Se detuvieron en el porche y Liz dio media vuelta para enfrentar a su hija.
– Si haces esto, lo lamentarás por el resto de tu vida.
– No -dijo la joven-. Lamentaría no haberlo hecho.
Liz sintió que un ramalazo de la lluvia se unía a las lágrimas que le surcaban las mejillas. La cara de la joven también estaba mojada y enrojecida, pero su madre sabía que era exclusivamente por la lluvia; sus ojos estaban completamente secos.
– ¿Qué he hecho para que me odies tanto? -le preguntó en un susurro.
La pregunta quedó sin respuestas porque el primero de los patrulleros entró al jardín, mientras las luces rojas, azules y blancas encendían las gotas de lluvia como si fueran las chispas de una celebración del Día de la Independencia. Un hombre de unos treinta años, que llevaba puesto un rompevientos negro y tenía una insignia alrededor del cuello, salió del primer auto y caminó hacia la casa, con dos agentes uniformados pisándole los talones. Saludó con un gesto a Beth Anne.
– Soy Dan Heath, de la policía estatal de Oregon.
La joven le estrechó la mano.
– Detective Beth Anne Polemus, del Departamento de Policía de Seattle.
– Bienvenida a Portland -dijo él.
Ella respondió con un irónico encogimiento de hombros, aceptó las esposas que él le ofrecía y esposó a su madre.
Entumecida por la lluvia helada -y por el voltaje emocional del encuentro-, Beth Anne escuchó a Heath recitarle a su madre:
– Elizabeth Polemus, está arrestada por asesinato, intento de asesinato, ataque, robo a mano armada y por comercializar bienes robados.
Le leyó sus derechos y le explicó que se la detenía en Oregon por cargos locales pero que se la enviaría con una orden de extradición a Michigan para que se enfrentara allí a diversos pedidos de arresto por delitos importantes, incluyendo el homicidio.
Beth Anne le hizo un gesto al joven policía estatal que la había ido a buscar al aeropuerto. No había tenido tiempo de hacer el papeleo necesario para llevar su propia arma reglamentaria a otro estado, de manera que el agente le había prestado una de ellos. Beth Anne se la devolvió ahora y se dio vuelta para ver cómo un agente revisaba a su madre.
– Cariño -empezó a decirle su madre, con voz desdichada y suplicante.
Beth Anne la ignoró y Heath le hizo una seña al joven uniformado, quien condujo a la mujer hasta un patrullero. Beth Anne lo detuvo y le avisó:
– Espere. Regístrela mejor.
El agente uniformado parpadeó, sorprendido, y miró otra vez a la delgada e insignificante cautiva, que parecía tan indefensa como un niño. Y ante un gesto de asentimiento de Heath, llamó a una mujer policía que registró minuciosamente a la prisionera. La agente frunció el ceño cuando llegó a la parte baja de la espalda de Liz. La madre le lanzó una mirada penetrante a su hija cuando la mujer le quitó la chaqueta azul marina, revelando un pequeño bolsillo cosido en la espalda de la prenda. En su interior había una pequeña navaja automática y una ganzúa para esposas.
– Dios -dijo el uniformado. Con un gesto le indicó a la mujer policía que la revisara una vez más. Pero ya no hallaron otras sorpresas.
– Ese es un truco que recuerdo de los viejos días -dijo Beth Anne-. Ella siempre cosía bolsillos secretos en su ropa. Para robar en las tiendas y ocultar armas. -La joven soltó una fría carcajada.- Coser y robar. Esos son sus talentos. -Su sonrisa desapareció.- Y también matar, por supuesto.
– ¿Cómo pudiste hacerle esto a tu propia madre? -le espetó Liz brutalmente-. Judas!
Beth Anne observó fríamente cómo la subían al patrullero.
Heath y Beth Anne entraron a la sala de la casa. Mientras la mujer policía inspeccionaba los cientos de miles de dólares en objetos robados que llenaban la vivienda, Heath dijo:
– Gracias, detective. Sé que esto fue duro para usted. Pero estábamos desesperados por arrestarla sin que nadie saliera herido.
