Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– Tengo que llamar a Elvira antes de actuar -dijo Falcón-. Lo que quiero que hagamos tú y yo es entrar en cuanto Rivero se quede solo y hacerle confesar para que delate a todos los implicados en la conspiración, no sólo a los secundarios.

– ¿Conoces a Eduardo Rivero? -preguntó Ramírez.

– Lo conocí en una fiesta -comentó Falcón-. Es increíblemente vanidoso. Ángel Zarrías lleva años intentando que abandone el liderazgo de Fuerza Andalucía, pero a Rivero le encantaba la posición que le confería.

– ¿Cómo ha conseguido Zarrías que dimita?

– Ni idea -dijo Falcón-. Pero Rivero no es un hombre que renuncie a su ego a la ligera.

– Ocurrió el día del atentado, ¿verdad?

– Fue ese día cuando lo anunciaron.

– Pero ya lo debían de tener preparado -dijo Ramírez-. ¿Zarrías nunca te lo mencionó?

– ¿Sabes algo del asunto, José Luis?

– Unos periodistas que conozco me dijeron que corrían rumores de que Rivero estaba metido en un escándalo sexual -dijo Ramírez-. Con menores. Desde lo de la bomba ya no están tan interesados por ese asunto, pero que entregara el liderazgo del partido a Jesús Alarcón les puso la mosca detrás de la oreja.

– Así pues, ¿qué estrategia propones, José Luis? -dijo Falcón-. Hablas como si quisieras volver a convertirte en alguien antipático.

– Creo que no te equivocas -dijo Ramírez-. He estudiado un poco el caso de Eduardo Rivero, y creo que podría ser una manera de hacer que se sienta incómodo. Dejar que se confíe y se sienta aliviado cuando terminemos con las insinuaciones de escándalo, y entonces le echamos a la cara lo de Tateb Hassani.

– Ese es tu estilo, José Luis.

– Es de los que a mí me miran por encima del hombro -dijo Ramírez-. Pero como a ti te conoce, y sabe que tu hermana es la pareja de Zarrías, esperará que nuestro encuentro con él transcurra dentro de los límites de la dignidad. Se dirigirá a ti pidiendo ayuda. Creo que se derrumbará cuando le enseñes la foto de Tateb Hassani.

– Esperemos.

– Los vanidosos son débiles.

Falcón llamó al comisario Elvira y le informó de todo. Casi podía oler el sudor de su superior filtrándose por el teléfono.

– ¿Lo tiene claro, Javier? -preguntó Elvira, como implorándole a Falcón que le ayudara a tomar la decisión.

– Es el más débil de los tres, el más vulnerable -dijo Falcón-. Si no podemos hacerle confesar a él, nos esforzaremos en hacer confesar a los otros. Podemos hacer que las pruebas que hay contra él parezcan concluyentes.

– El comisario Lobo cree que es lo mejor.

Falcón se metió en el bolsillo el móvil y una foto de Tateb Hassani. Utilizó las puertas acristaladas que daban al patio para anudarse la corbata. Se puso la americana. Oía el ruido de sus zapatos sobre las losas de mármol del patio mientras se encaminaba hacia su coche. Condujo en medio de la noche: las calles silenciosas e iluminadas estaban casi vacías. Ramírez le llamó para decirle que Alarcón se había ido. Falcón le dijo que enviara a todo el mundo a casa a excepción de Serrano y Baena, que seguirían a Zarrías en cuanto se marchara.

No tardó demasiado en llegar a casa de Rivero y encontró aparcamiento en la plaza. Se acercó a Ramírez, que estaba en la esquina. Serrano y Baena estaban en un coche camuflado delante de la casa de Rivero.

Llegó un taxi y dobló hacia las puertas de roble de Rivero. El taxista salió y tocó el timbre. Al cabo de un momento salió Ángel Zarrías y se metió en el taxi, que se alejó. Serrano y Baena esperaron hasta que prácticamente hubo desaparecido antes de seguirlo.

Cristina Ferrera había vuelto a su casa en taxi. Estaba tan agotada que olvidó pedirle el recibo al taxista. Sacó las llaves y se dirigió a la puerta de su edificio. Un hombre sentado en las escaleras que llevaba hacia su puerta la puso a la defensiva. El hombre levantó las manos para dar a entender que no quería hacerle daño.

