Echó un vistazo al reloj. Ya habían pasado casi diez minutos desde el llamado, advirtió Liz con un sobresalto. Ansiosa, fue al cuarto de costura. Era el más grande de la casa, y estaba decorado con bordados de ella misma y de su madre y con una docena de estantes de carretes de hilo… algunos de ellos de las décadas de 1950 y 1960. Cada matiz de la paleta de Dios estaba representado en esos carretes de hilos. También había cajas llenas de ejemplares de Vogue y muchos moldes de costura. La pieza central de la habitación era una vieja máquina de coser eléctrica Singer. No tenía ninguno de los sofisticados accesorios de las máquinas nuevas, ni luces ni palancas complejas. La máquina era un caballo de trabajo de cuarenta años de edad, con esmaltado negro, idéntica a la que había usado su madre.
Liz había cosido desde los doce años, y en épocas difíciles su habilidad la había sustentado. Amaba cada parte del proceso: comprar la tela… escuchar el tud-tud-tud cuando el vendedor hacía girar los planos rollos de tela una y otra vez, desenrollando el metraje (Liz podía decirles con absoluta precisión qué cantidad tenían en determinado momento sobre el mostrador). Prender con alfileres el quebradizo y translúcido papel de molde sobre la tela. Cortar con las pesadas tijeras dentadas, que dejaban un borde de diente de dragón sobre la tela. Aprestar la máquina, cargar la bobina, enhebrar la aguja…
Había algo tan completamente balsámico en el acto de coser: tomar esas sustancias -el algodón de la tierra, la lana de los animales- y combinarlas para crear algo totalmente nuevo. El peor aspecto de la herida que había sufrido varios años atrás había sido el daño en su brazo derecho, que la mantuvo lejos de su Singer durante tres insoportables meses.
Coser era terapéutico para Liz, claro, pero, más aún, era una parte de su profesión y la había ayudado a convertirse en una mujer de buen pasar; a su alrededor había percheros llenos de vestidos de firma que esperaban su hábil intervención.
Alzó los ojos para mirar el reloj. Quince minutos. Otro estremecimiento de pánico que la dejó sin aliento.
Su imaginación reconstruía claramente aquel día, veinticinco años atrás: Beth Anne en pijama, sentada ante la desvencijada mesa de la cocina, observando los rápidos dedos de su madre con fascinación, mientras Liz le cantaba.
Duérmete mi niña, que la paz te espera
Ese recuerdo dio paso a muchos más, y la agitación subió en el corazón de Liz como el nivel de agua del arroyo que corría detrás de su casa, con su corriente hinchada por la lluvia. Bien, se dijo con firmeza, no te quedes ahí sentada… haz algo. Mantente ocupada. Encontró una chaqueta azul marino en su ropero, fue hasta la mesa de costura y escarbó en un canasto hasta encontrar un trozo de tela que combinaba. Lo usaría para hacerle un bolsillo a la prenda. Liz se abocó al trabajo, alisando la tela, marcándola con tiza, buscando las tijeras, cortando cuidadosamente. Se concentró en su trabajo pero esa distracción no fue suficiente para alejar su mente de la inminente visita… y de los recuerdos de muchos años.
El incidente del robo en la tienda, por ejemplo. Cuando la chica tenía doce años.
Liz recordó el llamado telefónico, y que ella respondió. El jefe de seguridad de una tienda departamental cercana informaba -para gran consternación de Liz y de Jim- que habían atrapado a Beth Anne con casi mil dólares de alhajas escondidas en una bolsa de papel.
Los padres le habían rogado al hombre que no presentara cargos. Dijeron que seguramente había algún error.
– Bien -dijo el jefe de seguridad con escepticismo-, la encontramos con cinco relojes. Y también con un collar. Todo envuelto en esa bolsa de papel marrón. Quiero decir, a mí no me suena que haya habido algún error.
Finalmente, tras asegurarle repetidamente que se trataba de una coincidencia y que la chica no volvería nunca a la tienda, el gerente accedió a mantener a la policía fuera del asunto.
Y fuera de la tienda, cuando la familia estuvo a solas, Liz se dirigió con furia a Beth Anne:
– ¿Por qué diablos hiciste eso?
