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Robert Wilson: La ignorancia de la sangre

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Robert Wilson La ignorancia de la sangre

La ignorancia de la sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado. Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando… Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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A las 10.15 no había nadie en la oficina. El papeleo del atentado del 6 de junio en Sevilla seguía apilado hasta la altura de la rodilla alrededor de su mesa. La instrucción de la causa judicial contra los dos sospechosos restantes tardaría meses, posiblemente años, en elaborarse, y no había garantía de éxito. El gráfico mural colgado frente a la mesa de Falcón con todos los nombres y conexiones lo decía todo: había un agujero en lo que los medios denominaban «Conspiración Católica», o, mejor dicho, no un agujero, sino un callejón sin salida.

Cada vez que se sentaba a trabajar se le presentaban los mismos cinco hechos:

1) Aunque se había probado la vinculación de los dos sospechosos detenidos con los dos cabecillas de la trama -los cuatro eran católicos devotos y ultraderechistas, de ahí el nombre de la conspiración-, ninguno de ellos tenía la menor idea de quién colocó la bomba que destruyó un edificio de pisos y una escuela infantil cercana, en una zona residencial de Sevilla, el 6 de junio.

2) Los cabecillas, Lucrecio Arenas y César Benito, fueron asesinados antes de que se les pudiera detener. Al primero le dispararon cuando se disponía a zambullirse en su piscina de Marbella y al segundo lo degollaron brutalmente con un arma blanca y murió asfixiado en una habitación de hotel en Madrid.

3) Durante los últimos tres meses un sinfín de organismos, a instancias del Consejo de Administración, había registrado las oficinas del Banco Omni en Madrid, donde Lucrecio Arenas ocupó el cargo de director general. Entrevistaron a todos sus antiguos colegas y contactos empresariales, inspeccionaron sus propiedades e interrogaron a la familia, pero no encontraron nada.

4) También registraron el edificio del Grupo Horizonte en Barcelona, donde César Benito era arquitecto y miembro del Consejo de Administración de la rama de construcción. Registraron sus pisos, sus casas de la Costa del Sol y su estudio, y entrevistaron a todos sus conocidos, pero tampoco sacaron nada en limpio.

5) Intentaron obtener acceso al edificio de I4IT (Europa) en Madrid. Esta compañía era la rama europea de un grupo de inversión con sede en Estados Unidos dirigido por dos cristianos conversos de Cleveland, Ohio. Eran los accionistas mayoritarios de Horizonte y, gracias a un bufete de abogados bien remunerados, habían obstaculizado todas las investigaciones, arguyendo que la policía no tenía derecho a irrumpir en sus oficinas.

Cada vez que Falcón se sumía en sus reflexiones, sentado en la silla del despacho, se topaba con el gráfico y la dura pared de ladrillo.

Como de costumbre, el mundo no había dejado de moverse, ni siquiera después de los atentados de Nueva York, Madrid y Londres, pero Falcón tenía que marcar el paso sin avanzar, deambulando sin rumbo por el laberinto de pasadizos en que se había convertido la conspiración. Como siempre, le obsesionaba la promesa que hizo al pueblo de Sevilla el 10 de junio en unas declaraciones emitidas en directo: que encontraría a los autores del atentado de Sevilla, aunque tuviese que dedicar a ese objetivo el resto de su carrera. Ésa era su principal preocupación cuando se despertaba solo en la oscuridad, aunque nunca se lo reconocería al comisario Elvira. Había penetrado en la conspiración, había accedido al castillo oscuro, pero no había sacado nada en limpio. Ahora sólo le quedaba la esperanza de encontrar la «puerta secreta» o el «pasadizo oculto» que le condujese a la parte menos visible.

Lo que había observado es que la única persona que, durante aquellos tres largos meses, nunca estuvo lejos de sus pensamientos era el desacreditado juez Esteban Calderón, y, por asociación, la novia del juez, una escultora cubana llamada Marisa Moreno.

– ¿Inspector jefe?

