Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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Tia meneó la cabeza. Seguían en el cajón.

Había bolígrafos y lápices, y su aparato de mantenimiento de ortodoncia (Tia siempre le estaba persiguiendo para que se lo pusiera), pins de coleccionista de un viaje a Disney World de hacía cuatro años, resguardos viejos de entradas de una docena de partidos de los Rangers. Recogió los resguardos y recordó la mezcla de alegría y concentración en la cara de su hijo cuando veía jugar al hockey. Recordaba cómo Adam y su padre lo celebraban cuando los Rangers puntuaban, levantándose y chocando las manos y cantando una tonta canción, que básicamente consistía en decir «oh, oh, oh» y aplaudir.

Se echó a llorar.

Tienes que ser fuerte, Tia.

Miró el ordenador. Éste era ahora el mundo de Adam. La habitación de adolescente giraba en torno a su ordenador. En aquella pantalla, Adam jugaba a la última versión de Halo en línea. Hablaba tanto con desconocidos como con amigos en los chats. Conversaba con compañeros reales y cibernéticos en Facebook y MySpace. Jugaba de vez en cuando al póquer, pero le parecía aburrido y esto complacía a Mike y a Tia. Tuvo temporadas de YouTube y tráileres de películas y vídeos de música, y, claro, material picante. Había otros juegos de aventuras o simuladores de realidad o como se llame cuando una persona se sumergía de la misma forma que Tia se sumergía en un libro, y era muy difícil saber si esto era bueno o malo.

Todo el asunto del sexo actual la volvía loca. Quieres hacerlo bien y controlar el flujo de información que les llega a tus hijos, pero eso era imposible. Ponías la radio por la mañana y las bromas siempre trataban de tetas, infidelidades y orgasmos. Abrías una revista o ponías la tele y decir que estaba todo lleno de tías buenas estaría pasado de moda. ¿Cómo lo enfocas? ¿Le dices a tu hijo que está mal? ¿Y qué es lo que está mal exactamente?

No era raro que la gente encontrara consuelo en respuestas en blanco y negro como la abstinencia, pero vaya, eso no funciona y no quieres dar la impresión de que el sexo está mal o es algo perverso o que es tabú; y, sin embargo, no quieres que lo practiquen. Quieres decirle que está bien y es sano, pero es mejor que no lo hagan. ¿Cómo se supone que debe comportarse un padre exactamente? Curiosamente, todos queremos que nuestros hijos compartan nuestro punto de vista, como si el nuestro, a pesar de los fallos de nuestros padres, fuera el mejor y el más sano. Pero ¿por qué? ¿Nos educaron correctamente o de alguna manera encontramos el equilibrio por nosotros mismos? ¿Lo encontrarán ellos?

– Eh, mamá.

Jill estaba en la puerta. Miró a su madre con expresión desconcertada, sorprendida. Por ver a su madre en la habitación de Adam, supuso Tia. Hubo un silencio. Duró un segundo, no más, pero Tia sintió una ráfaga fría en el pecho.

– Hola, mi vida.

Jill tenía la BlackBerry de Tia en la mano.

– ¿Puedo jugar a BrickBreaker?

Le encantaba jugar con la BlackBerry de su madre. Normalmente Tia aprovecharía para regañarla por no haber pedido permiso antes de coger su teléfono. Como casi todos los niños, Jill lo hacía continuamente. Utilizaba la BlackBerry o tomaba prestado el iPod de Tia o utilizaba el ordenador del dormitorio porque el suyo no era bastante potente o dejaba el teléfono inalámbrico en su habitación y Tia no lo encontraba por ninguna parte.

Pero este momento no parecía adecuado para soltar el discurso sobre responsabilidad.

– Claro. Pero si oyes sonar algo, tráemelo enseguida, por favor.

– De acuerdo. -Jill miró la habitación-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Estoy echando un vistazo.

– ¿Para qué?

– No lo sé. Por si encuentro una pista de dónde puede estar tu hermano.

– Estará bien, ¿no?

– Por supuesto, no quiero que te preocupes. -Después recordó que la vida no se detenía y que deseaba cierta sensación de normalidad, y preguntó-: ¿Tienes deberes?