Capturar a Liz Polemus sin duda podría haber sido un baño de sangre. Ya había ocurrido antes. Varios años atrás, cuando su madre y su amante, Brad Selbit, habían tratado de desvalijar una joyería en Ann Arbor, Liz había sido sorprendida por el guardia de seguridad. La había baleado en el brazo. Pero eso no le había impedido a la mujer empuñar la pistola con la otra mano y matarlo, y matar también a un cliente y después dispararle a uno de los agentes de policía enviados a atraparla. Había logrado escapar. Había abandonado Michigan para ir a Portland, donde ella y Brad empezaron a operar nuevamente, dedicados a su punto fuerte, que era robar joyerías y boutiques que vendían ropa de firma, que ella, con su habilidad de costurera, alteraba ligeramente y luego vendía a reducidores de otros estados.
Un informante le había avisado a la Policía Estatal de Oregon que Liz Polemus era responsable de una serie de robos recientes en el noroeste y que vivía con un nombre falso en una pequeña vivienda aislada. Los detectives de la peo a cargo del caso se habían enterado de que su hija era detective del Departamento de Policía de Seattle, y habían trasladado a Beth Anne en helicóptero hasta el aeropuerto de Portland. La joven había ido sola para lograr que su madre se entregara pacíficamente.
– Figuraba en la lista de los delincuentes más buscados de dos estados. Y he oído que también se estaba haciendo un nombre en California. Imagínese eso… de su propia madre. -La voz de Heath se interrumpió, porque el agente pensó que tal vez era poco delicado seguir con el tema.
Sin embargo, a Beth Anne no le molestaba.
– Así fue mi infancia -caviló-. Robo a mano armada, robo con escalamiento, lavado de dinero… Mi padre tenía un depósito donde reducían lo robado. También les servía de fachada… lo había heredado de su propio padre. Quien también estaba en el mismo negocio, dicho sea de paso.
– ¿Su abuelo?
Ella asintió.
– Ese depósito… todavía puedo verlo claramente. Percibir su olor. Sentir el frío. Y sólo estuve allí una vez. Cuando tenía más o menos ocho años, creo. Estaba lleno de mercadería robada. Mi padre me dejó sola en la oficina unos minutos y yo espié a través de la puerta y lo vi, a él y a uno de sus compinches, golpeando salvajemente a otro. Casi lo mataron.
– No suena a que intentaran ocultarle demasiado lo que hacían, manteniéndolo en secreto.
– ¿En secreto? Diablos, hicieron todo lo posible para que yo participara del negocio. Mi padre inventaba esos juegos especiales, como él los llamaba. Oh, se suponía que yo debía ir a la casa de mis amigos y estudiar si tenían cosas de valor y dónde las guardaban. O fijarme en la escuela dónde tenían los televisores y las videocaseteras y decirle dónde los guardaban y qué clase de cerraduras había en las puertas.
Heath meneó la cabeza, atónito. Después preguntó:
– ¿Pero usted nunca tuvo ningún roce con la ley?
Ella se rió.
– En realidad, sí… me agarraron una vez por robar en una tienda.
Heath asintió.
– Yo me embolsé un paquete de cigarrillos cuando tenía catorce años. Todavía siento el cinturón de cuero de mi papá azotándome el trasero por lo que había hecho.
– No, no -dijo Beth Anne-. A mí me agarraron esa vez devolviendo alguna porquería que mi madre había robado.
– ¿Qué?
– Ella me llevó a la tienda como pantalla. Ya sabe, una madre con su hija nunca será tan sospechosa como una mujer sola. Vi cómo se embolsaba algunos relojes y un collar. Cuando volvimos a casa puse las cosas en una bolsa y las llevé de vuelta a la tienda. El guardia me habrá visto aspecto de culpable, supongo, y me agarró antes de que pudiera devolver las cosas. Cargué con la culpa. Quiero decir, no iba a chivar a mis padres, ¿no es cierto?… Mi madre se puso tan furiosa… Verdaderamente ellos no podían entender por qué yo no quería seguirles los pasos.
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