

– Le hemos preguntado. No lo recuerda.

Mike no soltó la interrogación obvia: «¿Han hablado con ella?». Intentó mantener la calma. Ya habían hablado con Ilene. ¿Qué cono estaba pasando?

LeCrue volvió a sonreír.

– ¿Está a punto para pasar al siguiente paso del emprendedor, doctor Baye?

– Claro.

– Bien. Le enseñaré algo.

Se volvió hacia Duncan, quien le entregó un sobre. LeCrue se metió el cigarrillo apagado en la boca, y cogió el sobre con unos dedos manchados de nicotina. Sacó una hoja de papel y la deslizó sobre la mesa hacia Mike.

– ¿Le suena?

Mike miró la hoja de papel. Era una fotocopia de una receta. Arriba estaba impreso su nombre y el de Ilene. Tenía su dirección del New York Presbyterian y su número de colegiado. Una receta de OxyContín expedida para William Brannum.

Estaba firmada por el doctor Michael Baye.

– ¿Le suena?

Mike se obligó a seguir callado.

– Porque la doctora Goldfarb dice que no es suya y que no conoce al paciente.

Sacó otra hoja. Otra receta. Esta vez de Xanax. También firmada por el doctor Michael Baye. Y otra.

– ¿Alguno de estos nombres le suenan?

Mike no dijo nada.

– Ah, ésta es interesante. ¿Quiere saber por qué?

Mike le miró.

– Porque está a nombre de Carson Bledsoe. ¿Sabe quién es?

Mike pensó que quizá sí, pero dijo:

– ¿Debería saberlo?

– Es el nombre del chico de la nariz rota al que estaba empujando cuando le hemos recogido.

El siguiente paso del emprendedor, pensó Mike. Poner las garras sobre el hijo de un médico. Robar recetarios y extender tú mismo las recetas.

– En el mejor de los casos, si todo está a su favor y los dioses le sonríen, sólo perderá la licencia y no volverá a ejercer. Es su mejor escenario. No volverá a trabajar de médico.

Mike supo que debía callar.

– Mire, llevamos mucho tiempo trabajando en este caso. Hemos vigilado el Club Jaguar. Sabemos lo que pasa. Podríamos arrestar a un puñado de niños ricos, pero si no cortamos la cabeza, ¿de qué nos sirve? Anoche nos dieron un soplo de una gran reunión. Es el problema de este paso concreto del emprendedor: necesitas intermediarios. El crimen organizado empieza a meter las narices en serio en este mercado. Pueden sacar tanto con el OxyContín como con la cocaína, quizá más. Y nosotros vigilamos. Entonces, anoche, las cosas se empezaron a torcer. Nuestro médico fichado, usted, se presenta. Le agreden. Y hoy vuelve a presentarse y monta un escándalo. Nuestro temor, de la DEA y de la oficina del fiscal, es que el montaje del Club Jaguar arríe velas y nos quedemos sin nada. Así que necesitamos actuar ahora.

– No tengo nada que decir.

– Por supuesto que sí.

– Esperaré a mi abogado.

– No quiere hacerlo así porque nosotros no creemos que haya extendido usted las recetas. Mire, también tenemos algunas recetas de las que ha extendido legalmente. Hemos comparado la letra. No es suya. Esto significa que o bien le dio el talonario de recetas a otro, un delito grave, o bien que alguien se lo robó.

– No tengo nada que decir.

– No puede protegerlo. Todos creen que pueden. Los padres siempre lo intentan. Pero no funciona. Todos los médicos que conozco tienen talonarios de recetas en casa. Por si necesitan extender alguna cuando están allí. Es fácil robar medicamentos del botiquín. Más fácil aún debe de ser robar talonarios.

Mike se puso de pie.

– Me marcho.

– Ni hablar. Su hijo es uno de esos niños ricos de los que hablábamos, pero esto le cualifica para una gran condena. Se le puede acusar de conspiración y distribución de narcóticos de categoría dos. Es una condena larga, un máximo de veinte años en una cárcel federal. Pero no queremos a su hijo. Queremos a Rosemary McDevitt. Podemos hacer un trato.

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