– Soy yo, Fernando -dijo el hombre-. Perdí su número, pero me acordaba de su dirección. He venido para aceptar su oferta de un lugar donde dormir. Mi hija, Lourdes, ha salido esta noche de la unidad de cuidados intensivos y ahora está en una habitación con mis suegros. Necesitaba salir un rato.

– ¿Hace mucho que espera?

– Desde el atentado no he vuelto a mirar el reloj -dijo-. Así que no lo sé.

Subieron al piso de Ferrera, en la cuarta planta.

– Está cansada -dijo Fernando-. Lo siento, no debería haber venido, pero no tengo otro sitio donde ir. Me refiero a un sitio donde me sienta cómodo.

– No pasa nada -dijo Ferrera-. No es más que un día agotador después de una serie de días agotadores. Estoy acostumbrada.

– ¿Ya los han cogido?

– Estamos a punto -dijo ella.

Ferrera dejó el bolso en la mesa del comedor, se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla. En el cinturón llevaba enganchada una funda con una pistola.

– ¿Sus hijos duermen? -preguntó Fernando en un susurro.

– Cuando trabajo hasta tarde duermen con mi vecina.

– Sólo quería verlos dormir, sabe… -dijo Fernando, y agitó la mano, como si eso explicara su deseo de normalidad.

– No son lo bastante mayores como para dejarlos solos toda la noche -dijo Ferrera. Se fue a su dormitorio, desenganchó la pistolera del cinturón y la metió en el cajón de arriba de la cómoda. Se sacó la blusa de la cintura.

– ¿Ha comido? -preguntó.

– No se preocupe por mí.

– Voy a meter una pizza en el microondas.

Ferrera abrió un par de cervezas y puso la mesa. Puso sábanas limpias en una de las camas de los críos.

– ¿Son cotillas sus vecinos?

– Bueno, ahora es usted famoso, así que es probable que comenten que ha estado aquí -dijo Ferrera-. Saben que yo era monja, así que mi virtud no les preocupa demasiado.

– ¿Era monja?

– Acabo de decírselo -dijo Ferrera-. Bueno, ¿qué se siente?

– ¿A qué se refiere?

– A ser famoso.

– No lo entiendo -dijo Fernando-. Antes no era más que alguien que trabajaba en una obra, y de repente soy la voz del pueblo, y no por mí, sino tan sólo porque Lourdes ha sobrevivido. ¿Usted le ve la lógica?

– Usted se ha convertido en el centro de atención de lo que ha pasado -comentó Ferrera, sacando la pizza del microondas-. La gente no quiere escuchar a los políticos, quieren escuchar a alguien que haya sufrido. La tragedia le da credibilidad.

– Pues no le veo la lógica -dijo Fernando-. Digo lo mismo que decía siempre en el bar al que iba a tomar café por la mañana, y nadie me escuchaba. Ahora tengo a toda España pendiente de lo que digo.

– Bueno, puede que eso cambie mañana -dijo Ferrera.

– ¿Qué es lo que puede que cambie?

– Nada, lo siento. No puedo hablar de ello. No debería haberlo mencionado. Olvídelo. Estoy demasiado cansada para hablar.

Fernando entrecerró los ojos mirando el trozo de pizza que se estaba llevando a la boca.

– Están cerca -dijo Fernando-. Eso es lo que ha dicho. ¿Significa eso que saben quiénes son, o que ya los han cogido?

– Significa que estamos cerca -dijo Ferrera, encogiéndose de hombros-. No debería haberlo dicho. Son cosas de la policía. Se me ha escapado porque estaba cansada. No podía pensar con claridad.

– Dígame tan sólo el nombre del grupo -dijo Fernando-. Todos tienen esas absurdas iniciales como MIEDO: Mártires Islámicos Enfrentados a la Dominación de Occidente.

Ferrera no contestó.

– No me ha escuchado -dijo Fernando.

Frunció el ceño y repitió lo que había dicho.

– ¿Quiere decir que no eran terroristas?

– Eran terroristas, pero no islámicos.

Fernando negó con la cabeza, incrédulo.

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