Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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– ¿Esto qué es? -preguntó.

– iPods.

– Eso ya lo veo. ¿Pero para qué son?

La mirada de Paul no se apartaba de Cordova.

– Ojalá fuera él.

– ¿Cordova? No fue él.

– Lo sé. Puede sentirse el dolor que transpira.

Silencio.

– Los iPods son para las damas de honor -dijo Cope.

– Qué bonito.

– Quizá podría hablar con él.

– ¿Con Cordova?

Cope asintió.

– Estaría bien -dijo ella.

– A Lucy le chiflan las canciones tristes -dijo Cope-. Ya lo sabes, ¿no?

Aunque fuera dama de honor, Muse no conocía a Lucy desde hacía mucho ni, en muchos sentidos, la conocía bien. De todos modos asintió, pero Cope seguía mirando la pantalla.

– Cada mes le grabo un CD. Es una cursilada, lo sé. Pero le encanta. Así que cada mes busco las canciones más tristes que existen. Totalmente desgarradoras. Este mes, por ejemplo, tengo Congratulation de Blue October y Seed de Angie Aparo.

– Nunca había oído hablar de ellas.

Cope sonrió.

– Pues las oirás. El regalo es esto. Las tienes todas grabadas en el iPod.

– Una gran idea -dijo ella.

Muse sintió una punzada. Cope grababa CD para la mujer que amaba. ¿Se podía tener más suerte?

– Antes no entendía por qué a Lucy le gustaban tanto esas canciones. ¿Sabes a qué me refiero? Se sienta a oscuras, las escucha y llora. La música le produce este efecto. No lo entendía. El mes pasado, por ejemplo. Le grabé una canción de Missy Higgins. ¿La conoces?

– No.

– Es fantástica. Su música es brutal. En esa canción habla de un ex amante y de que no soporta pensar que otra mano lo toca, aunque sabe que debería.

– Qué triste.

– Exactamente. Y Lucy es feliz ahora, ¿no? Estamos muy bien. Por fin hemos vuelto a encontrarnos y vamos a casarnos. ¿Por qué sigue escuchando canciones desgarradoras?

– ¿Me lo preguntas a mí?

– No, Muse, te lo estoy explicando. No lo entendí durante mucho tiempo. Pero ya lo entiendo. Las canciones tristes son un dolor seguro. Una distracción. Está controlado. Y quizá te ayuda a imaginar que el dolor será así. Pero no lo es. Y Lucy lo sabe, evidentemente. No puedes prepararte para el dolor. No tienes más remedio que dejar que te destroce.

Sonó su teléfono. Por fin Cope apartó la mirada y contestó al teléfono.

– Copeland -dijo. Después miró a Muse-. Han localizado al pariente más próximo de Marianne Gillespie. Ve.

30

En cuanto las dos chicas se quedaron solas en la habitación, Yasmin se echó a llorar.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jill.

Yasmin señaló su ordenador y se sentó.

– La gente es horrible.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Te lo enseñaré. Es muy malo.

Jill cogió una silla y se sentó junto a su amiga. Se mordió una uña.

– ¿Yasmin?

– ¿Qué?

– Estoy preocupada por mi hermano. Y a mi padre también le ha ocurrido algo. Por eso mi madre me ha vuelto a dejar aquí.

– ¿Se lo has preguntado a tu madre?

– No me lo quiere decir.

Yasmin se secó las lágrimas, sin dejar de teclear.

– Siempre quieren protegernos, ¿eh?

Jill no sabía si Yasmin estaba siendo sarcástica o hablaba en serio o un poco de todo. Yasmin volvía a mirar la pantalla. Señaló algo.

– Espera, aquí está. Fíjate.

Era una página de MySpace titulada «¿Varón o hembra? La historia de XY». El fondo estaba lleno de gorilas y monos. Bajo películas favoritas aparecían El planeta de los simios y Hair. La canción por defecto era la de Peter Gabriel Shock the Monkey. Había vídeos del National Geographic, todos sobre primates. Uno era de YouTube y se llamaba Dancing Gorilla.

Pero la peor parte era la foto por defecto, una foto escolar de Yasmin con una barba pintada.

