Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– Dile a Cristina que encuentre a alguien que trabajara en casa de Rivero el sábado por la noche. Debieron de darle algo de cenar a Tateb Hassani, lo que implicaba que había un cocinero, empleados de servicio, esa clase de gente.

34

Sevilla. Jueves, 8 de junio de 2006, 21:50 horas

– Creo que deberíamos pillar a Eduardo Rivero solo -dijo Falcón-, sin que puedan ayudarle ni Jesús Alarcón ni Ángel Zarrías. Tateb Hassani estaba en su casa, era su invitado, y fue asesinado en sus oficinas. Si podemos hacerle confesar a él primero, estoy seguro de que nos entregará a los demás.

– ¿Y el transporte? -dijo Elvira-. ¿Podemos dar con el vehículo que trasladó el cadáver desde casa de Rivero hasta los contenedores de la calle Boteros?

– La única persona que vio el vehículo es un anciano alcohólico que observaba de noche desde una altura de diez metros -dijo Falcón-. Todo lo que nos ha dicho es que se trataba de un coche familiar de color oscuro. Ramírez está allí ahora con Pérez, intentando encontrar un testigo más fiable. También estamos comprobando todos los coches que están a nombre de Rivero y de su mujer, por si alguno encaja con la descripción.

– ¿Y quién vigila la casa de Rivero?

– Serrano y Baena tienen a Ángel Zarrías bajo vigilancia las veinticuatro horas -dijo Falcón-. No se irán de allí hasta que él no se vaya. ¿Y si pedimos una orden para registrar la casa de Rivero?

– Eso me preocupa un poco, Javier -dijo Elvira-. Puede que Rivero no sea el líder de ningún partido importante, pero es un personaje muy distinguido en la sociedad sevillana. Conoce a todo el mundo. Tiene amigos destacados en todos los sectores, incluyendo la judicatura. El triunfo que ahora tiene en la manga es la sorpresa. Él no sabe que se ha identificado a Tateb Hassani ni que se está al corriente de que estuvo en su casa días antes de que lo asesinaran. Si pido una orden de registro tendré que explicar los motivos y revelárselo todo al juez. Con lo que aumentarán las posibilidades de que alguien le vaya con el cuento y estropee su sorpresa.

– ¿Prefiere que antes lo haga confesar?

– Las dos opciones tienen sus riesgos.

– Ahora celebran una reunión -dijo Falcón-, y probablemente luego cenarán. Veamos qué nos deparan las próximas horas y reunámonos antes de llevar a cabo el movimiento definitivo.

Falcón volvió a su casa para comer algo y pensar en cuál era la mejor manera de hacer hablar a Eduardo Rivero. Le llamó el inspector jefe Luis Zorrita, porque quería hablar con él del asesinato de Inés. Falcón le dijo que ese era el único momento que tenía libre.

Encarnación le había dejado un filete de solomillo de cerdo. Se preparó una ensalada y cortó unas patatas y la carne. Picó unos dientes de ajo y los echó en la sartén con el solomillo y las patatas. Vertió un poco de whisky barato encima y dejó que prendiera. Se lo comió sin pensar en la comida y bebió un vaso de rioja tinto para relajarse. En lugar de pensar en Rivero, Inés ocupó su mente, y sus pensamientos comenzaron a jugarle malas pasadas. No se acababa de creer que estuviera muerta, a pesar de que la había visto en el río. Inés había estado en su casa… ¿el día antes por la noche?

El ambiente estaba cargado en la cocina, así que cogió su vaso de vino y se sentó en el patio, al borde de la fuente, bajo el calor que aún descendía por los muros como una prensa gigante e invisible. Inés y él habían hecho el amor en esa fuente. Eran días de euforia, salvajes: los dos solos en esa casa colosal, corriendo desnudos por la galería, escaleras abajo, por el claustro. Estaba tan guapa entonces, cuando la juventud les contagiaba su locura. Él, por otro lado, ya llevaba sus cadenas, sólo que no lo sabía, no podía verlo. Se le ocurrió que probablemente era él quien la había empujado en brazos de Esteban Calderón, el hombre que había acabado matándola.