– ¿Por qué no? -respondió la joven con voz cantarina y una sonrisa insidiosa en los labios.
– Fue algo muy tonto.
– Como si me importara.
– Beth Anne… ¿por qué actúas de este modo?
– ¿De qué modo? -preguntó la chica, burlándose.
Su madre trató de hablar con ella -como decían los psicólogos y los programas de la tele que uno debía hablar con sus hijos-, pero Beth Anne siguió sin prestarle ninguna atención, aburrida. Liz le había endilgado una vaga advertencia, obviamente fútil, y luego había abandonado.
Ahora pensaba: una invierte cierta cantidad de esfuerzo en coser una chaqueta o un vestido y termina consiguiendo la prenda que esperaba. Pero una pone mil veces más esfuerzo en criar a su hija y el resultado es exactamente el opuesto al que una espera y sueña lograr. Eso parecía absolutamente injusto.
Los agudos ojos grises de Liz examinaron la chaqueta de lana, asegurándose de que el bolsillo había quedado plano y fijo en la posición correcta. Hizo una pausa, alzando los ojos; por la ventana, en dirección a las negras ramas de los pinos, todo lo que veía eran otras imágenes, muy duras, de Beth Anne. ¡Qué boca tenía esa niña! Beth Anne miraba a su padre o a su madre a los ojos y decía: “No hay ninguna maldita manera de que puedan obligarme a ir con ustedes”, o: “¿No te das cuenta de un carajo, ¿no es cierto?”.
Tal vez deberían haber sido más severos con ella, más estrictos. En la familia de Liz, a una la azotaban por maldecir o contestarles a los adultos o por no hacer lo que tus padres te decían. Ella y Jim nunca le habían dado una zurra a Beth Anne; tal vez deberían haberle dado una buena bofetada en un par de oportunidades.
Una vez, alguien había llegado enfermo a la empresa familiar -un depósito mayorista que Jim había heredado-, y él había necesitado que Anne Beth ayudara. Ella le había espetado: “Preferiría estar muerta antes que entrar en ese agujero de mierda tuyo”.
Su padre se había retirado dócilmente, pero Liz había reprendido duramente a su hija:
– No le hables a tu padre de ese modo -le había dicho.
– ¿No? -dijo ella con tono sarcástico-. ¿Y cómo tendría que hablarle? ¿Como una hijita obediente que hace todo lo que él le dice? Tal vez eso era lo que él quería, pero no es lo que consiguió.
Y había agarrado su bolso y se había encaminado hacia la puerta.
– ¿Adónde vas?
– A ver a unos amigos.
– No irás. ¡Vuelve aquí inmediatamente!
Su única respuesta fue irse con un portazo. Jim salió tras ella, pero la chica había desaparecido en un instante, corriendo sobre la nieve vieja de Michigan.
¿Y esos “amigos”?
Trish y Eric y Sean… Chicos de familias con valores absolutamente distintos de los de Liz y Jim. Trataron de prohibirle que los viera. Pero, por supuesto, sin ningún resultado.
– No me digas con quién debo andar -le había dicho Beth Anne con furia. La muchacha tenía dieciocho años y era tan alta como su madre. Cuando avanzó hacia ella, con el ceño fruncido, Liz había retrocedido, como asustada-. ¿Y además, qué sabes de ellos?
– Sé que tu padre y yo no les gustamos… y eso es todo lo que necesito saber. ¿Qué tienen de malo los hijos de Todd y Joan? ¿O los de Brad? Tu padre y yo los conocemos desde hace años.
– ¿Que qué tienen de malo? -masculló la chica, sarcásticamente-. Imagínate, son verdaderos perdedores.
Y esa vez sí agarró su cartera y los cigarrillos que ya había empezado a fumar, e hizo otra salida dramática.
Con el pie derecho Liz presionó el pedal de la Singer y el motor emitió su chirrido familiar, seguido de un clata, clata, clata cuando la aguja empezó a moverse cada vez con mayor velocidad, de arriba abajo, desapareciendo dentro de la tela, dejando tras ella una prolija hilera de puntos alrededor del bolsillo.
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