Covo aplastó el Ducados tras una última y larga calada y entraron en su estudio. Algunas zonas estaban iluminadas. En el centro del cuarto había un bloque de piedra del que emergían unas cuantas caras. Todas daban la impresión de esfuerzo, como si estuvieran dentro de la roca y se asomaran al mundo, desesperadas por liberarse de la sustancia que las mantenía inmovilizadas. En las paredes, en la penumbra, estaban los espectadores. Cientos de cabezas, algunas moldeadas en arcilla, otras de cera, aterradoramente reales.
– No dejo entrar aquí a mucha gente -dijo Covo-. Se les pone la piel de gallina.
– Por el silencio, imagino -dijo Falcón-. Uno esperaría que tantas caras dijeran algo.
– A la gente le recuerda demasiado a la muerte -dijo Covo-. Mi talento no es artístico. Soy un artesano. Puedo recrear una cara, pero no puedo insuflarle vida. Están inanimadas, sin la motivación de un alma. Embalsamo a la gente en cera y arcilla.
– A mí me parece que las caras que salen de la roca están animadas -dijo Falcón.
– Creo que he comenzado a sentir la limitación de mi propia mortalidad -dijo Covo-. Deje que le enseñe a su amigo.
A la derecha del bloque de piedra había una mesa con lo que parecían cuatro cabezas bajo una sábana.
– He hecho cuatro copias de su cabeza sin cara -dijo Covo-. Luego he hecho una serie de bocetos del aspecto que creo que debía de tener. Al final he comenzado a modelar.
Levantó la sábana de la primera cabeza. No tenía nariz, ni boca ni orejas.
– Con esto intento hacerme una idea de cuánta piel y grasa debían de cubrirle los huesos -dijo Covo-. Le he echado un vistazo al resto del cuerpo y calculado lo gruesa que era la capa que lo cubría.
Quitó la sábana de las siguientes dos cabezas.
– En esta he trabajado con los rasgos -dijo Covo-, intentando encajar la nariz, la boca, las orejas y los ojos en la cara. La tercera, como probablemente ya habrá observado, es más decisiva. Una vez he alcanzado este punto hago más esbozos, trabajando con pelo y color. Esta cuarta figura la hice ayer por la noche. La pinté y le pegué el pelo esta misma mañana. Es todo lo que me atrevo a conjeturar.
La sábana se deslizó y reveló una cabeza de ojos castaños, pestañas largas, nariz aquilina, pómulos marcados, aunque las mejillas estaban un poco hundidas. La barba era muy corta; el pelo, largo, oscuro y lacio, y los dientes blancos y perfectos.
– Lo único que me preocupa es que me haya dejado llevar y me haya salido demasiado guapo -dijo Covo.
Falcón sacó fotos, mientras Covo seleccionaba algunos esbozos de otras apariencias posibles. A las once de la mañana Falcón cruzaba el río en dirección a Jefatura. Hizo escanear los esbozos y transferir la imagen de la víctima al ordenador. Telefoneó a Pintado e hizo que le mandara por e-mail las radiografías dentales. Elaboró una página con la edad aproximada del cadáver, la altura, el peso, la información acerca de la operación de hernia, los tatuajes y la fractura del cráneo. Telefoneó a Pablo, quien le dio el e-mail del hombre del CNI de Madrid que distribuiría la información a todas las demás agencias de inteligencia, al FBI y a la Interpol.
Ramírez le llamó justo cuando estaba a punto de salir.
– He hablado con el cirujano vascular del hospital -dijo-. Ha identificado la malla de la hernia que sacaron del cadáver. Se conoce con el nombre comercial de surumesh, la fabrica Suru International en Mumbai, India.
– ¿Él las utiliza?
– Para la hernia inguinal utiliza una alemana llamada timesh.
– Estás aprendiendo muchas cosas, José Luis.
– Estoy completamente fascinado -dijo Ramírez, en tono seco-. Me ha dicho que Suru International probablemente vende a los hospitales a través de mayoristas.
– Hablaré con Pablo. El CNI hará que Suru International le mande una lista de clientes.
