Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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– ¿Por qué? -protestó Sunny automáticamente.

Sabía de sobra que iba a perder en la discusión, pasara lo que pasara. No tenía sentido discutir con su padre, aunque, a diferencia de su madre, a él no le molestara que le replicasen. Le encantaban las discusiones largas en las que podía exponer con detalle sus argumentos. Incluso ayudaba a sus hijas a que dieran forma a los argumentos que ellas trataban de contraponerle, construir la defensa de sus ideas como si fuesen abogados. Es más, siempre les recordaba que era una profesión al alcance de ambas. Con frecuencia su padre les decía que podían ser lo que ellas quisieran. Pero cuando discutían con él nunca conseguían tener razón. Más o menos como cuando jugaban con él al ajedrez, y él guiaba la mano de su adversaria haciendo leves ademanes con la cabeza o la mano, negando o asintiendo, evitando de esta manera que las chicas realizaran movimientos desastrosos que podían conducirle a capturar fácilmente varias piezas. De todos modos, en el último momento, incluso cuando le quedaba poco más que el rey, siempre era capaz de ganarles.

– Heather tiene sólo once años -decía su padre en el tono que a ellas les parecía el más razonable del mundo-. No puede quedarse sola en casa. Vuestra madre ya se ha ido a trabajar, y yo tengo que estar en la tienda a las diez.

Con la cabeza gacha y mirando su plato, Heather les espiaba a través de sus pestañas, quieta como un gato estudiando a una ardilla. No sabía a qué carta quedarse. Por lo general trataba de conseguir para sí más privilegios, siempre que podía. Ya no era una «cría». Al fin y al cabo, iba a cumplir los doce años la semana siguiente. ¿Por qué no podían autorizarla a quedarse sola en casa un sábado? Desde que su madre comenzara a trabajar el otoño anterior, Heather estaba sola como mínimo una hora cada tarde, y no tenía que cumplir más que dos normas: no tocar la estufa de leña y no invitar a ninguna amiga a casa. A Heather le gustaba esa hora de soledad. Se ponía en la tele el programa que le daba la gana -casi siempre El gran valle - y comía galletas crackers hasta hartarse.

Era un fragmento de libertad que sus padres no habían elegido, sino que les había sido impuesto. Habían pretendido dejar a Heather esperando en la biblioteca de la escuela elemental de Dickey Hill hasta que Sunny pudiese pasar a recogerla, tal como habían hecho cuando Heather iba todavía a los cursos inferiores. Pero Dickey Hill cerraba a las tres de la tarde, y Sunny no volvía a casa de su escuela de enseñanza media hasta las cuatro, porque tenía un largo trecho en el autobús escolar. El director de la escuela elemental les dijo, en términos inequívocos -ésa era la forma en que su madre contaba la historia, y Heather memorizó eso de «términos inequívocos»-, que la biblioteca no era un jardín de infancia. De modo que los padres de Heather, que detestaban la idea de ser vistos por los demás como gente que andaba siempre pidiendo algún tipo de privilegio, decidieron que Heather podía estar sola en casa ese rato. Y entonces, se preguntaba ella, si podía estar sola en casa una hora cinco días a la semana, ¿por qué razón no podía también quedarse sola tres horas un sábado? Cinco eran más que tres. Además, ella pensaba que, si conseguía para ese sábado en concreto que le reconocieran el derecho a quedarse sola en casa, tal vez acabarían reconociéndole también el derecho a no tener que pasar nunca más aquellos aburridísimos sábados en la tienda de su padre o menos aún en la oficina de la agencia inmobiliaria donde trabajaba su madre.

Al mismo tiempo, esa conquista a largo plazo empalidecía si la comparaba con la perspectiva de disfrutar de un sábado en el centro comercial de Security Square, un sitio que para Heather estaba repleto de novedades. A lo largo del año anterior Sunny había estado luchando por conseguir, y al final había vencido, que la llevaran en coche hasta el centro comercial un día al mes, para reunirse con sus amigas e ir a la primera sesión del cine de los sábados por la tarde. A Sunny también la habían autorizado a que hiciera de canguro, y ganaba setenta y cinco centavos por hora. Heather confiaba en comenzar también ella a hacer de canguro, en cuanto cumpliera los doce años, y para eso sólo le faltaba una semana. Sunny se quejaba siempre de que ella había tenido que librar largos combates para ir conquistando poco a poco algunos privilegios, mientras que a Heather se le concedían los mismos con menos años que cuando a ella le habían dado por fin permiso. «¿Y qué? -decía la pequeña-. Es el precio del progreso.» Heather no se acordaba de dónde había oído eso por primera vez, pero se había apropiado de la frase. Nadie puede discutir con el progreso. A no ser que se hablara de progreso en relación con la construcción de la carretera que debía atravesar el parque, en cuyo caso sí estaba permitido discutir con el progreso. Aunque, claro, eso era porque en el parque había ciervos y otros animales que llevaban una vida salvaje. Eso era el «medio ambiente», que era más importante incluso que el progreso.

