Otto Penzler - Mujeres peligrosas

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Las mujeres más peligrosas son aquellas que resultan irresistibles. ¿Qué hace peligrosa a una mujer? Su gran belleza, su encanto, su inteligencia, la manera en que se aparta el cabello de los ojos, o el modo de reírse. Puede tener conciencia absoluta de su poder, o desconocerlo por completo. Utilizarlo comoa rma o protegerse detrás de él. La intención y el propósito no aumentan ni disminuyen el poder, y ése es mayor peligro de todos los que son seducidos y sometidos por él.

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Clata, clata, clata…

En la escuela intermedia la muchacha no volvía a casa hasta las siete o las ocho de la tarde, y cuando estaba en la escuela superior solía volver mucho más tarde. A veces ni regresaba a dormir. También desaparecía los fines de semana y no quería saber nada con la familia.

Clata, clata, clata…

El rítmico traqueteo de la Singer tranquilizó un poco a Liz, pero la mujer no pudo evitar sentir pánico otra vez cuando echó otro vistazo al reloj. Su hija podía llegar en cualquier momento ahora.

Su niña, su pequeña bebé…

Duérmete, mi niña…

Y la pregunta que había perseguido a Liz durante años volvió a acosarla una vez más: ¿qué había hecho mal? Durante horas y horas revisaba los primeros años de la niña, tratando de ver qué había hecho ella para que Beth Anne la rechazara de manera tan rotunda. Había sido una madre atenta y cariñosa, había sido coherente y justa, había preparado la comida de la familia todos los días, había lavado y planchado la ropa de la niña, le había comprado todo lo que necesitaba. Lo único que se le ocurría era que había mostrado demasiada resolución, que había sido demasiado inflexible en su manera de criarla, y a veces también demasiado estricta.

Pero eso no le parecía un gran crimen. Además, Beth Anne había estado igualmente furiosa con su padre… el más complaciente de los dos. Amable, cariñoso hasta el punto de malcriar a la niña, Jim era el padre perfecto. Ayudaba a Beth Anne y a sus amigos en sus tareas escolares, los llevaba a todos en auto a la escuela cuando Liz estaba trabajando, le leía cuentos a su hija y la arropaba cada noche. Inventaba “juegos especiales” para jugar con Beth Anne. Era exactamente la clase de vínculo paterno que la mayoría de los niños hubiera adorado.

Sin embargo, la niña también se enfurecía con él y hacía todo lo posible para evitar estar con su padre.

No, Liz no encontraba, por más que escarbara en el pasado, ningún incidente oscuro, ningún trauma, ninguna tragedia que pudiera haber convertido a Beth Anne en una renegada. Volvió a extraer la misma conclusión a la que había llegado años atrás: que -por cruel e injusto que pareciera- su hija simplemente había nacido fundamentalmente distinta de Liz; algo había ocurrido en el proceso de gestación que había convertido a la chica en una rebelde.

Y mirando la tela, alisándola con sus dedos largos y hábiles, a Liz se le ocurrió otra idea: era rebelde, sí, ¿pero sería también una amenaza?

Liz admitió que parte del desasosiego que la invadía esa noche no era tan sólo por el inminente encuentro con su díscola hija, sino que en realidad la joven le daba miedo.

Levantó la vista de la chaqueta y miró fijamente la lluvia que salpicaba su ventana. El brazo le latía dolorosamente, y recordó entonces aquel día terrible, varios años atrás… el día que la había alejado para siempre de Detroit y que todavía le provocaba espantosas pesadillas. Liz había entrado a la joyería y se había quedado inmóvil, consternada, sin aliento al ver que una pistola giraba para apuntarle. Todavía podía ver el fogonazo amarillo que la deslumbró en el momento en que el hombre apretó el gatillo, todavía podía oír la ensordecedora explosión, sentir el golpe que la atontaba cuando la bala penetró en su brazo, arrojándola sobre el piso de baldosas, llorando por el dolor y el desconcierto.

