– Será mejor que me ponga en marcha. La reunión informativa semanal de nuestro equipo empieza dentro de media hora.
– Estoy seguro de que se alegrarán mucho de que hayas vuelto.
– Sin duda -dijo Falk-. Todos aman a los parias.
La reunión ya había empezado cuando llegó Falk. Casi todos los personajes habituales habían adoptado la pose acostumbrada de los lunes por la tarde, recostados en los sillones alrededor de una mesa, que estaba cubierta de carpetas, cuadernos reglamentarios y algunas latas de refrescos. Dos ya habían conectado sus portátiles. El aire acondicionado estaba lo bastante fuerte para el almacenamiento de prendas de piel.
El ambiente se parecía al de una sala de profesores o al camarote del capitán de un barco: informal pero respetuoso, una mezcla tibia, salpicada de chistes interiores y alusiones irónicas al alto mando. Con frecuencia, había nuevas historias de la primera línea de los interrogatorios: «No vais a creeros lo que el loco de Mahfouz está diciendo ahora sobre su red…» y demás.
Pero Falk no estaba acostumbrado al efecto que su llegada produjo en el cuadro.
Se interrumpió la conversación.
Ninguno le saludó. Los cuatro colegas se incorporaron un poco en los asientos, le echaron una rápida ojeada y bajaron la cabeza hacia sus notas. Todos, excepto Phil LaFarge, el analista de información militar, que mantuvo la mirada con expresión de desprecio absoluto, como el anfitrión de una fiesta que acaba de sorprender a un borracho echando mano a la plata.
– ¿Es por algo que he dicho? -preguntó Falk.
– Bueno, no -contestó Jerry Parsons, de la DIA, el educado del grupo-. Es que nos dijeron que no volverías. Es decir, al equipo.
– ¿Y a qué otro sitio se supone que iría?
Parsons se encogió de hombros, miró a sus compañeros buscando apoyo, pero ninguno se lo prestó.
– Nos dieron a entender que tenías que ocuparte de otros asuntos, eso es todo.
– ¿O quizá que yo mismo era uno de esos asuntos?
Parsons sonrió, pero se le enrojecieron las mejillas.
– Ya sabes cómo son los rumores.
– Sí, bueno, aquí estoy. A falta de algo de trabajo para ponerme al corriente. Por cierto, ¿dónde está Mitch Tyndall?
– Ya sabes cómo va la cosa con los tipos de la Agencia -contestó LaFarge-. A veces están con nosotros, a veces tienen…
– ¿Que ocuparse de otros asuntos?
– No es eso lo que iba a decir.
– Da igual. Ya lo encontraré. Todavía nos hablábamos la última vez que lo comprobé.
Falk no tenía nada que aportar a la reunión, pues había estado fuera o preocupado con otras obligaciones desde la última sesión. Se puso cómodo para escuchar lo que tenían que decir los otros, pero advirtió que todos medían cuidadosamente sus palabras.
No es que en aquellas reuniones se trataran siempre temas esenciales. Falk suponía que en el mundo perfecto imaginado por los artífices del Campo Delta, aquellos foros semanales tenían que haberse convertido en el equivalente de información a las reuniones de señoras para hacer edredones: cada persona ofrecía un retazo de información vital para encajarla en el grandioso diseño general, mientras todos buscaban modelos, alineamientos, enlaces.
Pocas veces ocurría. Casi nadie ofrecía retazos, sino hebras, y aun así solía ser el mismo material deshilachado una semana tras otra. De todos los secretos de Gitmo, éste podría haber sido el más profundo y oscuro. Cuanto más le daban diariamente a la lengua, menos producía. El grueso de la población del Campo Delta se había vaciado durante meses. Cualquiera de auténtico valor había sido enviado a otro lugar del invisible archipiélago de la CIA o internado en el Campo Eco. Pero ésta era la única conclusión que no se mencionaba nunca en los comunicados que llegaban al público.
