Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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– La verdad es que no. Ninguno de nosotros estaba en casa.

– Porque esto es lo interesante. El mensaje no sólo se leyó en el ordenador de Adam, también se mandó desde aquí.

Tia hizo una mueca.

– ¿O sea que entró alguien, encendió el ordenador, le mandó un mensaje desde su ordenador sobre una fiesta en casa de los Huff, lo abrió y después lo borró?

– Es más o menos lo que digo.

– ¿Por qué haría alguien algo así?

Brett se encogió de hombros.

– ¿Lo único que se me ocurre? Para volverte loca.

– Pero nadie sabía lo del E-SpyRight. Excepto Mike y yo y Mo y… -intentó mirarle a los ojos, pero él la esquivó- tú.

– Eh, a mí no me mires.

– Se lo dijiste a Hester Crimstein.

– Lo siento mucho. Pero es la única persona que lo sabe.

Tia reflexionó. Y entonces miró a Brett con sus uñas sucias y la barba de dos días y la camiseta moderna, pero raída, y pensó en cómo podía haber confiado en aquel chico al que apenas conocía y en lo idiota que había sido.

¿Cómo sabía que lo que le decía era verdad?

Él le había enseñado que podía entrar y ver los informes desde Boston si quería. ¿Era descabellado pensar que él también había puesto una contraseña, para poder entrar en el programa y leer los informes? ¿Cómo iba a enterarse ella? ¿Cómo sabría realmente alguien lo que había en el ordenador? Las empresas ponen programas espía para saber por dónde navegas. Las tiendas te dan tarjetas para poder vigilar lo que compras. Dios sabe lo que las empresas de informática pueden haber precargado en el disco duro de tu ordenador. Ingenios de búsqueda seguían lo que mirabas y, con lo barato que era el almacenaje hoy, nunca tenían que borrarlo.

¿Era tan descabellado pensar que Brett podía saber más de lo que decía?

– Diga.

– ¿Mike? -dijo Ilene Goldfarb.

Mike miró entrar en casa a Tia y a Brett. Se apretó el móvil contra la oreja.

– ¿Qué hay? -preguntó a su socia.

– He hablado con Susan Loriman sobre el padre biológico de Lucas.

Esto sorprendió a Mike.

– ¿Cuándo?

– Hoy. Me ha llamado. Hemos quedado en una cafetería.

– ¿Y?

– Es un punto muerto.

– ¿El padre auténtico?

– Sí.

– ¿Por?

– Quiere que sea confidencial.

– ¿El nombre del padre? Lástima.

– No, el nombre del padre, no.

– ¿Qué, entonces?

– Me contó por qué esa vía no iba a ayudarnos.

– No entiendo nada -dijo Mike.

– Tienes que confiar en mí. Me ha explicado la situación. Es un callejón sin salida.

– No entiendo por qué.

– Yo tampoco hasta que Susan me lo explicó.

– ¿Y quiere mantener en secreto la razón?

– Correcto.

– Por lo tanto presumo que es algo embarazoso. Por eso ha hablado contigo, y no conmigo.

– Yo no diría que sea embarazoso.

– ¿Cómo lo calificarías?

– Parece que no confías en mi buen juicio en este asunto.

Mike cambió el móvil de oreja.

– Normalmente, Ilene, te confiaría mi vida.

– ¿Pero?

– Pero acabo de ser interrogado a lo bestia por una coalición de fuerzas de la DEA y la Oficina del Fiscal.

Un silencio.

– También hablaron contigo, ¿no? -preguntó Mike.

– Sí.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Me lo hicieron prometer. Dijeron que si hablaba contigo comprometería una importante investigación federal. Me amenazaron con presentar cargos y hacerme perder la consulta, si te decía algo.

Mike no dijo nada.

– Recuerda que mi nombre también está en esos talonarios de recetas -siguió Ilene, con un tono un poco crispado.

– Lo sé.

– ¿Se puede saber qué pasa, Mike?

– Es complicado.

– ¿Has hecho lo que dicen que has hecho?

– Por favor, dime que no me estás preguntando esto en serio.

– Me enseñaron nuestros talonarios de recetas. Me dieron una lista de lo que habías recetado. Ninguna de esas personas es paciente nuestra. Vaya, no usamos ni la mitad de todas esas cosas que se habían recetado.