Su hija, por supuesto, no había tenido nada que ver con esa tragedia. Sin embargo, Liz sabía que Beth Anne era tan capaz y estaba tan dispuesta a apretar el gatillo como lo había hecho aquel hombre durante el robo; tenía pruebas de que su hija era una mujer peligrosa. Pocos años atrás, después de que Beth Anne se había ido del hogar, Liz había visitado la tumba de Jim. Era un día tan brumoso que parecía de algodón y estaba ya muy cerca de la tumba cuando advirtió que había alguien allí. Para su gran sorpresa, se dio cuenta de que era Beth Anne. Liz retrocedió para ocultarse en la niebla, mientras su corazón latía salvajemente. Debatió consigo misma durante un rato, pero finalmente decidió que no tenía el valor de enfrentarse con la muchacha, y resolvió que le dejaría una nota en el parabrisas de su auto.

En el momento en que se acercó al Chevy, revolviendo en su bolso en busca de un bolígrafo y un pedazo de papel, echó un vistazo al interior del vehículo y se le encogió el corazón ante lo que vio: una chaqueta, una cantidad de papeles y, semioculta debajo de ellos, una pistola y unas bolsas de plástico que contenían un polvo blanco… drogas, supuso Liz.

Oh, sí, pensó ahora, su hija, la pequeña Beth Anne Polemus, era perfectamente capaz de matar.

El pie de Liz se alzó del pedal y la Singer quedó en silencio. Alzó la leva y cortó las hebras que pendían. Se puso la chaqueta y deslizó algunas cosas en el nuevo bolsillo, se examinó en el espejo y decidió que estaba satisfecha con su trabajo.

Entonces observó su borroso reflejo. ¡Vete!, le dijo una voz dentro de su cabeza. ¡Ella es una amenaza para ti! Vete ahora antes de que llegue Beth Anne. Y al cabo de un momento de debate, Liz exhaló un suspiro. Una de las razones por las que en un principio había decidido mudarse allí era que se había enterado de que su hija se había trasladado al noroeste. Liz había tenido la intención de rastrear a la muchacha, pero se había descubierto extrañamente reticente a hacerlo. No, se quedaría, se encontraría con Beth Anne. Y no sería estúpida, no después de aquel robo. Liz colgó la chaqueta en un perchero y fue hasta el armario. Bajó una caja del estante superior y miró dentro de ella. Había una pequeña pistola. “Un arma de dama”, la había llamado Jim cuando se la había dado, años atrás. La tomó y se la quedó mirando con fijeza.

Duérmete, mi niña… la noche entera.

Entonces se estremeció con asco. No, le resultaba imposible usar el arma contra su propia hija. Por supuesto que no.

Y sin embargo… ¿y si tenía que elegir entre su vida y la vida de su hija? ¿Y si el odio acumulado dentro de la muchacha había logrado que ya no le importara nada?

¿Podría matar a Beth Anne para salvar su propia vida?

Ninguna madre debería verse enfrentada a una elección así.

Vaciló durante un largo momento, y después empezó a guardar nuevamente el arma. Pero un haz de luz la detuvo. La luz de unos faros delanteros llenó el jardín del frente y dibujó brillantes ojos amarillos, de gato, sobre la pared del cuarto de costura de Liz.

La mujer volvió a mirar el arma una vez más y entonces, en vez de guardarla en el armario, la dejó sobre un aparador, cerca de la puerta, y la cubrió con un tapete. Fue al living y miró por la ventana el auto frente a su casa, que permanecía inmóvil, con los faros aún encendidos, los limpiaparabrisas funcionando a toda velocidad, su hija que vacilaba antes de bajarse; Liz sospechó que no era el mal tiempo lo que detenía a la muchacha dentro del auto.

Un larguísimo momento más tarde los faros del auto se apagaron.

Bien, piensa en positivo, se dijo Liz. Tal vez su hija hubiera cambiado. Tal vez venía a visitarla para enmendar todas las traiciones que había cometido a lo largo de los años. Por fin las dos podrían empezar a trabajar para mantener una relación normal.

Sin embargo, echó un vistazo a la sala de costura, donde la pistola descansaba oculta sobre el aparador, y se dijo: ve a buscarla. Guárdatela en el bolsillo.

Y después: no, guárdala otra vez en el armario.

Liz no hizo ninguna de las dos cosas. Dejando la pistola sobre el aparador, fue a grandes trancos hasta la puerta del frente de la casa y la abrió, sintiendo que la fría bruma le cubría la cara.

Retrocedió dejándole espacio a la figura que se acercaba, una esbelta mujer joven, hasta que Beth Anne traspuso la puerta y se detuvo. Una pausa, y luego Liz cerró la puerta a sus espaldas.

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