– No me lo puedo creer -susurró Jill.

Yasmin se echó a llorar otra vez.

– ¿Cómo lo has encontrado?

– La bruja de Maria Alexandra me ha mandado el enlace. Lo ha mandado a la mitad de la clase.

– ¿Quién lo ha colgado?

– No lo sé. Ojalá lo supiera. Me lo ha mandado como si sufriera por mí, pero casi podía oírla reír, ¿sabes?

– ¿Y lo ha mandado a más gente?

– Sí. A Heidi y a Annie y…

Jill meneó la cabeza.

– Lo siento.

– ¿Lo sientes?

Jill no dijo nada.

La cara de Yasmin se puso roja.

– Alguien tiene que pagar por esto.

Jill miró a su amiga. Antes Yasmin era tan buena. Le gustaba tocar el piano, bailar y reírse con películas tontas. Ahora Jill sólo veía rabia en ella. La asustaba. En los últimos días se habían deteriorado tantas cosas. Su hermano había huido, su padre estaba metido en algún lío, y ahora Yasmin estaba más furiosa que nunca.

– ¿Niñas?

Era el señor Novak que las llamaba desde abajo. Yasmin se secó la cara. Abrió la puerta y gritó:

– ¿Sí, papá?

– He hecho palomitas.

– Bajamos enseguida.

– Beth y yo hemos pensado llevaros al centro comercial. Podemos ir al cine o podéis jugar en la galería de juegos. ¿Qué os parece?

– Ahora bajamos.

Yasmin cerró la puerta.

– Mi padre necesita salir de casa. Está de los nervios.

– ¿Por qué?

– Ha ocurrido algo muy raro. Se ha presentado la mujer del señor Lewiston.

– ¿En tu casa? No es posible.

Yasmin asintió, con los ojos muy abiertos.

– Bueno, yo creo que era ella. No la había visto nunca, pero conducía su asqueroso coche.

– ¿Y qué ha pasado?

– Han discutido.

– Ay, Dios mío.

– No he oído nada. Pero ella parecía muy cabreada.

Desde abajo se oyó:

– ¡Las palomitas están listas!

Las dos niñas bajaron. Guy Novak las estaba esperando. Tenía una sonrisa tensa.

– En el IMAX ponen la nueva película de Spiderman -dijo.

Sonó el timbre.

Guy Novak se volvió. Se puso más tenso.

– ¿Papá?

– Ya voy -dijo.

Fue hacia la puerta. Las dos chicas le siguieron, a cierta distancia. Beth ya estaba allí. El señor Novak miró por la pequeña ventana, frunció el ceño y abrió la puerta. Había una mujer en la puerta. Jill miró a Yasmin. Yasmin negó con la cabeza. Aquella mujer no era la esposa del señor Lewiston.

– Buenos días -dijo el señor Novak.

La mujer miró por detrás de él, vio a las niñas y volvió a mirar al padre de Yasmin.

– ¿Es usted Guy Novak? -preguntó la mujer. -Sí.

– Me llamo Loren Muse. ¿Podemos hablar un momento en privado?

Loren Muse se quedó en la puerta.

Vio a las dos niñas detrás de Guy Novak. Probablemente una era su hija, y la otra quizá era de la mujer que estaba detrás de todos. Enseguida vio que la mujer no era Reba Cordova. Parecía estar bien y muy tranquila, pero nunca se sabe. Muse la siguió mirando, buscando alguna señal de que estuviera bajo coacción.

No había señales de sangre o violencia en el vestíbulo. Las niñas parecían tímidas, pero aparte de esto parecían estar bien. Antes de llamar al timbre, Muse había apretado la oreja contra la puerta. No había oído nada raro, sólo a Guy Novak gritando algo de unas palomitas y el cine.

– ¿De qué se trata? -preguntó Guy Novak.

– Creo que sería mejor que habláramos a solas.

Enfatizó la expresión «a solas», esperando no tener que dar más explicaciones. Novak no picó.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

Muse no quería identificarse como agente de las fuerzas del orden con las niñas delante, así que entró un poco, miró a las niñas y después a él intensamente a los ojos.

– Creo que sería mejor en privado, señor Novak.

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