Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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Falk recorrió con un dedo la página hasta la última columna, pero en el espacio en el que debía figurar el número del interrogador y de su equipo figuraban las iniciales «OGF-NCOIC» escritas con mano firme.

– ¿Qué demonios? -susurró.

– ¿Algún problema? -preguntó Badusky, alzando la vista de la revista que estaba leyendo.

– Sí. Dígame qué significa esto.

Dio la vuelta a la hoja mientras Badusky se acercaba a mirar.

– Bueno, NCOIC es…

– Suboficial al mando. Eso ya lo sé, pero ¿qué hace en lugar de la identificación del interrogador?

– Es que el suboficial firmó la salida del prisionero para una sesión en otra instalación. Normalmente el Campo Rayos X. El campo abandonado con las viejas jaulas. A algunos les gusta llevar allí a los detenidos para cambiar de escenario. Los transportan a la jungla de noche. Por lo visto, se mueren de miedo.

Falk ya conocía la táctica, pero no creía que alguien la practicara de verdad. Parecía casi absurdo. Un toque de terror tropical. Supuso que sería espeluznante que te llevaran al Campo Rayos X, que estaba prácticamente cubierto de maleza.

– Parece razonable. Pero ¿no debería figurar de todos modos un número de identificación?

– Tendría que preguntárselo usted al suboficial del turno. Y estará registrado en el cuaderno.

Falk comprobó primero las hojas restantes para ver si había más anotaciones misteriosas. Encontró una en cada uno de los cinco días siguientes. Todas correspondían a un detenido yemení, y todas entre las 20:10 y las 20:45. Eso suponía que había seis en total, en días sucesivos. Cada una afectaba a un detenido yemení diferente, y la última había tenido lugar un domingo, hacía nueve días. ¿Por qué se habían interrumpido? Conocía al menos a otros seis yemeníes con los que aún no habían hablado, y uno era Adnan.

Abrió rápidamente el registro de guardias, pasó unos segundos orientándose y luego buscó el martes de dos semanas antes. Localizó el turno de ocho de la tarde a dos de la mañana del Campo 3 y reconoció la escritura firme que había visto en la hoja de salida. Fue la firma lo que le desconcertó completamente: «Sargento Earl Ludwig, 112th MP Co.».

Ludwig era el suboficial de guardia a la misma hora los seis días siguientes. Y también había estado de guardia el lunes siguiente, en el que no figuraba ninguna salida al Campo Rayos X. Y el día después, martes, Ludwig no acudió al trabajo. Fue la noche que desapareció en el mar, en una lancha neumática rumbo a las aguas cubanas con otros dos hombres.

Falk volvió a las hojas del registro y repasó más detenidamente las últimas semanas. Volvió a la página del último miércoles (el día de la desaparición de Ludwig y el día que Falk había hablado por última vez con Adnan) y buscó yemeníes. Encontró enseguida su firma para interrogar a Adnan al principio de la página, a las 2:30 de la madrugada. Como tenía que ser. Pero al final de la página vio que Adnan había vuelto a salir a las 23:54. Y al lado figuraba otra referencia de salida a otra instalación, lo cual significaba que alguien le había llevado al Campo Rayos X incluso antes de trasladarle al Campo Eco. Esta vez figuraba el número de identificación del interrogador, un número que Falk no reconoció. Sólo sabía que no pertenecía a ninguno de los tres equipos que trataban regularmente con los yemeníes.

Falk volvió a repasar aquel día, procurando recordar lo que había hecho él a aquella hora. Sobre todo recordaba lo cansado que estaba por las largas horas que habían seguido a la desaparición de Ludwig. Le habían mandado acudir a la Puerta Nordeste para recuperar el cadáver a primera hora de la tarde. Luego había acudido a recibir a Bo y al equipo de investigación a Leeward Point alrededor de las siete, antes de retirarse al Tiki Bar, seguido de una cita tardía con Pam. Debía haberla dejado en su casa a eso de las once. El interrogatorio había tenido lugar en la hora siguiente.

Falk no podía imaginar que la táctica funcionase, no en el estado en que se encontraba Adnan. Tal vez fuese entonces cuando habían decidido trasladarle al Campo Eco. Anotó el número de identificación y luego repasó rápidamente las demás hojas, pero no encontró nada que despertara su curiosidad.

