– ¿Estuvo usted en Iguana, verdad? ¿Del FBI?
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque yo estaba en la parte de atrás con los chicos. Lo vi por la ventana cuando fue a dar un paseo con Wallace. Acabé el turno nada más marcharse usted.
– Su sargento es muy protector.
– Es un buen hombre. Y ellos son buenos chicos, en realidad. Se merecían algo mejor que acabar secuestrados por los talibanes y que les pusieran una metralleta en la mano. Cuesta imaginarlo, ¿verdad?
– Sí, bueno. Así es la guerra en su país, supongo.
– Es la verdad.
Ambos guardaron silencio un rato, y Falk supuso que el individuo estaba a punto de volver con sus amigos. Pero en vez de marcharse, se entretuvo con torpeza, mirándose los pies mientras arrancaba la etiqueta de su cerveza.
– Wallace dijo que no trabajaba usted con ese otro tipo, Van Meter.
– Es cierto.
– ¿Algún embrollo jurisdiccional?
– Algo parecido -repuso Falk, encogiéndose de hombros, y procurando no mentir más de lo necesario.
– Bueno, no le cuente nunca a Wallace que se lo he dicho, seguramente fue culpa mía que ese gilipollas fuera a ver a los chicos, para empezar.
– ¿Por qué?
El policía miró a su alrededor con recelo. Falk se fijó mejor ahora y vio que parecía tener unos diecinueve años, sólo cuatro más que el chico mayor de Iguana. Los niños cuidaban a los niños, todos ellos lejos del hogar.
– Quizá no debiera hablar de ello aquí -dijo el soldado.
– Vamos. -Falk agitó el hielo en el vaso vacío-. Déjeme refrescarme con esto, y luego iremos a dar un paseo.
El muchacho fue a hablar con sus amigos mientras Falk pedía la tercera tónica con ginebra. Luego, ambos se encaminaron pasadas las mesas hacia el mar, bajaron por una pequeña pendiente hasta un estrecho dique flotante en el que entraban a veces los botes de recreo. Una lancha pequeña zumbaba lejos de la costa en la creciente oscuridad, rumbo al puerto deportivo, con las luces de navegación verdes y rojas encendidas. El dique se balanceó con el oleaje de su estela, crujiendo sobre los pilares.
Aquél era un lugar oportuno para escapar del bar a veces. Los que sentían una súbita punzada de añoranza entre copa y copa se refugiaban allí para animarse antes de reincorporarse a la pandilla. También servía de terreno de pruebas para los hombres y mujeres que consideraban la posibilidad de emparejarse para pasar la noche, un lugar para comprobar cómo iban las cosas con cierta intimidad. Pam y Falk habían ido allí la primera noche que ella le invitó a una cerveza, un recuerdo que le clavó una pequeña puñalada en el pecho. Pensó en ella encerrada en la casa, castigada sin privilegios, sólo porque su malvado novio había cabreado de algún modo a los profesores.
Aquella noche sólo había allí una pareja, acaramelada a un lado de la luz de la farola. Falk guió al policía militar hacia el otro lado, junto a la orilla del agua.
– ¿Cómo se llama, soldado?
El muchacho bajó la vista y vio que llevaba la placa cubierta con cinta adhesiva todavía. ¡Y eso que confiaban plenamente en los chicos!, pensó Falk.
– Disculpe -dijo él, quitándose la cinta-. Especialista Hilger. De Kentucky.
– Cuénteme lo que ocurrió.
– Fue todo por algo que se me escapó. Conté a unos tipos una noche en la cena algo de Shakeel, uno de los niños. Tiene trece años y ha tenido pesadillas. Algunas semanas, todas las noches. Se despierta gritando y bañado de sudor. Al final, decidimos que el mejor modo de calmarle era sacarle al aire libre. Las normas lo prohíben, no pueden salir en cuanto oscurece. Pero, demonios, funciona; y es mejor que dejar que despierte a los otros. Se calma paseando a la luz de la luna, hasta donde puede oír el ruido del oleaje sobre las rocas. Y el caso es que se corrió la voz, como pasa siempre, y ese capitán Van Meter debió enterarse.
– Y decidió tener una charla con Shakeel.
– Así es.
