Otto Penzler - Mujeres peligrosas

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Las mujeres más peligrosas son aquellas que resultan irresistibles. ¿Qué hace peligrosa a una mujer? Su gran belleza, su encanto, su inteligencia, la manera en que se aparta el cabello de los ojos, o el modo de reírse. Puede tener conciencia absoluta de su poder, o desconocerlo por completo. Utilizarlo comoa rma o protegerse detrás de él. La intención y el propósito no aumentan ni disminuyen el poder, y ése es mayor peligro de todos los que son seducidos y sometidos por él.

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Permaneció en el centro de la sala, retorciéndose las manos con nerviosismo.

Quitándose la capucha de su rompevientos, Beth Anne se secó la lluvia de la cara. El rostro de la joven era curtido, rubicundo. No llevaba maquillaje. Tendría ahora veintiocho años, Liz lo sabía muy bien, pero se veía mayor. Llevaba el pelo corto, revelando unos aros diminutos. Por alguna razón Liz se preguntó si alguien se los habría regalado o si ella misma se los habría comprado.

– Bien, cómo estás, cariño.

– Madre.

Una vacilación y luego una breve risa, sin alegría, de Liz.

– Antes solías llamarme “mamá”.

– ¿De veras?

– Sí. ¿No lo recuerdas?

Le respondió meneando la cabeza. Liz pensó que en realidad sí lo recordaba, aunque se negaba a reconocerlo. Observó con detenimiento a su hija.

Beth Anne echó una mirada a la pequeña sala. Sus ojos se detuvieron en una foto de ella y su padre… los dos estaban en un muelle cercano a la casa familiar de Michigan.

– Cuando llamaste me dijiste que alguien te había dicho que yo estaba aquí. ¿Quién fue? -le preguntó Liz.

– No tiene importancia. Alguien, simplemente. Has estado viviendo aquí desde… -su voz se interrumpió.

– Un par de años. ¿Quieres un trago?

– No.

Liz recordó que había descubierto a la muchacha bebiendo un poco de cerveza a escondidas a los dieciséis años y se preguntó si habría seguido bebiendo y tendría ahora un problema con el alcohol.

– ¿Té, entonces? ¿Café?

– No.

– ¿Sabías que me había mudado al noroeste? -le preguntó Beth Anne.

– Siempre hablabas de esta zona, de irte de… eh, de Michigan y de venir aquí. Después, cuando te fuiste, recibiste una carta en casa. De alguien de Seattle.

Beth Anne asintió. ¿Había sido eso una pequeña mueca de disgusto, además? Como si estuviera enojada consigo misma por haber sido descuidada y dejar alguna pista de su paradero.

– ¿Y te mudaste a Portland para estar cerca de mí?

Liz sonrió.

– Supongo que sí. Empecé a buscarte pero perdí el valor.

A Liz se le llenaron los ojos de lágrimas mientras su hija seguía examinando la habitación. La casa era pequeña, sí, pero los muebles, los aparatos electrónicos y el equipamiento eran de primera clase… las recompensas del duro trabajo de Liz durante los últimos años. Dos sentimientos combatían dentro de la mujer: casi esperaba que la muchacha se sintiera tentada a reconciliarse con su madre al ver cuánto dinero tenía Liz, pero también que Beth Anne se sintiera avergonzada ante tanta opulencia, ya que la ropa y las alhajas baratas de su hija sugerían que luchaba por su supervivencia.

El silencio era como fuego. A Liz le quemaba la piel, y el corazón.

Beth Anne abrió la mano izquierda, hasta entonces cerrada en un puño, y su madre advirtió un diminuto anillo de compromiso y un simple cintillo de oro. Las lágrimas brotaron de sus ojos.

– ¿Te has…?

La joven siguió la mirada de su madre, clavada en el anillo. Asintió.

Liz se preguntó qué clase de hombre sería su hijo político. ¿Sería alguien amable como Jim, alguien que pudiera atemperar la díscola personalidad de la muchacha? ¿O sería duro? ¿Como la propia Beth Anne?

– ¿Tienes hijos? -preguntó Liz.

– Eso no es de tu incumbencia.

– ¿Estás trabajando?

– ¿Me estás preguntando si he cambiado, madre?

Liz no quería escuchar la respuesta a esa pregunta y continuó rápidamente para preparar el terreno.

