Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– ¿Y cómo va a hacer eso? -dijo Ferrera-. Es prácticamente su cuñado.

– He aprendido unas cuantas cosas de José Luis -dijo Falcón, señalando con la cabeza la sala de interrogatorios donde estaba Rivero, en la que Ramírez acababa de entrar.

– Entonces me fijaré en los dos -dijo Ferrera.

Los ojos de Ángel Zarrías parpadearon cuando Falcón abrió la puerta. Sonrió y se puso en pie.

– Me alegro de verte, Javier -dijo-. Me alegro tanto de verte. ¿Has hablado con Manuela?

– He hablado con Manuela -dijo Falcón, que se sentó sin poner en marcha ninguno de los equipos de grabación ni hacer los trámites habituales de presentación-. Está furiosa.

– Bueno, la gente reacciona de maneras muy diferentes cuando detienen a su pareja en plena noche acusada de asesinato -dijo Zarrías-. Me imagino que algunos se enfadan. Yo mismo no sé cómo me sentiría.

– No estaba furiosa por tu detención -dijo Falcón.

– Se puso hecha una fiera con tus agentes -dijo Ángel.

– Fue después de que yo hablara con ella cuando se puso… encendida de ira -dijo Falcón-. Creo que esa es una descripción adecuada.

– ¿Cuándo hablaste con ella? -dijo Zarrías, incómodo y perplejo.

– Hacia las dos de la mañana -dijo Falcón-. A esa hora ya me había dejado cinco mensajes en el móvil.

– Claro… Es normal.

– Como sabes, puede llegar a ser una persona muy difícil cuando se deja llevar por las emociones -dijo Falcón-. No me fue posible decirle sólo que te habían detenido bajo sospecha de asesinato y ya está. Quería saber de quién, dónde y por qué.

– ¿Y qué le dijiste?

– Tuve que explicárselo poco a poco, porque, naturalmente, hay implicaciones legales, pero puedo asegurarte que sólo le dije la verdad.

– ¿Y cuál es esa «verdad» que le dijiste?

– Eso es lo que se supone que tú tienes que decirme, Ángel. Tú eres quien ha cometido el delito y yo el interrogador, y entre nosotros media una verdad. La idea es que hemos de llegar al fondo de esa verdad, pero no soy yo quien ha de decirte lo que has hecho. Eso es cosa tuya.

Silencio. Zarrías miró el equipo de grabación apagado. A Falcón le alegró ver que estaba confuso. Se inclinó hacia delante, puso en marcha la grabadora e hizo las presentaciones.

– ¿Por qué mataste a Tateb Hassani? -preguntó Falcón, reclinándose en la silla.

– ¿Y si te digo que yo no lo maté?

– Si quieres, para el propósito de este interrogatorio, no haremos distinción entre el cargo de asesinato y el de conspiración para asesinar -dijo Falcón-. ¿Eso te facilita las cosas?

– ¿Y si te digo que yo no tuve nada que ver con el asesinato de Tateb Hassani?

– Ya has sido implicado, junto con Agustín Cárdenas, por el anfitrión de la última y fatal cena de Hassani, Eduardo Rivero -dijo Falcón-. Un empleado del servicio doméstico de la casa te ha identificado como uno de los presentes en la escena del crimen. Así que negar que tuviste algo que ver con la muerte de Hassani te será una postura muy difícil de mantener.

Ángel Zarrías escrutó intensamente la cara de Falcón, algo que para él no era nada nuevo. Su antigua técnica, antes de su crisis nerviosa de 2001, era hacer frente a esas miradas con su expresión acorazada. Su nueva técnica consistía en recibirlas, llevarlas al borde de su profundo pozo y retarlos a mirar en su interior. Eso fue lo que hizo con Ángel Zarrías. Pero Ángel no se acercó. Le lanzó una dura mirada pero no se acercó al borde del pozo. Retrocedió y recorrió la sala con la mirada.

– No nos atasquemos en todos los detalles -dijo Falcón-. No me interesa quién puso el cianuro ni en qué, ni quién estaba presente cuando Agustín Cárdenas hizo el trabajo sangriento. Aunque sí me interesa saber de quién fue la idea de meter a Tateb Hassani en un sudario. ¿Pronunciasteis alguna oración islámica idónea para el momento? ¿Lo lavasteis antes de meterlo en el sudario? No nos resultó fácil de averiguar cuando lo descubrimos, hinchado y hediondo, con el sudario roto, en el vertedero de las afueras de Sevilla. Pero me pareció una cortés muestra de respeto de una religión a otra. ¿Fue idea tuya?