– Hubiese sido agradable que Wallace me lo contara.
– Supongo que creía que no tenía sentido. Shakeel le dijo a Van Meter que aquella noche no había salido. Así que no tenía sentido interrogarle otra vez para nada.
– ¿Y por qué me lo cuenta ahora? No puedo hacer absolutamente nada respecto a Van Meter.
– Porque Shakeel salió aquella noche. Y yo también. Era mi última semana de turno de noche, y estaba sentado a la mesa de fuera fumando un cigarrillo mientras Shakeel se calmaba paseando. Los dos estábamos demasiado asustados para contárselo al gilipollas de Van Meter, así que acabamos por no decírselo tampoco a Wallace. Pero creía que debería saberlo alguien. Sólo para aclarar las cosas.
– O para cubrirse las espaldas.
Hilger negó enérgicamente.
– No. Aceptaré con mucho gusto la culpa. Demonios, a lo mejor me mandan a casa. Quien me preocupa es Shakeel. Está previsto que vuelva a su país. En realidad, todos, si el alto mando deja de posponerlo. Pero si Van Meter descubre que Shakeel le mintió, bueno… -Se encogió de hombros-. Sabe Dios lo que pasará. Podría quedarse aquí atascado hasta los dieciocho años. Luego le trasladarían al Delta y a nadie le importaría una mierda.
– Entendido. No diré nada a nadie.
– Todavía no lo comprende, ¿verdad? Shakeel no sólo estaba allí fuera, sino que vio algo. En el agua. La misma noche que desapareció el sargento.
Falk miró alrededor para comprobar que estaban solos, atónito y preocupado de pronto. No se habría sentido más vulnerable si alguien hubiera tirado una granada bajo sus pies. La pareja que se besuqueaba seguía concentrada en lo suyo a unos seis metros de distancia, y parecía completamente ajena a todo lo demás. Pero había que cubrirse, pensar en la Seguridad Operativa.
– Vamos al muelle -dijo Falk mirando alrededor-. Y no le diga una palabra de esto a nadie. ¿Comprendido?
– Por supuesto. Es lo que prefiero.
Las tablas crujieron bajo sus pies cuando se encaminaron hacia el final, fuera del círculo de luz que proyectaba una lámpara sobre un pilar. Un pez aleteó en la superficie y desapareció.
– ¿Qué es lo que vio?
– Una lancha. No una grande. Una de esas neumáticas pequeñas.
– ¿Hinchable?
– Sí, como las que usan los comandos.
– ¿La vio usted?
Hilger negó.
– Yo estaba distraído, medio dormido. Shakeel no me lo contó hasta la noche siguiente. Creo que le asustaba, como si supiera que era algo que no debería haber visto.
– Pero si ni siquiera se ve la playa desde allí.
– Es que no la vio en la playa. La lancha pasó, justo más allá de la rompiente.
– ¿En qué dirección?
– Hacia el este.
– ¿Hacia el Campo América? ¿Hacia el lado cubano?
Hilger asintió.
– Los tres.
– ¿Tres botes?
– Tres personas. Una lancha. Son las personas que vio Shakeel.
Falk pensó un momento en ello. Algo no cuadraba.
– Ni siquiera había luna aquella noche. ¿Cómo pudo haber visto algo, no digamos ya hacer un recuento?
– Por las luces de nuestro campo. Están encendidas toda la noche. No son tan intensas como las del Delta, pero sí lo suficiente. Lo vio, de eso no hay duda. No tenía ninguna razón para inventarlo. Y sé que no ha oído nunca nada de ese sargento.
– ¿Y estaba seguro de que eran tres?
– Sí.
– ¿Y por qué no se lo contaron a Van Meter?
– Ya se lo he dicho. Por los chicos. Yo no estaba allí cuando fue Van Meter. No me enteré hasta después. No soportaría que destrozaran a Shakeel, encerrado aquí para siempre.
– ¿Y cree que es eso lo que ocurriría?
– Van Meter se lo dijo a los tres. «Si me mentís no saldréis nunca de aquí.»
– Valiente mamarracho. -Sin mencionar que era un interrogador estúpido. Otro idiota que había visto demasiadas pelis policíacas en las que los gilipollas agresivos consiguen las pruebas.
Читать дальше