– Luego tendrán que contactar con los hospitales a quienes suministran esos mayoristas. Es posible que algunos hospitales compren mallas a distintos fabricantes. Y luego están las clínicas especializadas en hernias. Esto va a llevar tiempo.
– Nos estamos moviendo en muchos frentes -dijo Falcón-. Ahora tengo una cara con la que trabajar. Tenemos las radiografías dentales. Estoy pensando más en Estados Unidos. Le habían hecho una ortodoncia…
– Casi todas las hernias inguinales aparecen después de los cuarenta -dijo Ramírez-. El doctor Pintado ha calculado que hace unos tres años que lo operaron. De modo que sólo tenemos que fijarnos en las operaciones de hernia de los últimos cuatro, pongamos cinco años. Quizá dos millones y medio de operaciones en todo el mundo.
– Sigue pensando positivamente, José Luis.
– Te veré el año que viene.
Falcón le dijo que había una reunión con el juez Del Rey a mediodía y colgó. Envió otro e-mail a su contacto en el CNI con la información acerca de Suru International. Se levantó para marcharse. Su móvil privado vibró, pero en la pantalla no apareció ningún nombre. De todos modos contestó.
– Diga.
– Soy yo, Consuelo.
Falcón se sentó lentamente, pensando: Dios mío. Se le removieron las tripas, le bulló la sangre. El corazón se le aceleró en el pecho.
– Ha pasado mucho tiempo -dijo Falcón.
– He leído lo de Inés -dijo Consuelo-. Quería decirte que lo siento mucho y que supieras que pienso mucho en ti. Sé que debes de estar muy ocupado… así que no te entretendré.
– Gracias, Consuelo -dijo Falcón, deseando que se le ocurriera algo más que decir-. Me gusta volver a oír tu voz. Cuando te vi por la calle…
– También lamento eso -dijo ella-. No pudo evitarse.
Falcón no sabía qué quería decir con eso. Necesitaba decir algo para que no le colgara, pero nada parecía relevante. En su mente sólo había un cadáver, mallas para hernias y dos millones y medio de operaciones en todo el mundo.
– Te dejo -dijo Consuelo-. Debes de estar aguantando mucha presión.
– Has sido muy amable al llamar.
– Era lo menos que podía hacer -dijo Consuelo.
– Me gustaría que volvieras a llamarme, ¿sabes?
– Pienso en ti, Javier -dijo ella, y todo acabó.
Falcón se reclinó en la silla, mirando el teléfono como si la voz de ella aún estuviera dentro. Consuelo había guardado su número durante cuatro años. Pensaba en él. ¿Significan algo esas cosas? ¿Era tan sólo una convención social? No lo parecía. Grabó el número de Consuelo en la memoria.
Hacía un calor horroroso en el aparcamiento situado detrás de Jefatura, y el sol, en medio de un cielo impoluto, inundaba los parabrisas. Falcón se sentó en el coche con el aire acondicionado soplándole en la cara. Esas pocas frases, el sonido de la voz de Consuelo, habían abierto todo un capítulo de su memoria que llevaba años cerrado. Meneó la cabeza y salió del aparcamiento de Jefatura. Se dirigió a El Cerezo por la parte de atrás, a través de los terrenos de la Expo, cruzando el río en el Puente del Alamillo. Llegó al lugar de la explosión al mismo tiempo que Ramírez.
– ¿Alguna noticia de los electricistas? -preguntó Falcón.
– Ha llamado Pérez. Han estado en diecisiete obras. Nada.
– ¿Qué hace Ferrera?
– Está buscando testigos que pudieran haber visto cómo arrojaban a nuestro amigo de la hernia al contenedor de la calle Boteros.
Entraron en la guardería. El juez Del Rey estaba solo, esperándolos en el aula. Se sentaron en los bordes de los pupitres. Del Rey cruzó los brazos y miró el suelo. Les hizo un perfecto resumen de los principales hallazgos de la investigación hasta el momento. No utilizó notas. Pronunció correctamente todos los nombres marroquíes. Tenía en la cabeza a qué hora habían tenido lugar todos los hechos dentro y alrededor de la mezquita. Había decidido impresionar a los dos detectives y funcionó. Falcón sintió que Ramírez se relajaba. El sustituto de Falcón no era ningún tonto.
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