Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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– Faisal nunca se convertirá totalmente a la causa -dijo Yacub-. Lo quieren muerto.

Capítulo 11

Centro comercial de la plaza Nervión, Sevilla. Sábado, 16 de septiembre de 2006,13.15

– No voy a hablar con nadie salvo con Javier -dijo Consuelo sin alzar la voz, pero con un tono tan brusco que todos los hombres le dieron la espalda, como si acabase de desenvainar una espada.

Estaban en el despacho del director del centro comercial de la plaza Nervión, desde el que se veía, a través de las finas persianas venecianas, la ancha calle Luis de Morales. En la habitación hacía frío. El sol era cegador e intenso en el exterior. Franjas blancas de intensa luz, de bordes multicolores, se proyectaban en la pared opuesta como una escalera de mano, en la que había un cuadro de Joan Miró. Consuelo sabía que el cuadro se titulaba Perro ladrando a la luna y, en realidad, representaba un perrito de colores vistosos, una cimitarra de luna blanca y un fondo negro implacable, sólo interrumpido por lo que parecía una vía férrea hacia el olvido. Le revolvía las tripas ver la intención de Miró; mostrar minúsculas formas en vastos espacios vacíos. ¿Dónde estaba Darío? Normalmente constituía una gran presencia en un espacio pequeño, pero ahora Consuelo sólo podía pensar en la indefensión del pequeño en la inmensidad del mundo exterior.

La imagen mental de su hijo venía en oleadas; de pronto se sentía fuerte y enérgica, inspirando respeto en todos los hombres de la sala, y al cabo de un instante tenía la cara entre las manos trémulas, para ocultar su vulnerabilidad y contener las lágrimas.

– Ésta no es la especialidad de Javier -dijo Ramírez, el único que la conocía lo suficiente como para poner algún tipo de objeción.

– Ya sé que no, José Luis -replicó Consuelo, levantando la vista del sofá-. Gracias a Dios. Pero no puedo… no quiero hablar con otra persona. Él me conoce. Puede sacar de mí todo lo necesario. No tenemos que empezar desde cero.

– Deberías hablar con los agentes del Grupo de Menores de la policía -dijo Ramírez-. El GRUME tiene mucha experiencia en casos de desaparición de niños. Y es importante que definamos cuanto antes las posibilidades y probabilidades de lo que pudo haber ocurrido aquí. ¿Es un caso de desaparición o es un secuestro y, en este último caso, cuáles podrían ser los motivos…?

– ¿Secuestro? -dijo Consuelo, alargando el cuello diez centímetros.

– No te alarmes, Consuelo -dijo Ramírez.

– No me alarmo, José Luis. Eres tú el que me alarma.

– Eso es lo que hacen los agentes del GRUME. Analizan el contexto. Evalúan las probabilidades. ¿Te has creado algún enemigo en el trabajo?

– ¿Y quién no?

– ¿Has notado que alguien ronde por tu casa?

Consuelo no respondió. Eso la hizo pensar. ¿Y el tipo del mes de junio pasado? El tipo agitanado que le musitaba obscenidades por la calle, sí, había vuelto a verlo en la plaza del Pumarejo, no muy lejos de su restaurante. Pensó que pretendía violarla en un callejón. Sabía su nombre. Sabía toda clase de cosas. Que su marido había muerto. Y, sí, su hermana, poco después, lo había descrito como el «nuevo vigilante de la piscina» cuando se quedó a cuidar a los niños y lo vio merodeando por los alrededores de la casa.

– Estás pensando, Consuelo.

– Sí.

– ¿Vas a hablar con los agentes del GRUME ahora?

– De acuerdo, hablaré con ellos. Pero en cuanto Javier esté localizable…

– Estamos intentando transmitirle un mensaje ahora -dijo Ramírez, dándole palmaditas en el hombro con una de sus manazas color caoba para tranquilizarla.

La compadecía. Él también tenía hijos. El abismo se había abierto ante él anteriormente y había cambiado su forma de ser.