Precisamente entonces recordó la petición de Bo: trae las páginas. No simples copias. Era una orden difícil de cumplir con Badusky sentado a pocos pasos.

– Estos números de identificación de los interrogadores… ¿tienen ustedes una lista general?

Badusky negó, mirando ahora con recelo a Falk.

– Eso está en comandancia -contestó-. Lo que me recuerda que no me ha dicho su nombre. Quiero decir que, normalmente no tengo que pedirlo, y ha mencionado usted algo sobre que pertenece a la Oficina, que está bien. Pero creí que sólo iba a investigar su calendario de interrogatorios. Si está averiguando otros, necesitaré alguna identificación mejor. Así que si no le importa…

– Falk. Revere Falk, agente especial del FBI.

Badusky le pidió que lo deletreara y lo anotó.

– ¿Y qué me dice de estas excepciones de salidas aquí? ¿No deberían incluir todas un número de identificación, y no sólo las siglas NCOIC?

– Seguramente -contestó Badusky, que empezaba a dar muestras de arrepentirse por haberse metido en aquello-. Me ha extrañado bastante cuando me lo ha enseñado.

– ¿Hay algún otro registro de esas sesiones?

– Que yo sepa, no.

– ¿Podría comprobarlo, sólo para asegurarnos? ¿Quién es su comandante?

– Iré a buscarle -dijo Badusky, tenso como un tambor.

En cuanto cerró la puerta al salir, Falk arrancó con cuidado las hojas con referencias OGF, más las de los días correspondientes de los registros de guardias. Las dobló, las guardó en la cartera y lo ordenó todo antes de colocar el cuaderno y el registro en el escritorio del sargento.

Pocos minutos después, volvió Badusky con un capitán de gesto contrariado, que alzó la voz sin dar tiempo a Falk a presentarse.

– Lo lamento, señor, pero he de pedirle que abandone el edificio de inmediato.

– No hace falta que se enfade, capitán, ya me marcho. Solamente una última pregunta sobre esas anotaciones especiales.

– La respuesta es no, no guardamos otro diario. Si necesita aclaraciones, tendrá que acudir al suboficial en cuestión.

– Eso va a ser un tanto difícil -repuso Falk-. Era el sargento Earl Ludwig.

Badusky y el capitán se miraron sorprendidos, sin saber qué decir.

Falk pasó a su lado y cruzó la puerta.

Falk miró el cielo cuando cruzó las verjas. Clifford empezaba a dejar sentir su presencia. El viento había cobrado fuerza y los nubarrones se agolpaban en el oeste. Todavía no había caído una gota, pero ya se olía la lluvia. Hacía demasiado calor para quedarse sentado en el coche, así que puso el motor en marcha para que funcionara el aire acondicionado mientras consultaba el mapa de la base. Quería localizar una carretera sin pavimentar y no sería fácil encontrarla a menos que supiera exactamente dónde mirar. Volvió a pasar el puesto de control, y tomó la carretera de Kittery Beach hacia la colina de la playa. Luego torció a la izquierda y entró en una carretera tortuosa pavimentada que llevaba al punto más alto de la base: la montaña de John Paul Jones.

Los marines disfrutaban subiendo a la cima de vez en cuando, sólo para demostrar que podían hacerlo, con las miras puestas en la bandera estadounidense que ondeaba en lo alto. El lugar guardaba numerosas reliquias de la Guerra Fría: emplazamientos de artillería abandonados hacía mucho tiempo, una estación de radar y refugios subterráneos para tiradores, también vacíos.

Los últimos planes del Pentágono requerían la construcción de una serie de grandes molinos de viento blancos que permitirían aprovechar al máximo la central eléctrica a diesel, cuyo mantenimiento resultaba más costoso cada día, debido a los mismos trastornos que habían llevado a los prisioneros al Campo Delta. Falk pasó junto a la estación de radar, saludando con un gesto lánguido de la mano al personal sentado en una tienda. Se detuvo un poco más adelante, cuando creyó haber llegado a la salida, una pista de coral triturado que bajaba la pared del arrecife. La tomó y avanzó despacio, entre los chirridos de los viejos muelles y amortiguadores del Plymouth.

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