Falcón levantó la vista del pozo oscuro de su mente y se topó con la cara atenta de una de sus mejores detectives jóvenes, la ex monja Cristina Ferrera. No había nada muy concreto que la hiciera atractiva: la nariz pequeña, la sonrisa grande, el pelo corto, liso y rubio mate no contribuían gran cosa. Pero lo que tenía dentro -un gran corazón, valores morales inquebrantables y una extraordinaria empatía- se reflejaba claramente en el exterior. Y eso es lo que le resultó tan atractivo a Falcón cuando la vio en la entrevista de trabajo para ese puesto que ahora era suyo.

– Supuse que estarías aquí, pero no respondías -dijo Cristina-. ¿Te has levantado temprano?

– Un ruso muy pintoresco ha muerto en la autopista a causa de una barra de acero volante -dijo Falcón-. ¿Tienes algo para mí?

– Hace dos semanas me pediste que investigase la vida de la novia del juez Calderón, Marisa Moreno, para ver si encontraba algo sucio -dijo Ferrera.

– Qué casualidad, estaba pensando en esa persona -dijo Falcón-. Cuéntame.

– No te entusiasmes demasiado.

– Ya veo, por tu cara -dijo Falcón, desviándose de nuevo hacia el gráfico mural-, que lo que sea no es gran cosa para dos semanas de trabajo.

– No es un trabajo exhaustivo, y ya sabes cómo son las cosas aquí en Sevilla: todo lleva tiempo -repuso Ferrera-. Ya sabes que la chica no tiene antecedentes penales.

– ¿Y qué has averiguado? -preguntó Falcón, advirtiendo un tono diferente en la voz de la detective.

– Después de conseguir que alguien hurgase en los archivos de la policía municipal, encontré una referencia.

– ¿Una referencia?

– Denunció la desaparición de una persona. Su hermana, Margarita, en mayo de 1998.

– ¿Hace ocho años? -dijo Falcón, mirando al techo-. ¿Y eso es interesante?

– Es lo único que he podido encontrar -dijo Ferrera, encogiéndose de hombros-. Margarita tenía diecisiete años y ya había abandonado los estudios. La policía local no hizo nada, salvo vigilarla al cabo de un mes, y Marisa informó de que su hermana ya había aparecido. Todo indica que la chica se había ido de casa con un novio que Marisa no conocía. Se marcharon a Madrid hasta que se les acabó el dinero y volvieron en autostop. Eso es todo. Fin de la historia.

– Bueno, si rio hay nada más, eso me da una excusa para ir a ver a Marisa Moreno -dijo Falcón-. ¿Hay algo más?

– ¿Has visto el mensaje del director de la cárcel? Tu reunión con Esteban Calderón está confirmada para hoy a la una.

– Perfecto.

Ferrera salió del despacho y Falcón se sumió en sus cavilaciones sobre Marisa Moreno y Esteban Calderón. Había un motivo evidente por el que Calderón nunca se alejaba mucho de su mente: al juez de instrucción del atentado del 6 de junio, un profesional eminente, pero también arrogante, lo habían sorprendido, pocos días después de la explosión, en un momento absolutamente crucial de su investigación, intentando deshacerse del cadáver de su esposa, que era fiscal, a orillas del Guadalquivir. La mujer de Calderón, Inés, era la ex mujer de Javier Falcón. Como jefe de Homicidios, Falcón tuvo que acudir al lugar. Cuando abrieron la mortaja y vio con sus propios ojos los rasgos hermosos pero inanimados de Inés, se desmayó. Dadas las circunstancias, la investigación sobre el asesinato de Inés pasó a una persona de fuera, el inspector jefe Luis Zorrita, de Madrid. En un interrogatorio de Marisa Moreno, Zorrita había colegido que la noche del crimen Calderón salió de casa de Marisa, cogió un taxi para irse a casa y abrió la cerradura de su piso, con dos vueltas de llave, para entrar. Zorrita había recabado un sinfín de detalles escabrosos sobre abusos sexuales y violencia doméstica, y logró arrancar a un Calderón atónito una confesión que permitió procesarlo. Desde entonces, Falcón sólo había hablado con el juez en una ocasión, en los calabozos, poco después del asesinato. Ahora estaba nervioso, no porque temiese un resurgimiento de sus emociones anteriores, sino porque, después de la lectura del expediente, creía haber encontrado un minúsculo resquicio en el núcleo de la conspiración.

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