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Robert Wilson: En Compañía De Extraños

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Robert Wilson En Compañía De Extraños

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Lisboa, 1944. Bajo el tórrido calor veraniego, mientras las calles de la capital bullen de espías e informadores, el final de partida de la guerra del espionaje se libra en silencio. Los alemanes disponen de tecnología y conocimientos atómicos. Los aliados están decididos a que los rumores de un «arma secreta» no lleguen a materializarse. Andrea Aspinall, matemática y espía, entra en este mundo sofisticado a través de una acaudalada familia de Estoril. Karl Voss, agregado militar de la Legación Alemana, ha llegado, reconcomido por su implicación en el asesinato de un Reichsminister y traumatizado por Stalingrado, con la misión de salvar a Alemania de la aniquilación. En la placidez letal de un paraíso corrompido, Andrea y Voss se encuentran y tratan de encontrar el amor en un mundo donde no se puede creer en nadie. Tras una noche de terrible violencia, Andrea queda atrapada por un secreto que le provocará adicción al mundo clandestino, desde el brutal régimen fascista de Portugal hasta la paranoia de la Alemania de la Guerra Fría. Y allí, en el reino helado de Berlín Este, al descubrir que los secretos más profundos no obran en manos de los gobiernos sino de los más allegados, se ve obligada a tomar la decisión más dura y definitiva. Un thriller apasionante que abarca desde la Europa de los tenebrosos días de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín.

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El domingo 22 de noviembre era el Totensonntag, el Día de Difuntos, y tras un oficio discreto oyeron que las dos fuerzas rusas estaban a punto de encontrarse y que el cerco era una conclusión cantada. El Führer salió del Berghofhacia Leipzig para volar hasta Rastenburg.

Mientras Voss acometía la tarea monumental de redactar las órdenes para el desalojo en fases del Sexto Ejército, el Führer detuvo su tren de camino a Leipzig y llamó a Zeitzler para prohibir expresamente cualquier retirada.

Zeitzler envió de vuelta a Voss a su habitación y éste, para apartar el pensamiento de la catástrofe, estudió la partida de ajedrez. Al hacerlo reparó en su error o, más bien, percibió la fuerza de la posición de su padre. Buscó la carta que había garabateado días atrás y descubrió que uno de los ordenanzas la había enviado por él. Sacó otra hoja de papel y escribió en ella una palabra. «Abandono.»

El Führer llegó a Rastenburg el 23 de noviembre y tras el impacto inicial por el éxito ruso los nervios se calmaron. En los días y semanas que siguieron al desastre, Voss fue testigo de la transformación del cuartel general de Rastenburg. Dejó de ser una instalación militar y se convirtió en un lugar legendario. Llegaban hombres que se quitaban mantos y capas de un tirón y realizaban milagros ante los ojos vidriosos de su líder. Ingentes divisiones poderosamente acorazadas, suministradas por arte de magia, aparecían y atacaban desde el sur para aliviar al ejército acongojado. Cuando, como en un estrambótico triles, esa fuerza no llegaba a materializarse, otro maestro apartaba un cortinaje de seda y mostraba flotas de aviones que suministraban y volvían a suministrar hasta que, recuperada su fuerza plena, el Sexto Ejército tomaba Stalingrado, rompía el cerco ruso y ocupaba su lugar en la leyenda germánica. Todo se hizo posible. Rastenburg se convirtió en un circo al que acudían a actuar los mayores ilusionistas del momento.

A esas alturas, en las semanas anteriores a Navidad, una enfermedad se instaló en las tripas de Voss. Las noticias de los hombres que morían de hambre y de frío y los consecutivos números de los prestidigitadores de todas las Fuerzas le sellaron el estómago. Se le hundieron los ojos azules en el cráneo, el uniforme le colgaba de las costillas. Bebía agua o schnapps y fumaba más de cincuenta cigarrillos al día.

A mediados de diciembre se realizó un intento de aliviar al ejército desde el sur. Los rusos frenaron el ataque y procedieron a machacar a las tropas italianas y diezmar la flota de transporte aéreo. Aun así el Führer denegó el permiso para la retirada del Sexto Ejército; sus ojos abrasaban los mapas de operaciones exigiendo la liberación.

Voss escuchó, primero la calidad del silencio en las conferencias de estrategia, que era negro, opresivo y atroz, y luego a los apóstoles lamebotas del Alto Mando que se comprometían a lo imposible por una mirada de amor del Führer. Solicitó un traslado al frente. Zeitzler se lo negó y, quizás al ver los huesos que le asomaban a Voss a través de la piel de la cara, adoptó personalmente el racionamiento de Stalingrado. Se les conocía por «los cadáveres».

