Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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Falk retiró la cortina de la sala de estar, casi esperando ver un Humvee aparcado y policías militares subiendo por el camino. En su lugar, atrajo su atención el cielo. Un cúmulo de nubes se acercaba por el sureste, la primera señal de Clifford .

Los ruidos del estómago recordaron a Falk que era la hora de cenar. La cocina de la costa no parecía una opción agradable en aquel momento. Sólo encontraría más miradas y nuevas preguntas. Sacó un poco de lechuga mustia y una loncha de jamón de un paquete que pasaba tres días de la fecha de caducidad, los metió entre rebanadas rancias de pan de trigo y se tomó el emparedado en la encimera. La penumbra llenó la casa al son del goteo del grifo de la cocina.

Lavó el plato y cerró el grifo apretándolo muy fuerte, pero siguió goteando. Otro trabajo para Harry. No sabía qué hacer a continuación. Tenía una noche que matar por delante, pero no le apetecía leer, y en la casa no había televisor. Decidió mirar el correo electrónico, entrando al sistema por la línea que había instalado la base en la casa. Se preguntó despreocupadamente si haría aquel trabajo Harry también, aunque suponía que se habría encargado de ello algún contratista privado. Aquellos empleados no eran más seguros que Harry, en cierto modo. Típico. Construías la prisión más segura del mundo, la rodeabas de más de 2.400 soldados, y luego dejabas que un contratista privado llevara trabajadores mal pagados de todo el mundo para instalar las líneas de comunicación más esenciales.

Falk entró en el sistema y vio que Perkins, su colega del FBI, le había contestado hacía sólo una hora.

El mensaje decía:

///Para tu información: el infiltrado se llama Lawson. Ya no está en la DEA.

Salud, Perkins.///

Lawson. Casi seguro que se trataba de Allen Lawson, ahora de Global Networks, y aliado de Van Meter en el equipo de seguridad, además de rival empresarial del pobre Boustani. Parecía casi demasiado bueno para ser verdad, y Falk contestó a Perkins pidiéndole el nombre propio o la inicial. Si se trataba realmente del mismo individuo, entonces Lawson habría sido lo bastante amigo de los bancos de Perú y de las islas Caimán para improvisar algún tipo de transferencia rápida al banco de Ludwig. Pero ¿por qué, a menos que Lawson necesitara presionar de algún modo a Ludwig? Su amigo Van Meter ya era superior de éste. ¿Por qué iban a necesitar más presión?

La idea le recordó el Campo Iguana y su excelente ubicación estratégica. Aunque no le dejaran entrar, seguro que una visita al lugar sería mejor que quedarse esperando en la casa vacía.

Era hora de dar una vuelta en coche.

22

El Campo Iguana era un motivo de bochorno en un lugar que por lo demás no se excusaba. Era una casita blanca situada en un terreno con hierba, encaramada en lo alto de un acantilado y rodeada de una sola valla. A diferencia de la alambrada del Campo Delta, ésta no llegaba a cuatro metros de altura, y no tenía torres de vigilancia ni alambre de espinos.

Los propios prisioneros eran polémicos: tres muchachos afganos, que tenían de doce a catorce años cuando llegaron. Desde entonces, todos habían pasado un cumpleaños en cautividad.

El general Trabert aún se refería a ellos en público como «combatientes enemigos juveniles», pero los policías militares que atendían a diario sus necesidades los llamaban «los chicos», y se habían convertido en una causa célebre internacional entre los críticos de Gitmo.

Debido a ello, el Campo Iguana constituía ahora una parada regular de las visitas de los medios de comunicación a Gitmo, para que las autoridades pudieran enseñar las dependencias limpias, espaciosas y con aire acondicionado. Llevaban siempre a los muchachos rápidamente a otra habitación, y los mantenían en silencio y fuera de la vista mientras los periodistas inspeccionaban los dormitorios y la zona común.