– Lo sé.

– También se trata de mi carrera -dijo-. Yo empecé esta consulta. Sabes lo que representa para mí.

Había algo en su voz, un tono dolido que iba más allá de lo evidente.

– Lo siento, Ilene, estoy intentando solucionarlo.

– Creo que merezco algo más que decirme «es complicado».

– La verdad es que no sé qué está ocurriendo. Adam ha desaparecido. Tengo que encontrarlo.

– ¿Qué quieres decir «desaparecido»?

La puso al día rápidamente. Cuando acabó, Ilene dijo:

– No soporto hacer la pregunta obvia.

– Pues no la hagas.

– No quiero perder la consulta, Mike.

– Es nuestra consulta, Ilene.

– Cierto. Si puedo hacer algo para ayudar a encontrar a Adam… -empezó.

– Te lo comunicaré.

Nash paró la furgoneta frente al piso de Pietra en Hawthorne. Necesitaban pasar un tiempo separados. Lo veía claramente.

Las grietas empezaban a asomar. Siempre estarían conectados de alguna manera, no como con Cassandra, ni de lejos. Pero había algo entre ellos, una atracción que volvía a reunidos una y otra vez. Seguramente comenzó como una especie de compensación, de agradecimiento por rescatarla de aquel horrible lugar, pero, al final, quizá habría preferido que no la salvaran. Quizá el haberla rescatado había sido una maldición y ahora él era responsabilidad de ella, en lugar de al revés.

Pietra miró por la ventana.

– ¿Nash?

– ¿Sí?

Ella se llevó una mano a la garganta.

– Aquellos soldados que mataron a mi familia. Todas aquellas cosas innombrables que les hicieron. Que me hicieron a mí…

Calló.

– Te escucho -dijo él.

– ¿Crees que aquellos soldados eran todos asesinos, violadores y torturadores, y aunque no hubiera habido guerra, habrían hecho lo mismo?

Nash no dijo nada.

– El que encontramos era panadero -dijo ella-. Nosotros íbamos a comprar a su tienda. Toda la familia. Sonreía. Regalaba piruletas.

– ¿Qué quieres decir?

– De no haber habido guerra -dijo Pietra-, habrían vivido su vida. Habrían sido panaderos, herreros o carpinteros. No habría habido asesinos.

– ¿Y crees que lo mismo puede aplicarse a ti? -preguntó Nash-. ¿Que podrías haber llegado a ser actriz?

– No hablo de mí -dijo Pietra-. Hablo de aquellos soldados.

– De acuerdo, bueno. Siguiendo tu lógica, crees que las tensiones de la guerra explican su comportamiento.

– ¿Tú no?

– No.

Ella volvió la cabeza lentamente para mirarlo.

– ¿Por qué no?

– Tu hipótesis es que la guerra los obligó a actuar de una forma que iba en contra de su carácter.

– Sí.

– Pero quizá sea precisamente lo contrario -dijo él-. Quizá la guerra liberó su auténtica forma de ser. Puede que sea la sociedad, no la guerra, la que obliga al hombre a actuar de una forma que va en contra de su carácter.

Pietra abrió la puerta y bajó del coche. Nash la observó entrando en su casa. Arrancó el coche y fue a su siguiente destino. Treinta minutos después, aparcó en una calle lateral entre dos casas que parecían vacías. No quería dejar la furgoneta a la vista en el aparcamiento.

Nash se puso el bigote falso y una gorra de béisbol. Caminó tres travesías hasta el gran edificio de ladrillo. Parecía abandonado. La puerta delantera estaba cerrada, de eso Nash estaba seguro. Pero una puerta lateral tenía un estuche de cerillas metido en la abertura. La abrió y subió la escalera.

El pasillo estaba lleno de obras de arte infantiles, sobre todo dibujos. Un tablón de anuncios tenía redacciones colgadas. Nash paró y leyó algunas. Eran de alumnos de tercero, y todas hablaban de sí mismos. Así enseñaban a los niños ahora. A pensar sólo en ellos mismos. Eres fascinante. Eres único y especial y nadie, absolutamente nadie, es ordinario, lo que, pensándolo bien, nos convierte a todos en ordinarios.

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