No era de extrañar. Si un guardia del Campo Iguana oía rumores sobre los que hablaban árabe, era fácil imaginar lo que oirían los del Campo Delta.
Un sargento cooperativo le recibió en la jefatura de la policía militar. Falk anotó el nombre de Mustafá en una carpeta de pinza, con una serie de letras y números cifrados. Escribió siete caracteres en total, con un guión a continuación de los tres primeros, como un número telefónico. El prefijo (una letra seguida de dos números), el grupo propio y el equipo tigre. Falk era S04, el equipo número cuatro del grupo saudí-yemení. Los últimos cuatro números identificaban al individuo.
Algunos interrogadores se divertían intentando descubrir y memorizar los números de amigos y colegas, convirtiéndolo en broma de salón para divertir (o aterrorizar) a sus compañeros de copas. Falk había dado con el número de Tyndall después de seguirle una tarde al interior de la alambrada y lo había memorizado, aunque sólo fuese porque creía que un agente del FBI no debía perder de vista a la competencia. Corría el rumor de que la CIA conocía todos los números y tenía acceso directo a la lista general del archivo del Palacio Rosa.
– Vaya, ha venido usted por Mustafá -dijo el sargento-. Se pondrá contentísimo. Hace semanas que no habla con nadie. Tendrá toda suerte de noticias para usted.
– ¿Así que sigue siendo conversador?
El sargento sonrió e hizo un gesto de cotorrear con la mano.
– Es lo único que pueden hacer los otros cuando están en el patio para que se calle. Y habla inglés bastante bien, así que da la lata también a los guardias.
Era extraño que ningún detenido hubiese intentado hacerle daño. La población del Campo Delta solía ver con muy malos ojos a los bocazas. Claro que no era probable que los prisioneros inclinados a la venganza llegaran al Haj del Campo 4.
– Le llevaremos a la cabina -dijo el sargento.
– Estupendo. Ah, y si no es demasiada molestia, necesito comprobar algunas de las últimas hojas de registro. Refrescarme la memoria sobre parte del terreno que he estado cubriendo.
– ¿Se refiere a éstas? -preguntó el sargento, dando un golpecito a la tablilla con sujetapapeles.
– Y las de las últimas semanas. Tengo que echar una ojeada a las listas de guardias también. Ya conoce a la Oficina. Hay que poner los puntos sobre las íes, o se creen que nos pasamos todo el tiempo en la playa.
– No hay problema -repuso el sargento, que no parecía dispuesto a darle demasiada importancia-. Las buscaré mientras habla usted con Mustafá. ¿Sólo necesita los registros del Campo 4?
– Los del tres, en realidad. Es donde he trabajado casi siempre últimamente.
Eso detuvo un momento al sargento, al parecer. Los detenidos del Campo 3 eran los casos más difíciles. Pero al final asintió y dijo que haría lo que pudiese.
– Muy bien. Procuraré informar sobre su buena disposición, sargento…
– Badusky -repuso éste, retirando la cinta como un exhibicionista que se abre la trinchera-. Sargento Phil Badusky. Del 112.
Mustafá parecía entusiasmado por salir del patio. También debía haberle tentado un poco la idea del aire acondicionado. El guardia no se molestó en sujetarle los grilletes al suelo en cuanto llegaron, y el prisionero insistió en hablar inglés. Lo hablaba mejor de lo que recordaba Falk.
– He estado practicando -dijo, con un floreo-. Cuando estudiaba en Londres, siempre me iba bien, pero luego se me olvidó un poco. Así que ahora hablo inglés todos los días. Y se lo enseño a otros de mi pabellón. Me vendrá bien para los negocios cuando esté en casa.
– Suponiendo que vuelvas.
– Volveré. Algún día volveremos todos. Ni siquiera Donald Rumsfeld quiere alimentarnos siempre. Por cierto, eso me recuerda que podría decirle usted al cocina … ¿Cocina? ¿Es correcto?
– Cocinero.