– Ya los he hecho.

– Bien. ¿Todo lo demás está bien?

Jill se encogió de hombros.

– ¿Quieres comentarme algo?

– No, no pasa nada, pero me preocupa Adam.

– Lo sé, mi vida. ¿Cómo va la escuela?

Otro encogimiento de hombros. Una pregunta tonta. Tia había hecho esa pregunta a sus dos hijos varios miles de veces en su vida y nunca, ni una sola vez, había obtenido una respuesta que no fuera un encogimiento de hombros o un «bien» o «normal» o «como siempre».

Tia salió de la habitación de su hijo. Allí no había nada. Las páginas impresas del informe de E-SpyRight la esperaban. Cerró la puerta y las repasó. Los amigos de Adam, Clark y Olivia, le habían mandado por la mañana unos mensajes bastante crípticos. Ambos querían saber dónde estaba y comentaban que los padres de Adam habían llamado preguntando por él.

No había ningún mensaje de DJ Huff.

Mmm… DJ y Adam hablaban a menudo. De repente ningún mensaje, como si él supiera que Adam no estaría para responderle.

Llamaron suavemente a la puerta.

– ¿Mamá?

– Puedes abrir.

Jill giró el pomo.

– Se me había olvidado. Han llamado de la consulta del doctor Forte. Tengo hora con el dentista el martes.

– De acuerdo, gracias.

– ¿Por qué tengo que ir al doctor Forte? Acaban de hacerme una limpieza.

Lo cotidiano. De nuevo fue bien recibido por Tia.

– Puede que pronto tengan que ponerte aparatos.

– ¿Ya?

– Sí. Adam fue a tu… -calló.

– ¿Mi qué?

Tia se volvió hacia el informe actual de E-SpyRight, pero no le servía. Necesitaba el del correo original, el de la fiesta en casa de los Huff.

– ¿Mamá? ¿Qué pasa?

Tia y Mike habían hecho desaparecer los informes antiguos en la destructora, pero ella había guardado el correo para enseñárselo a Mike. ¿Dónde estaba? Miró al lado de la cama. Montones de papeles. Empezó a buscar.

– ¿Puedo ayudarte? -preguntó Jill-No, cariño, gracias.

Allí no. Tia se incorporó. Daba igual.

Volvió a conectarse. Tenía la página de E-SpyRight en sus favoritos. Entró y clicó sobre los archivos. Encontró la fecha deseada y pidió el informe antiguo.

No era necesario imprimirlo otra vez. Cuando apareció en pantalla, Tia lo repasó buscando el correo de la fiesta en casa de los Huff. No se fijó en el mensaje en sí -en lo de que los Huff no estaban en casa, la fiesta y colocarse-, pero ahora que lo pensaba, ¿qué había pasado con todo eso? Mike había estado allí y no sólo no había fiesta, sino que Daniel Huff estaba en casa.

¿Habían cambiado de planes los Huff?

Pero aquello no era lo importante ahora mismo. Tia movió el cursor por encima para comprobar lo que para muchos sería lo menos relevante.

La hora y la fecha.

El E-SpyRight no sólo te decía la hora y la fecha en que se había mandado el correo, sino la hora y la fecha en que Adam lo había abierto.

– Mamá, ¿qué pasa?

– Sólo un momento, cariño.

Tia cogió el teléfono y llamó a la consulta del doctor Forte. Era sábado, pero sabía que, con todas las actividades extraescolares de los críos, los dentistas de la zona a menudo trabajaban en fin de semana. Miró el reloj y escuchó el tercer timbre y luego el cuarto. En el quinto se desanimó sin remedio antes de oír la voz salvadora:

– Consulta del doctor Forte.

– Hola, buenos días, soy Tia Baye, la madre de Adam y Jill.

– Sí, señora Baye, ¿qué puedo hacer por usted?

Tia intentó recordar el nombre de la recepcionista de Forte. Llevaba años allí, conocía a todo el mundo, de hecho gestionaba la consulta. Era la guardiana. Se acordó.

– ¿Eres Caroline?

– Sí.

– Hola, Caroline. Mira, te parecerá rara mi pregunta, pero necesito que me hagas un favor.

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