Oyó que giraba una llave en la cerradura y Miriam se sobresaltó. Pero era Jeff, naturalmente, que regresaba con una cubitera de hielo llena hasta los topes.
– Se llama Gallo -dijo, y ella no entendió nada hasta que vio que era la marca del vino que había traído-. Hará falta un buen rato hasta que esté fresco -añadió.
– Sí, claro -dijo ella, aunque Miriam conocía un truco que permitía acelerar el proceso. Había que meter la botella dentro de la cubitera, y luego darle vueltas, girándola cien veces seguidas en el sentido de las agujas del reloj, exactamente cien, y… voila, el vino ya estaba frío. Cierta tarde, cuando se encontró a sí misma girando una botella por el cuello entre las palmas de sus manos, cuando apenas eran las dos de la tarde, Miriam decidió que necesitaba encontrar un trabajo. Era cierto que el dinero les hacía falta, y que de hecho lo necesitaban angustiosamente, pero eso era mucho menos grave que el saber que se había convertido en un ama de casa aburrida y alcoholizada que soltaba su aliento fétido al preparar la cena de sus hijas, sin más entretenimiento que ir contando los días que pasaban.
Jeff se le acercó, levantó el mentón de Miriam hacia él. Aún tenía los dedos fríos de la cubitera, pero ella no retrocedió ni se estremeció. Sus dientes entrechocaron dolorosamente cuando empezó el beso, y tuvieron que resituar sus bocas, como si fuese la primera vez que besaban a alguien. Era gracioso que hubiesen hecho tan bien el amor en un montón de situaciones y lugares incómodos e inadecuados -un armario de la oficina, el baño de un restaurante, el asiento trasero del deportivo de Jeff- y ahora que tenían espacio y, en relación a lo que había ocurrido hasta entonces, incluso también bastante tiempo, pareciesen tan sumamente torpes.
Miriam trató de acallar su mente, de entregarse a la pasión que siempre sentía por Jeff, y las cosas comenzaron a funcionar, era ya la… séptima vez, y de nuevo le sorprendió que la experiencia fuese tan divertida, en el sentido más pleno de la palabra. Las relaciones sexuales con Dave eran siempre más sombrías, como si él necesitara demostrar sus credenciales de feminista haciendo que el acto en sí careciese de toda alegría, tanto para ella como para él, siempre fastidiándola con sus incesantes interrogatorios. «Sexo socrático», pensaba Miriam. «¿Qué sientes? ¿Y si te hago esto o lo otro? ¿Y si intento esa variación?» Sabía que tratar de explicar estas cosas a sus amigas -suponiendo que las hubiese tenido, lo cual no era el caso- daría la impresión de que era una mujer ingrata y malhumorada. De haberlo intentado, a Miriam le habría resultado imposible transmitir a otras la sensación de que Dave, con sus vanos intentos de manifestar que lo único que le importaba era que ella sintiese placer, parecía en realidad tratar de impedir como fuera que Miriam se lo pasara bien en la cama. Era como si la compadeciese, un poquito solamente, y se viera a sí mismo como un regalo que le hacía a ella, la pobre chica tímida y recatada del norte.
Jeff la cogió, le dio la vuelta plantando sus pies en el suelo, y la inclinó sobre la cama aún sin deshacer, entrelazó sus dedos con los de ella, y se deslizó dentro de su cuerpo desde detrás. No era una novedad para Miriam -Dave era un aventajado alumno del Kama Sutra -, pero la manera silenciosa y directa en que Jeff hacía las cosas le daba a todo un aire de novedad. Considerándolo desde un punto de vista fisiológico, según Dave -pues, en efecto, Dave se pasaba la vida explicándole a ella cómo era su anatomía femenina-, era imposible que Miriam llegase al orgasmo en esa posición, pero con Jeff sí ocurría, y a menudo. Todavía no, ese día aún no. Tenían toda la tarde por delante en aquella habitación de motel, se lo estaban tomando con calma. O al menos lo intentaban.