– Cocinero , entonces. O chef. Sí, es mejor chef. Podría decirle usted al chef de mi parte, por favor, que no haga huevos cocidos para el desayuno. Están verdes por dentro, y secos. Basta de huevos cocidos.
– Lo comentaré.
Falk repasó parte del terreno anterior por el protocolo, y dedicaron unos minutos a verificar los nombres de la unidad de Mustafá, sus funciones y actividades en Afganistán. Ambos se aburrieron enseguida, y Falk no se resistió cuando Mustafá se limitó a intentar conversar. Fue entonces cuando Mustafá le pilló desprevenido.
– Así que, dime, ¿quién de ustedes es el marine? ¿Eres tú, quizás?
– ¿El marine?
– El que dicen que conoce a los cubanos. ¿Es verdad esa historia?
Falk notó el calor en las mejillas. Sabía que para un observador experto debía haberse encendido como una alarma. ¿Sería aquél el mismo cabo que había atado Pam?
– Verás, en realidad yo no…
– Tienes que haberlo oído también, ¿no?
– No puedo decir que sí. ¿Es así como pasáis ahora el rato vosotros, inventando historias sobre nosotros?
– Qué va, esto no ha salido de nosotros. Fue uno de vosotros.
– ¿Nosotros?
– Del interrogatorio. De las preguntas, no de las respuestas. Los nuevos que hacen preguntas, ellos lo han estado diciendo.
– ¿Quiénes?
– Dos de ellos. Con muchas preguntas extrañas. Pero tienes que saberlo. Te estás burlando de mí.
¿Qué podía decir Falk? Todas las posibles respuestas llevaban a un punto peligroso. Se alegró de haber recobrado la compostura antes de que el simple Mustafá se diera cuenta. Un detenido más atento -como Adnan, por ejemplo-, lo habría advertido de inmediato. Falk consideró la posibilidad de hacerle más preguntas sobre «los nuevos», pero sólo habría añadido leña al fuego de los rumores. Así que se irguió más en la silla, procuró adoptar la expresión más impasible y desvió la conversación hacia otro tema. A los pocos minutos estaban aburridos de nuevo, la mirada de Mustafá se había apagado.
Después, de nuevo en la jefatura, Falk seguía dando vueltas a las implicaciones de la historia de Mustafá cuando de pronto apareció el sargento Badusky con un registro y un archivador verde.
– Aquí tiene, señor. La lista de guardias del Campo 3 en el cuaderno y los registros de interrogatorios en la carpeta. Cubren más o menos un mes.
– Gracias. No me llevará mucho.
– Tómese el tiempo que necesite. Hay poca actividad. Toda la semana ha sido así.
Falk buscaba yemeníes, que no era complicado porque conocía todos los nombres, aunque a veces una lista de cualquier país islámico parecía incluir por lo menos doce individuos llamados Mohamed.
Empezó cuatro semanas antes, y el primer nombre que encontró fue el de Adnan, una sesión a las cuatro de la tarde veinticuatro días antes en la cabina tres. El equipo y los números de identificación eran los suyos. En la misma página, había otros dos yemeníes, ambos interrogados por otros miembros del equipo de Falk. La semana siguiente encontró más anotaciones iguales de alguno de los sujetos yemeníes adjudicados a otros equipos, que también formaban parte del grupo saudí-yemení. Intentó recordar algunos nombres y rostros de aquellos equipos. Eran individuos razonables que habrían interrogado a los sujetos de forma rutinaria. Siempre que aparecía Adnan, figuraba el nombre de Falk. No habría esperado otra cosa.
Todo parecía normal hasta que encontró una referencia de hacía dos semanas, un martes a las 20:20 de la tarde, en que habían sacado a otro yemení para interrogarlo. Era una hora extraña, en el periodo de calma entre el horario diurno y el aumento de actividad que comenzaba habitualmente a las nueve o las diez de la noche. A aquella hora, casi todos los psicólogos e interrogadores se relajaban después de la cena, bien en sus casas o en el Tiki Bar.
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