– Si vas con tu hermana, te permito que vayas al centro comercial, Sunny -repitió su padre-. Y si no, quédate con ella en casa. Tú misma.

– Si he de quedarme en casa con Heather, supongo que me pagaréis mi tarifa por hacer de canguro, ¿no?

– Los miembros de una familia jamás se cobran mutuamente ni un céntimo por hacer cosas por los otros -dijo su padre-. Por eso la paga que te damos no la cobras por que tengas que encargarte de hacer trabajos para la casa. Te hemos permitido tener dinero para tus gastos porque tu madre y yo consideramos que necesitas disponer de una cierta cantidad, aunque no siempre nos parezca bien a qué la dedicas. Una familia forma una unidad que está regida por el bien común. Así que olvídate de cobrar por cuidar de tu hermana. Pero si queréis ir las dos al centro comercial os daré dinero para el autobús.

– ¡Vaya negocio! -murmuró Sunny, cortando y volviendo a cortar las tortitas de su plato, pero sin comer ni un bocado.

– ¿Qué has dicho? -preguntó su padre, en un tono amenazador.

– Nada. Que me llevaré a Heather conmigo al centro comercial.

Heather estaba encantada. Billetes de autobús pagados… Eran treinta y cinco centavos adicionales para gastar en lo que quisiera. Tampoco es que esa cantidad fuera a dar para grandes cosas, pero eran treinta y cinco centavos suyos que no tendría que gastar y que podía ahorrar, por ejemplo. Heather sabía ahorrar. «Acumular», lo llamaba su padre, en tono muy crítico, pero a Heather no le importaba. Tenía treinta y nueve dólares en una caja metálica cerrada con un complicado sistema de gomas elásticas entrecruzadas, de manera que si alguien trataba de abrirla ella se habría enterado fácilmente. Pero esa tarde era mejor no llevarse dinero, no fuera a ser que le viniera la tentación de gastarlo. No, lo que haría sería estudiar y comparar los precios, y volver allí para su cumpleaños, tras haber meditado largamente qué era lo que quería comprarse. No pensaba gastarse el dinero arrastrada por el primer impulso, como solía hacer Sunny. El otoño anterior Sunny se había comprado un jersey barato de color crudo, con un adorno rojo. La primera vez que lo lavaron el rojo destiñó y dejó sendos surcos por toda la espalda del jersey. Y como era un saldo y no se permitía devolver la mercancía, Sunny habría perdido tontamente once dólares de no haber sido porque su madre fue a la tienda y le pegó semejante bronca a la vendedora que pudo recuperar el dinero, aunque la pobre Sunny sintió tal vergüenza que ni siquiera dio las gracias.

Su padre metió los platos en el escurridor y se fue silbando.

Esa mañana había estado encantador, mucho más que de costumbre, hizo tortitas y las rellenó de chocolatinas de las de verdad, y no esas otras tan malas que solía poner. Además permitió que Heather eligiera la emisora de radio, y aunque Sunny se burló de ella cuando vio cuál elegía, era en realidad la misma que Sunny se ponía en su cuarto cuando ya era de noche. Heather estaba enterada de muchas de las cosas que pasaban en la habitación de Sunny, de todo lo que su hermana hacía. Consideraba su obligación espiar a su hermana mayor, y ése era uno de los motivos por los cuales le gustaba mucho disponer de esa hora completamente sola en casa cada tarde. Fue de este modo como averiguó que su hermana tenía los horarios de los autobuses, tras encontrarlos dentro de su escritorio el día anterior, justamente, y como comprobó que Sunny había marcado con esmero los horarios de la línea 15 de los sábados.

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