Ángel Zarrías echó su silla hacia atrás y, en su agitación, comenzó a medir la sala a pasos.

– No me estás diciendo nada, Ángel, y acabamos de empezar.

– ¿Qué demonios esperas que diga?

– Muy bien. Lo sé. Es difícil. Siempre has sido un buen católico, un hombre de una gran fe religiosa -dijo Falcón-. Incluso conseguiste que Manuela fuera a misa, y a ella le debió encantar que lo hicieras. La culpa es un estado que debilita a un buen hombre como tú. Vivir en pecado mortal debe de ser aterrador, aunque, del mismo modo, debe de ser una tarea descomunal tener que acudir al confesionario a contar el peor crimen que puede cometer un hombre. Voy a ponerte las cosas fáciles. Olvidémonos de Tateb Hassani por el momento y pasemos a algo que no te haga sentir tan incómodo, algo de lo que seas capaz de hablar, que te afloje las cuerdas vocales para, más adelante, volver a las revelaciones más difíciles.

Ángel Zarrías se paró en seco y miró a Falcón. Bajó los hombros, su pecho parecía el tejado de una catedral a punto de desplomarse.

– Muy bien, pregunta.

– ¿Dónde estabas el miércoles, siete de junio, entre la una y media y las tres de la tarde?

– No me acuerdo. Probablemente comiendo.

– Siéntate y piénsalo -dijo Falcón-. Fue el día después de la explosión. Recibiste una llamada telefónica de alguien que estaba desesperado. Estoy seguro de que lo recuerdas: un ser humano sumido en la zozobra que necesitaba hablar contigo.

– Ya sabes quién es, así que dímelo -dijo Ángel, que comenzó a pasear de nuevo su agitación.

– ¡Siéntate, Ángel! -tronó Falcón.

Zarrías nunca había oído gritar a Falcón. Se quedó estupefacto ante la cólera que hervía bajo aquella plácida superficie. Se giró hacia la silla. Se sentó y se quedó mirando la mesa con las manos entrelazadas y apretadas.

– Un guardia de seguridad te ha identificado -dijo Falcón.

– Fui al Museo Arqueológico y me encontré con un hombre llamado Ricardo Gamero.

– ¿Sabes lo que hizo Ricardo Gamero media hora después de hablar contigo?

– Se suicidó.

– Fuiste la última persona que habló con él cara a cara. ¿De qué hablasteis?

– Me contó que sentía algo por otro hombre. Estaba muy avergonzado y angustiado.

– Me estás mintiendo, Ángel. ¿Crees que un agente del CGI entregado a su trabajo iba a dejar su oficina durante la investigación antiterrorista más importante en la historia de Sevilla para irse a hablar contigo de sus angustias sexuales?

– Me has hecho una pregunta y yo te he contestado -dijo Zarrías, sin apartar sus ojos de la mesa.

Falcón acribilló a Zarrías con preguntas acerca de Ricardo Gamero durante tres cuartos de hora, pero no consiguió que se desviara de su historia. Acusó a Zarrías de decirle a Marco Barreda, de Informaticalidad, que contara la misma mentira. Zarrías ni siquiera le concedió a Falcón la satisfacción de parpadear al oír ese nuevo nombre. Falcón, con mucha comedia, ordenó que llevaran a Barreda a Jefatura para interrogarlo. Zarrías se aferró a su historia con denuedo, sabiendo que esa era la diferencia entre la vida y la muerte en vida.

Eran ya más de las diez cuando Falcón volvió al asesinato de Tateb Hassani. Zarrías estaba pálido y mareado de tanto mantener ese muro de engaño. Tenía un ojo inyectado en sangre y los párpados inferiores le colgaban de las cuencas de los ojos para revelar una carne sin piel, surcada de venas y reluciente.

– Hablemos otra vez de Tateb Hassani -dijo Falcón-. Uno de los sirvientes de Rivero, Mario Gómez, os vio a ti, a Rivero y a Hassani subir las escaleras hacia las oficinas de Fuerza Andalucía para cenar el buffet que acababan de servir. Eran las 9:45. Rivero nos ha dicho que Agustín Cárdenas llegó un poco después y aparcó el coche bajo el arco de la entrada. Dime qué pasó en el tiempo que transcurrió desde que subiste las escaleras y bajaron el cadáver de Hassani para meterlo en el Mercedes E500 de Agustín Cárdenas.

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