Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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La chica se levantó y sonrió ofreciéndole la mano.

– Bienvenido.

Mike le estrechó la mano.

– ¿En qué puedo ayudarle?

– Me llamo Mike Baye.

– Hola, Mike.

– Sí, hola. Estoy buscando a mi hijo.

Se mantuvo cerca de ella. Mike medía metro ochenta y le llevaba más de quince centímetros a aquella mujer. Rosemary McDevitt miró la fotografía de Adam. Su expresión no delató nada.

– ¿Le conoce? -preguntó Mike.

– Sabe que no puedo responderle a eso.

Intentó devolverle la foto, pero Mike no la cogió. Las tácticas agresivas no le habían servido de mucho, o sea que se contuvo y respiró hondo.

– No le estoy pidiendo que traicione la confianza de nadie.

– Bueno, Mike, sí me lo está pidiendo. -Le sonrió amablemente-. Esto es precisamente lo que me está pidiendo.

– Sólo intento encontrar a mi hijo. Nada más.

Ella abrió los brazos.

– ¿Esto le parece una oficina de objetos perdidos?

– Ha desaparecido.

– Este local es un santuario, Mike, ¿me comprende? Los chicos vienen aquí para escapar de sus padres.

– Me preocupa que esté en peligro. Se marchó sin decir nada a nadie. Vino aquí anoche.

– Vale, vale… -Levantó una mano para indicarle que parara.

– ¿Qué?

– Vino aquí anoche. ¿Es esto lo que dice, Mike?

– Sí.

La mujer entornó los ojos.

– ¿Cómo lo sabe, Mike?

El uso constante de su nombre era irritante.

– ¿Disculpe?

– ¿Cómo sabe que su hijo vino aquí?

– Esto no es importante.

Ella sonrió y retrocedió un paso.

– Por supuesto que sí.

Mike necesitaba cambiar de tema. Echó un vistazo a la habitación.

– ¿Qué se hace en este local?

– Somos una especie de híbrido. -Rosemary le miró como dando a entender que sabía qué intentaba con aquella pregunta-. Un centro para adolescentes pero con un toque moderno.

– ¿En qué sentido?

– ¿Recuerda aquellos programas de baloncesto de medianoche?

– ¿Los de los noventa? ¿Para apartar a los chicos de la calle por la noche?

– Ésos. No me meteré en si funcionaron o no, pero la cuestión es que los programas estaban dirigidos a los pobres, a los chicos de la ciudad, y para algunos tenían una orientación claramente racista. ¿Baloncesto y en plena ciudad?

– ¿Y ustedes son diferentes?

– En primer lugar, no nos dirigimos estrictamente a los chicos pobres. Esto puede sonar a derecha, pero no creo que nosotros seamos los mejores para ayudar a adolescentes afroamericanos o de ciudad. Deben hacerlo dentro de sus comunidades. Y, a la larga, no creo que se puedan eliminar las tentaciones con estas cosas. Ellos deben ver que su salida no está en las armas o en las drogas y dudo que un partido de baloncesto sirva para eso.

Entró un grupo de chicos-hombres, todos ataviados con accesorios negros góticos y artículos de la familia de las cadenas y tachuelas. De los pantalones colgaban enormes esposas y los zapatos no estaban a la vista.

– Eh, Rosemary.

– Ey, chicos.

Siguieron caminando. Rosemary volvió a mirar a Mike.

– ¿Dónde vive?

– En Nueva Jersey.

– En un barrio residencial, ¿no?

– Sí.

– ¿Los adolescentes de su pueblo cómo se meten en líos?

– No lo sé. Con drogas, alcohol.

– Así es. Quieren marcha. Creen que están aburridos, y quizá lo están, ¿quién sabe? Y quieren salir y colocarse e ir a clubes y flirtear y todo ese rollo. No quieren jugar a baloncesto. Y esto es lo que hacemos aquí.

– ¿Colocarlos?

– No como usted cree. Venga, se lo enseñaré.

La chica se puso a caminar por el brillante pasillo amarillo. Mike caminó a su lado. Ella mantenía los hombros hacia atrás y la cabeza alta. Tenía la llave en la mano. Abrió una puerta y bajó una escalera. Mike la siguió.

