Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– Estaba en la conferencia de prensa -dijo Ángel-. No había visto nada parecido en mi vida.

– Por un momento he pensado que tendríamos que lanzaros gases lacrimógenos -dijo Falcón, procurando llevar la conversación a un terreno intrascendente.

– Esto es un desastre para vuestra investigación.

– El juez Del Rey es un hombre muy competente.

– Estás hablando conmigo, Javier, con Ángel Zarrías, un experto en relaciones públicas. Lo que tenéis entre manos es…

– Lo sabemos, pero ¿qué podemos hacer? No podemos volver atrás en el tiempo y resucitar a Inés.

– Lo siento -dijo Ángel. El nombre de Inés le recordó que tenía que tenía que expresar sus condolencias-. Lo siento mucho, Javier. Me he dejado llevar por la locura que reinaba ahí dentro. Debe de haber sido muy duro para ti. Ni toda tu experiencia podía haberte preparado para eso.

A Falcón se le espesó la saliva en la boca mientras le llegaba otra inesperada acometida de amargo dolor. Estaba sorprendido. Creía haberse liberado de todo vínculo emocional con Inés, y sin embargo había extraños residuos. Él la había amado, o al menos creía haberla amado, y le asombraba que eso hubiera podido resistir la prueba de la crueldad y el egoísmo de Inés.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Ángel? -dijo Falcón, yendo al grano.

– Mira, Javier, no soy bobo. Sé que ni aunque supieras lo que ha pasado podrías decirme nada. Sólo quiero que sepas que el ABC está de tu parte. He hablado con el director. Si el comisario Elvira necesita ayuda, estamos dispuestos a darle todo nuestro apoyo.

– Se lo diré, Ángel -dijo Falcón-. Ahora tengo que dejarte, tengo otra llamada.

Falcón apagó un móvil y encendió otro. Era el escultor Miguel Covo. Tenía algo que enseñarle. Le explicó a Falcón cómo llegar a su taller, y él le dijo que estaría en diez minutos. De camino llamó a Elvira y le mencionó la conversación con Ángel Zarrías.

– En este mundo no hay nada gratis -dijo Elvira-, pero vamos a necesitar toda la ayuda que nos ofrezcan. Acabo de leer el informe de la autopsia y… Lo siento, Javier, no debería haberlo mencionado.

– La vi -dijo Falcón. Se le revolvió el estómago.

Pero no quería oírlo. Había leído autopsias de esposas y novias maltratadas, y se había quedado atónito ante la capacidad del cuerpo para encajar el castigo y seguir adelante. Desconectó de la voz de Elvira. No quería saber lo que Inés había sufrido.

– …un hombre civilizado, un abogado respetado y brillante, una persona culta. Nos veíamos en la ópera. Nunca se sabe, Javier. Aterra pensar que ni siquiera puedas confiar en esas certezas.

– Quizá no debería haberle mencionado la oferta de Ángel Zarrías.

– No le sigo.

– Ese es el talento de Ángel. Es un genio de la manipulación de la imagen.

– Se extenderá la sospecha de que estábamos al corriente del comportamiento de Calderón y lo aprobamos con nuestro silencio a causa de su enorme competencia -dijo Elvira, que parecía sentir pánico ante el poder de los medios de comunicación, ahora que había perdido a Calderón, su mejor comunicador-. Todo va a salir a la luz en cuanto el inspector jefe Zorrita comience a escarbar. Y luego están todas las mujeres con las que… ya sabe…

– ¿Follaba?

– No era esa la palabra que yo iba a usar -dijo Elvira-, pero sí, tengo entendido que no eran sólo una o dos. Periódicos menos escrupulosos que el ABC podrían descubrir quiénes eran, y tendremos más historias que se remontarán a años atrás… Pareceremos unos completos idiotas, o peor aún, por no haber visto de antemano los defectos de su carácter.

– Ninguno de nosotros lo sabía -dijo Falcón-. Así que no debemos sentirnos culpables al presentar el caso. Y si todas estas cosas tienen que aparecer en los medios de comunicación, así es la vida. Pero al menos sacaremos algo bueno de todo ello.