Cuando comenzó a trabajar Miriam no pensaba que pudiese surgir un amante en su vida, ni siquiera que pudiera producirse ningún tipo de coqueteo en la oficina. Estaba segura. Para Miriam la sexualidad no era algo importante; al menos, ése era el razonamiento que hizo interiormente cuando se casó con Dave. Su experiencia sexual hasta ese momento era bastante limitada, tal como imponían las costumbres de la época. No sólo las costumbres sino también los riesgos: los sistemas de control de natalidad estaban lejos de la perfección todavía, y eran difíciles de conseguir para una chica soltera. Y sin embargo Miriam no era virgen cuando conoció a Dave. ¡Santo cielo, qué va! Tuvo un noviazgo anterior que duró seis meses, con un chico de la universidad, y la vida sexual con él funcionaba de maravilla. Hasta estallarle la cabeza, como dirían los modernos, aunque en realidad a Miriam no le estalló la cabeza más que una vez, cuando su novio se largó de golpe, y sin motivo aparente, y de este modo confirmó las teorías de la madre de Miriam acerca de lo que les pasa a las vacas que regalan su leche.
La huida del novio provocó en ella el «desmoronamiento de su sistema nervioso», y Miriam tuvo la sensación de que el término se ajustaba perfectamente a lo que le ocurrió. Como si le hubiese dejado de funcionar de repente. Tuvo repentinos ataques espasmódicos, un descontrol completo, y todas las funciones corporales más normales se volvieron impredecibles: dormir, comer, cagar, todo enloquecido. Una semana dormía apenas cuatro horas y no comía nada de nada. Y a la siguiente le costaba horrores levantarse de la cama y, cuando por fin lo hacía, se entregaba a orgías de comidas extrañas, como si fuesen los antojos de una mujer embarazada: cereales sin leche a toneladas, huevos pasados por agua mezclados con helado, zanahorias y melaza. Dejó de estudiar y regresó al hogar de la familia en Ottawa, y sus padres llegaron a la conclusión de que sus problemas no eran consecuencia de la ruptura con su novio, un chico que a ellos les gustaba mucho, sino de su falta de adaptación como canadiense a las costumbres de Estados Unidos. De entrada no les gustó que Miriam quisiera iniciar sus estudios superiores en el país vecino. Tal vez porque creían que no era más que el primer paso para abandonar Canadá para siempre, y para dejarles también a ellos.
Jeff empujó el cuerpo de Miriam contra la cama. Desde que había dicho que el vino necesitaba bastante tiempo para enfriarse, no había vuelto a pronunciar una sola palabra. Le dio de nuevo la vuelta al cuerpo de Miriam, con la misma facilidad que si le diese la vuelta a una tortita, y sepultó su rostro entre los muslos de ella. A Miriam le producía mucho corte que se lo hicieran, y también culpaba a Dave de que le ocurriese. «¿Eres judía, no? -dijo Dave la primera vez que se lo hizo-. Ya sé que no eres nada practicante, pero tu tradición cultural es la judía, ¿no?» Ella se quedó aturdida, apenas capaz de asentir con la cabeza. «Pues el ritual del mikvah tiene un sentido de tipo práctico. Hay muchas cosas de tu religión que no me gustan, pero someterse a una limpieza a fondo después de la menstruación no le hace daño a nadie.»
Había en Dave pequeños reductos de antisemitismo, y eso que él siempre decía que no se metía con la religión, sino con el sistema de clases, una reacción normal que justificaba por el hecho de haber sido un niño pobre que vivía en un barrio de ricos. Fue a partir de entonces cuando, si bien no se convirtió en adicta a los baños de leche, Miriam acabó siendo la mayor consumidora mundial de esprays y productos de lavado genital. Un día leyó un artículo según el cual todas las monsergas de la industria de los desodorantes vaginales eran mentira, una solución para un problema inexistente. Pero ni con eso logró librarse jamás de la idea de que sus partes tenían sabor a sangre, un gusto metálico y oxidado. Suponiendo que fuese así, a Jeff no le importaba en lo más mínimo. Jeff, que casualmente representaba todo lo que mayor odio suscitaba en Dave, pues era un judío rico de Pikesville, socio del club de campo, con una casa ostentosa y tres hijos consentidos y traviesos. Tal vez Miriam estuviese exagerando, apenas había visto a los niños de Jeff una sola vez en la oficina, y su comportamiento fue detestable. Pero no había elegido a Jeff porque representara el ejemplo perfecto de todo lo que Dave odiaba. Le había elegido, hasta el punto en que una decisión así era algo que se elegía, porque estaba allí y porque la deseaba, y a Miriam le gustó tanto sentirse deseada que fue incapaz de imaginar la manera de decir que no.
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