Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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Susan Loriman tomó otro sorbo de té. Ilene pensó en Herschel y en que ya no les quedaba nada. Se preguntó si Herschel tendría una aventura, quizá con la bonita recepcionista nueva que estaba divorciada y le reía todas las gracias, y decidió que probablemente la respuesta era que sí.

¿Qué nos queda, Ilene…?

Un hombre que formula esta pregunta hace tiempo que se ha dado de baja del matrimonio. Ilene sencillamente no se había dado cuenta a tiempo de que él ya se había ido.

– No lo comprende -dijo Susan Loriman.

– No sé si es necesario que lo comprenda. No quiere que lo sepa. Lo entiendo. Entiendo que Dante sufrirá. Entiendo que su familia sufrirá. Así que ahórremelo. De verdad que no tengo tiempo. Podría sermonearla sobre que quizá esto podría haberle pasado por la cabeza nueve meses antes de que Lucas naciera, pero es el fin de semana, es mi tiempo, y tengo mis propios problemas. Además, hablando con sinceridad, sus carencias morales no me incumben, señora Loriman. Me incumbe la salud de su hijo. Punto, final de la historia. Si hacer sufrir a su matrimonio le cura, yo misma firmaré sus documentos de divorcio. ¿Estoy siendo bastante clara?

– Está siendo clara.

Susan bajó los ojos. Recato: era una palabra que Ilene había oído pero que nunca había entendido bien. Pero era precisamente lo que veía ahora. ¿Cuántos hombres caerían a sus pies…, cuántos habrían caído, ante esta actitud?

Era una tontería convertirlo en algo personal. Ilene respiró hondo, intentó dejar a un lado su propia situación: su repugnancia por el adulterio, sus miedos al futuro sin el hombre al que había elegido para compartir su vida, su inquietud por la consulta y las preguntas que habían formulado los agentes federales.

– Pero tampoco me parece imprescindible que lo sepa -dijo Ilene.

Susan la miró y su cara expresó algo parecido a la esperanza.

– Podemos hablar discretamente con el padre biológico -dijo Ilene-. Podemos pedirle que se haga un análisis de sangre.

La esperanza se esfumó.

– No puede hacerlo.

– ¿Por qué no?

– No puede.

– Vamos, Susan, es la única posibilidad. -Su tono era brusco-. Intento ayudarla, pero de una forma u otra no he venido a escuchar lo maravilloso que es Dante como padre. Me importa su dinámica familiar, pero sólo hasta cierto punto. Soy la doctora de su hijo, no su loquero o su pastor. Si busca comprensión o salvación, no soy la indicada. ¿Quién es el padre?

Susan cerró los ojos.

– No lo entiende.

– Si no me da un nombre, se lo diré a su marido.

Ilene no había planeado decir esto, pero la ira la había dominado.

– Está poniendo su indiscreción por delante de la salud de su hijo. Es patético. Y no lo permitiré.

– Por favor.

– ¿Quién es el padre, Susan?

Susan Loriman apartó la mirada y se mordió el labio inferior.

– ¿Quién es el padre?

Finalmente ella respondió:

– No lo sé.

Ilene Goldfarb parpadeó. La respuesta planeó entre ellas como un golfo que Ilene no estaba segura de cómo cruzar.

– Ya.

– No, ya no.

– Tuvo más de un amante. Sé que es violento o como quiera llamarlo. Pero los localizaremos a todos.

– No tuve más de un amante. No tuve a ningún amante.

Ilene esperó, insegura por lo que vendría a continuación.

– Me violaron.

28

Mike estaba en la sala de interrogatorios intentando mantener la calma. En la pared de enfrente, había un gran espejo rectangular que Mike dio por hecho que era falso. Las otras paredes estaban pintadas de un color verde de baño de escuela. El suelo era de linóleo gris.

En la habitación había dos hombres con él. Uno en un rincón, casi como un niño castigado. Tenía un bolígrafo y una carpeta y la cabeza gacha. El otro -el agente que les había mostrado la placa y el arma frente al Club Jaguar- era negro y llevaba un pendiente de diamante en la oreja izquierda. Paseaba arriba y abajo, y llevaba un cigarrillo apagado en la mano.