– Estuve pensando -dijo, y la desesperación tiñó su voz-, que tal vez pudiera trasladarme a Seattle. Podríamos vernos… incluso podríamos trabajar juntas. Podríamos asociarnos. Mitad y mitad. Lo pasaríamos tan bien. Siempre creí que seríamos de lo mejor, las dos juntas. Siempre soñé…

– ¿Tú y yo trabajando juntas, madre? -dijo Beth Anne, mirando hacia el cuarto de costura y señalando con la cabeza la máquina de coser, los percheros llenos de vestidos-. Esa no es mi vida. Nunca lo fue. Nunca podría serlo. Después de todos estos años, todavía no lo entiendes, ¿no es cierto?

Esas palabras y el frío tono con el que fueron pronunciadas respondieron claramente a la pregunta de Liz: no, la muchacha no había cambiado un ápice.

Su voz se hizo áspera.

– ¿Entonces, por qué estás aquí? ¿A qué viniste?

– Creo que lo sabes, ¿no es verdad?

– No, Beth Anne, no lo sé. ¿Alguna clase de venganza psicópata?

– Supongo que podrías llamarla así. -Volvió a pasear la mirada por la habitación.- Vamos, ya -agregó.

Liz respiraba aguadamente.

– ¿Por qué? Todo lo que hicimos era para ti.

– Yo diría que me lo hiciste a mí. -En la mano de su hija había aparecido una pistola, y el cañón apuntaba en dirección a Liz.- Afuera -susurró la joven.

– ¡Dios mío! ¡No! -Respiró hondo, jadeó mientras volvía a golpearla el recuerdo de lo ocurrido en la joyería. Su brazo empezó a latirle y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Visualizó la pistola sobre el aparador.

Duérmete, mi niña…

– ¡No iré a ninguna parte! -dijo Liz, restregándose los ojos.

– Sí, lo harás. Afuera.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó con tono de desesperación.

– Lo que debería haber hecho hace mucho tiempo.

Liz se apoyó en una silla para aliviar sus piernas trémulas. La hija advirtió que la mano izquierda de la mujer se había desplazado hasta estar a pocos centímetros del teléfono.

– ¡No! -ladró la muchacha-. Aléjate del teléfono.

Liz dirigió una mirada impotente al teléfono y luego hizo lo que Beth Anne le decía.

– Ven conmigo.

– ¿Ahora? ¿Bajo la lluvia?

La joven asintió.

– Déjame buscar una chaqueta.

– Hay una al lado de la puerta.

– No es bastante abrigada.

La muchacha vaciló, como si estuviera a punto de decirle que no tenía importancia si la chaqueta de su madre era más o menos abrigada, si pensaba en lo que estaba por ocurrir. Sin embargo, después asintió.

– Pero no intentes usar el teléfono. Te estaré vigilando.

Trasponiendo la puerta que comunicaba con el cuarto de costura, Liz recogió la chaqueta azul en la que había estado trabajando un rato antes. Se la puso lentamente, sus ojos clavados en el tapete y en el bulto de la pistola que estaba debajo. Volvió a dirigir sus ojos a la sala. Su hija contemplaba una instantánea enmarcada de sí misma a los once o doce años, de pie al lado de su madre y de su padre.

Rápidamente extendió la mano y recogió la pistola. Podía volverse muy rápido, apuntarle a su hija. Gritarle que arrojara su arma.

Madre, te siento cerca, la noche entera…

Padre, sé que me escucha, la noche entera…

Pero, ¿y si Beth Anne no arrojaba su arma? ¿Y si la levantaba, con la intención de disparar? ¿Qué haría Liz entonces?

¿Podría matar a su hija para salvar su propia vida?

Duérmete, mi niña…

Beth Anne seguía dándole la espalda, examinando aún la fotografía. Liz podría hacerlo… girar con rapidez, un único disparo. Sentía la pistola, sentía su peso en el dolorido brazo.

Entonces suspiró.

La respuesta era no. Un no ensordecedor. Nunca le haría daño a su hija. A pesar de cualquier cosa que pudiera suceder a continuación, allá afuera, bajo la lluvia, ella no podía hacerle ningún daño a su hija.

Dejando la pistola en su lugar, Liz se reunió con Beth Anne.

– Vamos -dijo su hija, guardando su propia pistola en la cintura de sus vaqueros, y condujo a su madre al exterior, asiéndola rudamente de un brazo. Liz se dio cuenta de que era el primer contacto físico que había entre ambas desde hacía por lo menos cuatro años.

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