Sonó el timbre. Abrió a Zorrita, lo invitó a sentarse en el patio y le ofreció una cerveza. Falcón acababa de relatarle su matrimonio con Inés, la aventura de ella con Calderón, su separación y su divorcio, cuando le vibró el móvil. Contestó en su estudio, tras cerrar la puerta del patio.

– Hemos tenido suerte con el coche -dijo Ramírez-. Hay un bar en la calle Boteros que se llama Garlochi. Un sitio raro. Lleno de imágenes de la Virgen. El bar tiene un dosel que parece un paso de Semana Santa, iluminado con velas. Queman incienso, y te sirven el cóctel de la casa en un cáliz de cristal. Se llama «Sangre de Cristo».

– Debidamente decadente.

– Las otras veces que habíamos inspeccionado la zona estaba siempre cerrado. El propietario me ha dicho que estaba cerrando el sábado por la noche, o mejor dicho, el domingo de madrugada, cuando vio entrar un coche marcha atrás en el callejón sin salida. Su descripción encaja con la del testigo de Cristina, sólo que él lo vio perfectamente cuando entraba de culo en el callejón. Reconoció que era un Mercedes E500 porque quería comprarse uno pero no podía permitírselo. También miró la matrícula porque le pareció que esos tres tipos se comportaban de manera sospechosa, pero de eso hace casi una semana. Todo lo que recuerda es que era una matrícula de las nuevas, que comenzaba por 82 y que le parece que la última letra era una M.

– ¿Eso te sirve de ayuda?

– Baena acaba de decirme que en casa de Rivero han aparecido tres coches más -dijo Ramírez-. He comprobado las matrículas y pertenecen a Lucrecio Arenas, César Benito y Agustín Cárdenas. Los estamos investigando…

– Lucrecio Arenas fue quien introdujo a Jesús Alarcón en Fuerza Andalucía a través de Ángel Zarrías -dijo Falcón-. A los otros dos no los conozco.

– Escucha. El coche de Agustín Cárdenas es un Mercedes Estate E500 negro, y la matrícula es 8247 BHM.

– Ese es nuestro hombre -dijo Falcón.

– Te volveré a llamar cuando sepa algo más.

Falcón regresó con Zorrita y se disculpó. Zorrita dijo que no tenía importancia. Falcón le habló de la última vez que había visto a Inés. Dijo que se había presentado en su casa de manera inesperada el martes por la noche, soltando palabrotas contra su marido y sus incesantes líos de faldas.

– ¿A usted le caía bien Esteban Calderón? -preguntó Zorrita.

– Antes sí -dijo Falcón-. A la gente le sorprendía. Sólo mucho más tarde averigüé que él e Inés habían tenido una aventura durante la última etapa de nuestro breve matrimonio. Me parecía una persona inteligente, bien informada, culta, y probablemente sigue siéndolo. Pero también es arrogante, ambicioso, narcisista y muchos otros adjetivos que ahora no encuentro en mi cerebro.

– Interesante -dijo Zorrita-, porque me ha preguntado si usted podría ir a verle.

– ¿Para qué? -preguntó Falcón-. Sabe que no puedo hablar de su caso.

– Dijo que quiere explicarle algo.

– No estoy seguro de que sea una buena idea.

– Usted decide -dijo Zorrita-. A mí no me importa.

– Entre nosotros -dijo Falcón-. ¿Ha confesado?

– Casi -dijo Zorrita-. Hubo un momento en que se hundió, pero no de la manera habitual. No es que su conciencia quisiera sacar a la luz la verdad, sino que de pronto dudaba de sí mismo. Al principio fue todo arrogancia y resistencia. Rechazó un abogado, lo que significa que pude mostrarme bastante brutal con él acerca de la manera en que había maltratado a su mujer. Creo que no fue consciente de la intensidad de su rabia, de la brutalidad que había desatado ni del daño que le había hecho. Los detalles de la autopsia le afectaron mucho, y fue entonces cuando su seguridad se tambaleó y comenzó a pensar que podía haberlo hecho.

»Me relató la llegada a su apartamento como si me contara una película y no tuviera muy claro cómo se desarrollaba la historia. Al principio dijo que había visto a Inés de pie junto al fregadero, pero luego cambió su versión. Al final creo que había dos Calderones. El juez y esa otra persona, casi siempre encerrada pero que saldría y volvería a dominarle.

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