Recorrió así unos cuatrocientos metros y llegó a su destino. Era otro puesto entoldado, excavado en la ladera, habitado entonces por unos cuantos reservistas de la Marina de New Jersey, miembros de la Unidad Móvil para la Guerra Submarina Costera. Habían montado unos prismáticos enormes en una plataforma giratoria del lado que daba al mar. No podía moverse nada en el océano que no vieran aquellos individuos desde allí arriba, aunque Falk no sabía lo que se vería de noche, incluso con lentes de visión nocturna.
Los dos individuos que hacían guardia se levantaron y salieron de la sombra cuando Falk bajó del Plymouth.
– ¿Qué tal, amigos?
– ¿Te has perdido o qué? -Ni rastro de sarcasmo. Parecían sinceramente perplejos al ver a un visitante civil.
– Precisamente quería veros a vosotros, lo creáis o no. Revere Falk, FBI.
La identificación del FBI solía afectar más a los reservistas que al ejército regular, sobre todo cuando estaban fuera de la alambrada. Los dos individuos parecían bastante impresionados.
– Sólo tengo que revisar algunos puntos de los sucesos de la semana pasada y figuráis en la lista de control.
La imprecisión no les preocupó, al parecer, y ambos asintieron.
– ¿Hay mucho que ver ahí fuera siempre? Me refiero al tráfico de embarcaciones.
– Barcos de pesca a veces, o un yate de crucero por el caribe, a una milla o así de la costa -contestó uno-. Un poco más cerca, suele verse la lancha de abastecimiento de JAX o una patrullera. Los nuestros vienen de frente, y a veces se ven los suyos en aquella dirección. -Señaló hacia el este-. Pero seguro que si salen los localizamos.
– Estupendo. ¿Lleváis un registro diario de todos?
– Claro -exclamó el segundo.
– ¿Conserváis el de hace una semana? ¿El del martes pasado, por ejemplo?
– Seguramente. -Se dio la vuelta para ir a buscarlo a la tienda, sin dejar de hablar-. ¿Quién ha autorizado esto?
– El general Trabert -contestó Falk sin inmutarse. Era bastante cierto, aunque el general rescindiese después su autorización.
– Perfecto -dijo el primero.
– ¿Os gusta estar aquí arriba?
– Más que allá abajo -contestó el primero, señalando con un gesto los lejanos tejados del Campo Delta, que incluso desde allí parecían achicharrarse en la calima-. Buena sombra. Brisa constante. Tal vez un poco solitario.
– Aquí está -dijo entonces el segundo individuo, acercándose con un diario en un estuche metálico-. La página del martes pasado parece bastante vacía.
Lo habitual. Se mencionaban las condiciones meteorológicas y la visibilidad, todo claro y normal. Ni tormentas ni lluvias nocturnas ni cambios de viento importantes. Lo mismo que había dicho el encargado del puesto de control del puerto. La única mención de botes era un barco de pesca cubano a lo lejos hacia el este, y una patrullera de la Marina avistada de madrugada.
El resto de la página estaba en blanco, sin actividad después de oscurecer. Con tan poco que hacer, Falk se preguntó si dormitarían o jugarían a las cartas. Él lo había hecho de marine. Y razón de más para no perderse nada. Estarían absolutamente deseosos de actividad.
– Gracias -dijo Falk, devolviéndoselo-. Tiene que ser bastante aburrido.
El primero se encogió de hombros.
– Algunas patrullas paran aquí. También ellos se aburren un poco. Claro que se creen que esto en jauja. Uno llama a este sitio el cenador, como si nos pasáramos la noche con los pies en alto bebiendo cerveza. Y lo mismo los de las lanchas neumáticas. Nos hacen una visita de paso hacia la salida y a veces sueltan una pulla también.
– ¿Lanchas neumáticas? -preguntó Falk, procurando adoptar un tono indiferente.
– El contraespionaje militar los lleva al mar a veces -contestó-. Constituyen una especie de patrulla costera informal por la noche. Pero se supone que no lo sabe todo el mundo, y por eso no lo anotamos.
– Pero Trabert lo autorizó -dijo el segundo individuo.