* * *

Estaban molestos con Falcón. Douglas Hamilton, que estaba a punto de perder la calma habitual, lo azuzaba con ironía. Rodney ya lo había llamado hijo de puta. Falcón sabía por sus clases de inglés que eso era lo peor que le podían decir en Inglaterra, pero para él, que era oriundo del país donde más se insulta del mundo, era como quien oye llover.

Estaban irritados porque el dispositivo de escucha que le habían implantado no funcionó, pero lo que realmente los enfurecía era que Falcón no les contaba nada jugoso de su encuentro con Yacub.

– No nos puedes decir dónde estuvo en las cinco ocasiones que lo perdimos de vista. No nos puedes decir quién lo entrenó. No nos puedes decir por qué su hijo está con él en Londres…

– Eso no lo sé -dijo Falcón, interrumpiendo la retahíla-. No me lo dijo.

– A lo mejor tenemos que matar a ese cabrón -dijo Rodney.

– ¿A quién? -dijo Falcón.

Rodney se encogió de hombros como si diera igual.

– No habrá que llegar a tanto -dijo Hamilton con tranquilidad.

– Se encuentra en una posición muy difícil -dijo Falcón.

– Venga ya, vete al carajo -dijo Rodney.

– Así estamos todos, ¿no? -dijo Hamilton-. Estás hablando con gente que tiene dos mil presuntos terroristas bajo constante vigilancia. ¿No nos puedes dar al menos una pista, Javier?

– Puedo hablaros del empresario turco de Denizli.

– Eso me importa un huevo -dijo Rodney.

– Te escuchamos -dijo Hamilton.

– Han firmado un contrato para el suministro de tela vaquera a su fábrica de Salé -dijo Falcón-. La primera remesa se recibió…

– ¡Vete a tomar por el culo! -dijo Rodney-. Sabes bien en qué anda metido, pero no te da la gana de decírnoslo. El gilipollas del turco nos importa una mierda.

– A lo mejor sabíais que Yacub y el turco tenían una auténtica relación empresarial -dijo Falcón-, y estabais utilizando los leves antecedentes sospechosos para hacer que parecieran más amenazadores.

– Del turco ya estamos informados -dijo Hamilton, levantando una mano para aplacar los ánimos-. ¿Qué más nos puedes decir?

– Yacub no tiene conocimiento de ninguna célula activa del GICM que opere actualmente en el Reino Unido -dijo Falcón-. Eso no significa que no exista, sólo quiere decir que nunca le han pedido que entable contacto con ella, y no ha oído mencionar la existencia de ninguna en sus conversaciones con la rama militar del GICM.

– Genial -dijo Rodney.

– Al menos empieza a ir al grano -dijo Hamilton-. ¿Sabes qué hacía cuando los vigilantes del MI5 lo perdieron de vista?

– No exactamente. Lo único que sé es que es un asunto personal…

– ¿Que requiere espionaje de alto nivel?

– Para mantener la privacidad… sí -respondió Falcón.

– De acuerdo -dijo Hamilton-. Quieres decir que la persona o el grupo con quien se reunió en esas ocasiones no es una célula activa del GICM.

– Puedo confirmarlo -dijo Falcón-. También puedo confirmar que no se trata en modo alguno de enemigos vuestros.

– ¿Entonces por qué cojones no nos puedes decir quiénes eran? -dijo Rodney, cada vez más airado.

– Porque empezaréis a hacer suposiciones -dijo Falcón-. Si os digo una cosa, la juntaréis con otros fragmentos de información sobre Yacub, que a lo mejor no tienen nada que ver. Os formaréis una imagen errónea. Y luego actuaréis en función de vuestros propios intereses y no de los de mi agente, y lo más probable es que pongáis a Yacub y a su hijo en una situación de grave peligro.

– ¿Cuáles son los intereses de Yacub? -preguntó Hamilton.

– Que todas las personas próximas a él salgan vivas… y no necesariamente se cuenta entre ellas.

– No me jodas, y ahora nos viene con la chorrada del chivo expiatorio -dijo Rodney.

– ¿Por qué cree que no le ayudaríamos? -preguntó Hamilton.

– Yacub rechazó los acercamientos del MI6 y de la CIA -dijo Falcón-, porque tenía motivos para pensar que en breve lo considerarían prescindible.

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