Una de las partes obligatorias de la visita era un agujero de unos seis metros de largo que las autoridades habían cortado en la valla verde. Esto permitía a los chicos una vista panorámica del mar, y eran precisamente las posibilidades de esa vista lo que intrigaba a Falk.

Como se presentó sin invitación, le costó un poco más entrar que a los grupos de visitantes. Un policía militar avisó a un tal sargento Wallace, a quien no impresionó la identificación del FBI de Falk.

– Los muchachos están en clase de matemáticas -le dijo-. Podemos fijar una hora para mañana.

– Tengo bastante prisa.

– Quizás ellos también.

Como si cualquier prisionero de Gitmo tuviese prisa. Falk enarcó las cejas y Wallace comprendió lo disparatado del comentario, al parecer.

– Lo siento, pero es que tenemos muchas solicitudes y soy un poco protector.

– Entiendo -repuso Falk-. Será un momento.

Cuando no estaba cumpliendo con su deber de la reserva, era profesor. De bachiller elemental, nada menos, y había descubierto que los muchachos de Gitmo tenían en buena medida las mismas peculiaridades, angustias y cambios de humor que sus alumnos de Estados Unidos, con la excepción de que, en su caso, también se relacionaban con la carga emocional de la guerra y el encarcelamiento.

– Permítame prepararlos -le dijo Wallace-. Deben estar en sus habitaciones mientras hablamos.

Un par de minutos después, el policía le acompañó al interior. La puerta daba a una pequeña cocina y a un cuarto de televisión más pequeño, con un sofá y una mesita.

– ¿Ven la televisión por cable?

– Ya me gustaría. Sólo vídeos.

Había una pila de videocintas en la mesa del televisor. Sobre todo de National Geographic , y un par de películas: Fiel amigo y Colmillo blanco . Naturaleza con árboles frondosos, paisajes espléndidos y muy poca gente. Había un tablero de ajedrez con una partida empezada sobre la mesita de centro. En una esquina había un parchís, y, amontonados a un lado del sofá, tres cuadernos y libros de matemáticas. Falk sólo vio otro libro, un ejemplar de Jorge el curioso , en un idioma que parecía pashto.

Un pasillo corto llevaba a los dormitorios y al cuarto de baño. Ninguna de esas habitaciones tenía puerta, supuestamente para reducir las posibilidades de suicidio. Sería embarazoso ahora.

Un rostro moreno se asomaba de uno de los dormitorios, con grandes ojos oscuros y mirada inquisitiva. El muchacho desapareció rápidamente al ver que Falk lo miraba. Era difícil imaginar a alguien con una cara como aquélla cargando un kalashnikov o corriendo a esconderse detrás de una roca en las resecas colinas afganas, aunque Falk sabía que había sido bastante frecuente.

– ¿Qué necesita? -preguntó Wallace.

Antes de que Falk pudiera contestar, se oyó una voz infantil en el pasillo.

– ¿ Siñor Wallace, por favor?

Tímida, más una súplica que una pregunta.

– Espere un momento -le dijo Wallace a Falk-. Vuelvo enseguida.

Falk aprovechó para curiosear un poco más. Entró en la pequeña cocina, que estaba pulcrísima, aparte de los restos de la merienda en cuatro bandejas en el fregadero. Wallace debía haber comido con los chicos. Falk abrió la nevera y vio cartones de zumo y de leche, una tableta de chocolate, unas barritas de zanahoria y unas bandejas de cecina.

– ¿Tiene hambre? -preguntó Wallace con voz tensa.

– No. Sólo curiosidad.

– Como todos -dijo él en tono fatigado-. Sólo son niños, en realidad. No importa lo que puedan haber hecho antes de llegar aquí.

– Seguro que tiene razón. ¿Todo bien allí?

– Sólo una pregunta sobre los deberes.

Falk señaló con la cabeza la cocina blanca reluciente.

– ¿Se hacen ellos mismos las comidas?

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