– Sí, es legal y todo eso.
– ¿Con qué frecuencia lo hacen?
Ambos se encogieron de hombros.
– No es que anuncien un programa -contestó el segundo.
– ¿Y dónde está su punto de salida?
– En la Playa Azul. Pasan por aquí para llegar a la carretera de acceso.
Quedaba pocos kilómetros al oeste de donde había salido Ludwig.
– ¿Pasaron por aquí el martes pasado por la noche?
Los dos hombres se lo pensaron un momento y luego cabecearon.
– Se habrían parado. Casi siempre lo hacen.
– ¿Casi siempre?
– Siempre.
– ¿La misma tripulación cada vez?
– No sé si la llamaría tripulación. Dos por bote. Diferentes individuos. Supongo que lo establecen por rotación.
– ¿Quién es su almirante, a falta de una denominación mejor?
– El capitán Van Meter. Él siempre para aquí. Es un buen tipo.
– Sí. Lo conozco. Muy experto.
– Por eso le aprecian sus hombres. Nunca les pide que hagan algo que él no haría.
Como surcar el oleaje de noche en un bote hinchable. Aunque no aquella noche concreta, al parecer. O no desde allí. De hecho, si querías hacer un viaje rápido a la Playa Molino, habría sido mejor punto de partida la Playa Escondida que la Playa Azul, sobre todo si no querías que te vieran al ir hacia allí. Pues no sólo quedaba más retirada, sino que Falk acababa de comprobar en su mapa que el acceso a la misma estaba prohibido oficialmente, cerrado para proteger el delicado ecosistema. Una de esas rarezas que encuentras de vez en cuando en las instalaciones militares, como una reserva de águilas junto a un polígono de artillería.
– ¿El general te ha dado algún tipo de orden que puedas enseñarnos? -preguntó el primer individuo, que tal vez hubiese empezado a desconfiar-. ¿Alguna nota?
– ¡No!-contestó Falk, dándose la vuelta para marcharse-. Sólo de palabra. Tendréis que fiaros.
– ¿Fiarnos?
– Sí. Y gracias por todo. Una última pregunta. ¿Cuándo llovió por última vez aquí arriba?
El segundo individuo, que parecía aún conforme con todo, miró el diario y silbó:
– Ni una gota en veintidós días.
O sea, bastante antes de que desapareciera Ludwig. Bien.
– Gracias, amigos. Que tengáis una noche tranquila.
– Siempre la tenemos.
Falk se dirigió en el coche a continuación hacia la carretera que llevaba a la Playa Escondida. Le llevó un par de intentos fallidos y giros erróneos, pero al fin encontró una pista que usaban las patrullas motorizadas y que parecía seguir la dirección correcta. Por suerte, todavía había bastante luz, aunque las nubes eran más amenazadoras que nunca. Allí arriba, el viento estaba cobrando fuerza, entre los quince y los veinte nudos. Según lo último que le habían dicho, no había peligro de que Clifford se convirtiera en huracán. Se suponía que la tormenta se estaba debilitando, aunque aún era lo bastante fuerte para que la Guardia Costera llamara pronto a los Balleneros de Boston que patrullaban. No tenía sentido arriesgarse a tener que rescatar los propios botes cuando no había nadie más en el mar. La atmósfera daba la sensación de que el cielo estuviera a punto de abrirse, y Falk sabía que tenía que apresurarse.
Siguió la pista, apartándose lo imprescindible de la playa y aparcó. Localizó luego un sendero ancho que seguía cuesta abajo y siguió unos cientos de metros hacia la playa. Era coral triturado, lo que significaba que no quedarían huellas fácilmente.
En cuanto inició el descenso le sobresaltó un súbito susurro en la maleza a su izquierda. Se paró en seco, tenso, con las manos extendidas como un luchador que tiene que rechazar un ataque. Parecía que estuviese de guardia en la alambrada, sólo que se encontraba muy en el interior del territorio estadounidense. Prestó atención un poco más, pero no oyó más movimiento ni sonido. Habría sido una iguana que corría a ponerse a cubierto.
Читать дальше