– Soy el agente especial Darryl LeCrue -dijo el paseante-. Él es Scott Duncan, el enlace entre la DEA y la oficina del fiscal de los Estados Unidos. ¿Le han leído sus derechos?

– Sí.

LeCrue asintió.

– ¿Está dispuesto a hablar con nosotros?

– Lo estoy.

– Firme la renuncia que está encima de la mesa, por favor.

Mike la firmó. En circunstancias normales no la habría firmado. Sabía que no le convenía. Mo llamaría a Tia. Ella vendría en calidad de abogado o le conseguiría a otro. Debería estar callado hasta que llegara. Pero todo aquello le importaba un comino en ese momento.

LeCrue siguió paseando.

– ¿Sabe de qué va esto? -preguntó.

– No -dijo Mike.

– ¿No tiene ni idea?

– Ni idea.

– ¿Qué estaba haciendo hoy en el Club Jaguar?

– ¿Por qué me seguían?

– ¿Doctor Baye?

– Sí.

– Fumo. ¿Lo sabía?

La pregunta desconcertó a Mike.

– Veo el cigarrillo.

– ¿Está encendido?

– No.

– ¿Cree que eso me complace?

– No sabría decirle.

– A eso me refería. Yo solía fumar en esta sala. No porque quisiera intimidar a los sospechosos o lanzarles el humo a la cara, aunque a veces lo hiciera. No, la razón de que fumara era que me gustaba. Me relajaba. Ahora que han aprobado todas esas leyes nuevas, no se me permite fumar. ¿Entiende lo que le digo?

– Supongo.

– En resumidas cuentas, la ley no permite que me relaje. Eso me fastidia. Necesito fumar. Así que, aquí dentro, estoy crispado. Sujeto este cigarrillo y me muero de ganas de fumarlo. Pero no puedo. Es como acompañar un caballo al agua y no permitirle beber. No quiero que me compadezca, pero necesito que comprenda qué me pasa porque ya me está cabreando. -Golpeó la mesa con la mano abierta, pero mantuvo un tono controlado-. No responderé a sus preguntas. Usted responderá a las mías. ¿Estamos?

– Quizá debería esperar a mi abogada -dijo Mike.

– Estupendo. -Se volvió a mirar al rincón de Duncan-. Scott, ¿tenemos suficiente para arrestarlo?

– Sí.

– Excelente. Arrestémosle. Fíchalo este fin de semana. ¿Cuándo crees que tendrá la vista de la fianza?

Duncan se encogió de hombros.

– Pasarán horas. Puede que deba esperar hasta mañana.

Mike intentó que no se le reflejara el pánico en la cara.

– ¿De qué se me acusa?

LeCrue se encogió de hombros.

– Ya se nos ocurrirá algo, ¿no, Scott?

– Sin duda.

– Usted decide, doctor Baye. Antes parecía tener prisa por salir. Por qué no empezamos de nuevo a ver si lo hacemos mejor. ¿Qué estaba haciendo en el Club Jaguar?

Mike podía seguir discutiendo, pero le pareció poco conveniente. Como esperar a Tia. Quería salir de allí. Tenía que encontrar a Adam.

– Estaba buscando a mi hijo.

Esperaba que LeCrue siguiera a partir de aquí, pero sólo asintió con la cabeza y dijo:

– Estaba a punto de liarse a puñetazos, ¿no?

– Sí.

– ¿Le iba a ayudar eso a encontrar a su hijo?

– Yo esperaba que sí.

– Explíquese.

– Anoche estuve en el barrio -empezó Mike.

– Sí, lo sabemos.

Mike paró.

– ¿Ya me seguían entonces?

LeCrue sonrió, levantó el cigarrillo a modo de recordatorio y arqueó una ceja.

– Háblenos de su hijo -dijo LeCrue.

Se encendieron todas las alarmas. A Mike no le gustó aquello. No le gustaron las amenazas, ni que le siguieran, ni nada de nada, pero no le gustó especialmente que LeCrue le preguntara por su hijo. Y una vez más, ¿qué alternativa tenía?

– Ha desaparecido. Creí que podía estar en el Club Jaguar.

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