Era un club nocturno o una disco o como se le llame hoy a ese lugar. Tenía bancos con cojines y mesas redondas con luz debajo y taburetes bajos. Había un cubículo para el DJ y el suelo era de madera, no había bola de espejitos, pero sí un montón de luces de colores que giraban siguiendo una pauta. Las palabras club jaguar estaban pintadas al estilo grafiti en la pared del fondo.

– Esto es lo que quieren los adolescentes -dijo Rosemary McDevitt-. Un lugar donde desmadrarse. Para estar con los amigos y pasarlo bien. No servimos alcohol, pero servimos copas que parecen de alcohol. Tenemos camareros y camareras guapos. Hacemos lo que hacen los mejores clubes. Pero la clave es que los mantenemos a salvo. ¿Lo comprende? Chicos como su hijo intentan conseguir carnés falsos. Quieren comprar drogas o buscan maneras de conseguir alcohol aunque sean menores. Nosotros intentamos impedirlo canalizando su energía de forma más saludable.

– ¿Con este sitio?

– En parte. También ofrecemos asesoramiento, si lo necesitan. Ofrecemos clubes de lectura y grupos de terapia y tenemos una sala con Xbox y PlayStation 3 y todas las cosas que usted asociaría a un centro para adolescentes. Pero este lugar es la clave. Este lugar es lo que nos hace enrollados, y perdone la jerga adolescente.

– Se rumorea que sirven alcohol.

– Se equivocan. Los rumores suele propagarlos la competencia porque pierde clientes por culpa nuestra.

Mike no dijo nada.

– Mire, pongamos que su hijo vino a la ciudad de marcha. Podía ir a la Tercera Avenida y comprar cocaína en un callejón. El tío que está sentado en el escalón a cincuenta metros de aquí vende heroína. Sea lo que sea, los chicos lo compran. O se cuelan en un club donde acaban colocados o peor. Aquí los protegemos. Pueden desmadrarse de forma segura.

– ¿También dejan entrar a chicos de la calle?

– No los rechazaríamos, pero existen otras organizaciones mejor preparadas para ellos. No intentamos cambiar la vida de nadie porque sinceramente no creo que sea posible. Un chico de una familia rota desviado del buen camino necesita algo más de lo que nosotros ofrecemos. Nuestro objetivo es impedir que chicos básicamente buenos se desvíen del buen camino. Es casi el problema contrario: hoy los padres están demasiado encima de sus hijos. Están encima de ellos las veinticuatro horas. Los chicos no tienen espacio para rebelarse.

Era un argumento que él había planteado muchas veces a Tia. Estamos demasiado encima de ellos. Mike solía caminar solo por la calle. Los sábados jugaba en el parque Branch Crook todo el día y no volvía a casa hasta tarde. Sus hijos no podían cruzar la calle sin que él o Tia vigilaran atentamente, temerosos de… ¿exactamente de qué?

– ¿Y les dan ese espacio?

– Así es.

Mike asintió.

– ¿Quién dirige esto?

– Yo. Lo creé yo hace tres años después de que mi hermano muriera por sobredosis. Greg era un buen chaval. Tenía dieciséis años. No practicaba deportes y, por lo tanto, no era muy popular. Nuestros padres y la sociedad en general fueron demasiado consoladores. Quizá era la segunda vez que consumía.

– Lo lamento.

Ella se encogió de hombros y fue hacia la escalera. Él la siguió en silencio.

– ¿Señora McDevitt?

– Rosemary -dijo ella.

– Rosemary. No quiero que mi hijo se convierta en otra estadística. Anoche vino aquí. Ahora no sé dónde está.

– No puedo ayudarle.

– ¿Le ha visto otras veces?

Seguía dándole la espalda.

– Tengo una misión mayor aquí, Mike.

– ¿Y mi hijo es prescindible?

– No es lo que he dicho. Pero no hablamos con los padres. Jamás. Este lugar es para adolescentes. Si se supiera…

– No se lo diré a nadie.

– Forma parte de nuestra declaración de principios.

– ¿Y si Adam estuviera en peligro?

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