Falk tuvo que insistir bastante, pero consiguió convencer al equipo de que le asignaran a Jalid Al-Mustafá, un joven saudí, para posterior interrogatorio. Al-Mustafá tenía escaso valor, incluso conforme a los baremos de Gitmo. Hacía semanas que nadie hablaba con él, y Falk sólo le conocía de pasada como a un individuo listo que hablaba inglés bastante bien, un hombre rico de veintitantos años, de formación universitaria, que, con un poco más de adoctrinamiento y unos años más de lucha, podría haber sido un Bin Laden juvenil, pasando al terreno de los plenamente entregados, con los fondos familiares a su disposición.
En vez de eso había demostrado ser demasiado blando y consentido para lo que había empezado, que fue una de las razones por las que le habían capturado. Según los informes de campo, casi se había alegrado de que le capturaran, hasta que terminó con un billete de ida para Gitmo.
Al Mustafá era la presunta fuente de un chiste popular que circulaba cuando llegó Falk a Gitmo: «¿Cómo cantas un bingo de al-Qaeda? ¡Gritando B-52!».
Hacía varias semanas que le habían trasladado al Haj del Campo 4, con sus monos blancos, comidas más copiosas, ejercicio extra y celdas estilo barracones.
Tyndall apareció finalmente al final de la reunión. Al menos él no se mostró tan sorprendido al ver a Falk, y le saludó con una sonrisa y una venia, como casi siempre. Falk le llevó luego aparte, cosa nada difícil, ya que todos se marcharon lo más rápido posible.
– Voy a cobrarte ahora el favor que me debes -le dijo Falk-. Necesito entrar en el Campo Eco a ver a Adnan. Cuanto antes, mejor.
Mitch soltó un bufido.
– ¡Por Dios! Pides demasiado. -Miró alrededor para asegurarse de que los otros ya habían salido-. No es que sea imposible, pero doy por sentado que hay determinados aspectos del asunto que no querrías saber.
– Pareces enchufado.
– No tanto como me gustaría. Tal vez tú puedas decirme lo que pasa entre Fowler y Bokamper.
– Eso tendrás que sacárselo a ellos.
– Está bien. Pero no puedo llevarte al Campo Eco sin que se entere el equipo de seguridad de Fowler. Quizá no de inmediato, pero bastante pronto. Te aseguro que no querrás dejarte meter en lo que estén haciendo.
– La gente parece creer que ya estoy metido, así que correré el riesgo. Sólo necesito una hora.
– Puedo conseguirte media.
– Algo es algo. ¿Cuándo?
– Déjame comprobarlo. El problema es que a lo mejor no sigue allí mucho más tiempo.
– Entonces, tal vez deba esperar a que vuelva al Campo 3.
– No. Hablan de una entrega.
– ¿A Yemen?
– Eso dicen.
– ¿ Fowler?
– Lo siento, Falk. No puedo decírtelo.
– Sé leer entre líneas.
– No estoy seguro. Pero no puedo ayudarte más. Media hora, y no se lo cuentes a nadie. Y estate preparado para ir de inmediato en cuanto te avise.
– Sabes dónde encontrarme.
– Lo sabía hasta este fin de semana. ¿De qué iba todo el número de desaparición? Y con Pam en chirona, nada menos.
– Si no lo sabes de verdad, esto es más grave de lo que creía.
Tyndall guardó silencio, negó con la cabeza y se marchó.
Falk al fin tuvo ocasión de dejar las cosas en casa. Al menos el aire acondicionado todavía funcionaba. Buen trabajo, Harry. Miró el correo, pero sólo había una nota doblada de Whitaker:
Al fin consigo un permiso de este lugar horrendo. Una semana (¡maldita sea!). Lamento lo de Pam, pero me han dicho que no es tan grave. Apuesto que ya está fuera cuando regrese. Cruzo los dedos. Conserva la cerveza fresca. Whit.
Así que Whitaker al fin había conseguido lo que quería. ¡Estupendo! ¿O habría visto él también los malos augurios y habría decidido que no quería estar allí cuando las cosas se torcieran para su compañero? Tal vez hubiese tomado otro la decisión por él. Sin duda les resultaría más fácil tratar con Falk ahora que Whitaker no estaba en la casa.
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