– ¿El qué?

– Cambiará la percepción de la gente. Ahora sabrán que cualquiera puede ser un maltratador. Ya no será exclusivo de zafios sin educación ni autocontrol, sino que también puede tratarse de una persona civilizada, culta e inteligente que llora oyendo Tosca.

Colgaron. El taller de Covo estaba cerca de la plaza del Pelícano, un cuadrado feo y moderno de bloques de pisos de los años setenta, cuya zona central, con bancos, se había convertido en un cagadero de perros. Falcón aparcó delante del estudio de Covo, situado en un recinto adyacente de pequeños talleres, y sacó una cámara digital de la guantera.

– Solía guardar todo esto en mi casa -dijo Covo, mientras guiaba a Falcón a través de una puerta de rejas de acero a una habitación totalmente desprovista de decoración, y en la que sólo había una mesa y dos sillas-. Pero mi esposa comenzó a quejarse cuando fui invadiendo otras habitaciones.

Covo preparó café fuerte, le quitó el filtro a un Ducados y lo encendió. Tenía la cabeza afeitada, y le sobresalía una fina pelusa blanca. Llevaba gafas de media luna con montura dorada, de modo que de cuello para arriba parecía un contable. Era un tipo delgado de cuerpo color nuez, y los brazos y piernas eran todo tendones y músculos. Todo ello resultaba visible porque vestía una camiseta de malla negra, unos pantalones cortos y sandalias.

– El único problema de este lugar es que en verano hace mucho calor -dijo.

Bebieron café. Covo no le dio ninguna información motu proprio. Estudió la cara de Falcón, mirándole de arriba abajo, de izquierda a derecha. Asintió, fumó, bebió el café. Falcón no se sentía incómodo. Le alegraba poder tomarse un respiro de la locura del mundo exterior en la compañía de ese extraño sujeto.

– Todos somos únicos -dijo Covo, al cabo de unos minutos-, y sin embargo también el mismo.

– Hay tipos humanos -dijo Falcón-. Me he dado cuenta.

– El único problema es que vivimos en una parte de Europa donde ha habido mucho intercambio genético -dijo Covo-. De manera que, por ejemplo, encontrará el marcador genético beréber e3b tanto en el norte de África como en la Península Ibérica. Aunque nos gustaría, me temo que no podré decirle dónde nació exactamente el cadáver, aparte de que es español o norteafricano.

– Eso ya es algo -dijo Falcón-. ¿Cómo ha encontrado el marcador genético?

– El doctor Pintado ha estado pidiendo que le devolvieran algunos favores en los laboratorios -dijo Covo-. Su cadáver tenía buena dentadura. Ya sabe que había llevado un corrector para mantenerlos alineados; caro y poco habitual en alguien de su generación. No se lo pusieron en España.

– Ha sido usted muy concienzudo.

– Supuse que la muerte de ese hombre tenía algo que ver con la bomba, así que he trabajado mucho y rápido -dijo Covo-. Lo importante es calcular cómo eso afecta a la forma de la cara, y el efecto global de una buena dentadura es impresionante. El pelo también es importante, el de la cabeza y el de la cara.

– ¿Cree que llevaba barba?

– El trabajo que hicieron con el ácido no fue demasiado esmerado. Estoy seguro de que llevaba barba, pero eso presenta otros problemas. ¿Cómo era? Todo lo que puedo afirmar es que no era larga ni enmarañada. Los dientes quizá indiquen que era un hombre que cuidaba su aspecto.

– Y llevaba el pelo largo.

– Sí, y tenía los pómulos marcados -dijo Covo-. Nariz prominente: parte del septum estaba intacto. Creo que estamos hablando de un individuo bastante atractivo, motivo por el que probablemente se molestaron tanto en destruirle los rasgos.

– Me sorprende que no le destrozaran los dientes.

– Habrían tenido que extraérselos uno a uno para asegurarse -dijo Covo-. Y eso lleva demasiado tiempo. Deje que le enseñe lo que he hecho.

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