No se había producido mejoría en la posición del Sexto Ejército alemán a principios de enero de 1943 y Voss, pálido y con la piel de la cara tensa sobre los huesos, se encontró en su cama fumando y tomando un poco del terrible schnapps de Weber. Tenía dos cartas delante, sobre la silla que antes ocupaban las partidas que jugaba con su padre. El ajedrez se había acabado desde su abandono de noviembre. Las dos cartas, ambas cortas, una de su padre y la otra de su hermano, le habían planteado un problema cuya única solución pasaba por una visita al coronel de las SS Bruno Weiss.

El Kessel, Stalingrado

1 de enero de 1943

Querido Karl:

Conoces mejor que nadie nuestra situación. No puedo por menos que agradecerte que trataras de enviarnos las salchichas y el jamón por Navidad pero era una causa perdida. Lo más probable es que no llegaran siquiera a salir de la pista de despegue. Hace semanas que no se ve carne de verdad. Krebs y Stahlschuss llegaron con unas cuantas tiras de mula seca de modo que nos las apañamos para montar una especie de fiesta de Nochevieja. No fue tan buena como la Navidad que, me pase lo que me pase ahora, habrá sido una de las mejores experiencias militares de mi corta carrera. Resulta difícil creer que en este entorno insoportable los hombres sean capaces de encontrar (he pensado en esto mucho tiempo para encontrar la palabra adecuada) tanta dulzura dentro de sí. Se regalaron cosas que eran sus últimas y más preciadas posesiones y, si no tenían nada, hacían cualquier cosa con pedacitos de metal y hueso tallado que sacaban de la estepa. Fue impresionante encontrar el espíritu humano tan impertérrito. Glaser ha tratado de llevarme al hospital otra vez (estoy amarillo y las piernas siguen muy hinchadas de modo que no puedo moverme), pero me he negado. No quiero volver a presenciar esa visión infernal en mi vida. No voy a contártelo. A estas alturas ya te habrán llegado rumores.

Escucho a los hombres y ahora se ha producido un cambio en su temperamento. Antes de Año Nuevo decían que el Führer los iba a rescatar. Ahora, si todavía lo piensan, no lo dicen. Estamos resignados a nuestro destino y tal vez te sorprenda oír que estamos felices porque, y sé que esto sonará absurdo dadas las circunstancias, somos libres.

Pienso en ti y soy siempre tu hermano,

Julius

Karl leyó la carta una y otra vez. Su hermano nunca había sido muy dado al examen del alma y su descubrimiento de la nobleza del hombre en aquellas circunstancias desesperadas resultaba una revelación. A Karl le ponía enfermo la idea de jugar con las reglas de Weiss para conseguir lo que quería.

Berlín

2 de enero de 1943

Querido Karl:

Hemos recibido otra carta de Julius. Las suyas no son censuradas como algunas de las de los oficiales inferiores. Tu madre es incapaz de leerlas aunque él trata a la ligera las cosas terribles que le rodean. Parece tan habituado a sus circunstancias desesperadas que no ve que lo que él considera normal es, para la gente de Berlín, un horror inimaginable. No te pido esto porque sí. Tan sólo te lo pido porque ya vi algo de este sinsentido en la Gran Guerra. Va en contra de todos mis instintos militares pero me gustaría que hicieras todo lo posible para sacar a tu hermano de ese sitio. Sé que está prohibido. Sé que es imposible pero tengo que pedírtelo por tu madre y por mí.

Tu padre

Voss volvió a tumbarse en la cama, con las botas sobre la barra de metal que tenía a los pies y las dos cartas en el pecho apoyadas sobre sus costillas protuberantes. Encendió otro cigarrillo con el que se había estado fumando. Sabía que si a Julius le pasaba algo podía significar la destrucción de su familia. Desde que su padre se había «retirado» había invertido todas sus esperanzas y aspiraciones en su primogénito. Le parecía posible que su padre fuera capaz de soportar la muerte de Julius en gloriosa victoria pero no, seguro que no, en una derrota ignominiosa.

Dejó caer los pies de la cama y puso una hoja de papel encima de la silla con un manotazo. Hubiera preferido pedirle ese favor al general Zeitzler pero sabía que era imposible que le concediera su petición. El coronel de las SS Weiss era el único hombre sobre el que tenía algo de influencia, si aquella era una palabra que pudiera emplearse en lo tocante a las SS.

Empezó a escribir con sus garabatos horribles y apretados, caligrafía que había desarrollado porque su cerebro siempre funcionaba más rápido que sus dedos. Hizo una pelota con su primer intento y volvió a probarlo. También lo tiró. No sabía lo que quería para su hermano. Quería salvarlo, por supuesto, pero ¿en qué términos? En su presente estado mental agudizado hasta extraños extremos, no engañaría a Julius con facilidad.

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