Stella Rimington - La invisible

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La impactante novela escrita por la directora del servicio de inteligencia británico.
Cuando la agente Liz Carlyle se dirige a la reunión semanal del servicio de antiterrorismo del MI5 -el servicio de inteligencia británico- no puede imaginarse la noticia que va a abrir la mañana: el Sindicato Islámico del Terror puede estar preparando a un invisible, un terrorista originario del país objetivo, en este caso Gran Bretaña. Carlyle y su equipo se embarcarán en una carrera contra el reloj para evitar un atentado terrorista en Inglaterra. El personaje de M, jefa de James Bond, está claramente inspirado en Stella Rimington.Con sus novelas, Rimington nos da una visión realista del trabajo de los servicios de inteligencia británicos.

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– ¡Sabía que estarías aquí! -gritó, pero el viento y las corrientes ascendentes provocadas por las aspas de los helicópteros dispersaron sus palabras.

En el Pabellón, Faraj vio cómo las fuerzas de seguridad tomaban la zona, y supo que era hombre muerto. Vio a los soldados saltando desde el Puma al campo de criquet iluminado por los potentes reflectores y a los tiradores de élite deslizándose hasta los tejados circundantes por las cuerdas que colgaban de los Gazelles. No obstante, gracias a los prismáticos, sabía algo más: que unos minutos antes el chico había metido el Honda en el garaje. Y que la bomba, según el plan previsto, tenía que estar en el coche. Vigilaba atentamente la puerta delantera de la casa y no había salido nadie. No tenía ni idea de dónde podía estar Jean, puede que dentro de la casa con el chico, pero tenía que actuar antes de que la policía evacuase el lugar y toda la operación fuera en vano. Sacó el control remoto del bolsillo de su chaqueta, lo besó, se despidió de su compañera Asimat y gritó a pleno pulmón los nombres de su padre y de Farzana, la mujer que había amado.

Mientras aquella mujer avanzaba insegura por el iluminado campo de criquet, Liz comprendió que era Jean d'Aubigny aunque llevara el pelo húmedo y recortado, y la cara fuera mucho más delgada y angulosa que la de la regordeta adolescente impresa en los carteles de busca y captura. Llevaba una parka abierta y, debajo, un jersey de cuello alto cruzado por la cinta gris de un bolso.

Sus ojos encontraron los de la chica, y ésta sonrió como si la reconociera. Sus labios se movieron, pero Liz no pudo oír sus palabras en medio del rugido de los motores. «No parece que tenga veinticuatro años -pensó Liz-, sino bastante menos. Es casi una niña.»

La conexión entre ellas se mantuvo un instante, y entonces la noche tembló y se hizo pedazos.

Una onda expansiva de oscuridad se abalanzó hacia Liz -pura fuerza, puro odio-, levantándola y lanzándola por los aires como una muñeca. El terreno pareció elevarse hacia ella y por un momento, mientras la reverberante resaca de la explosión le arrancaba el aire de los pulmones, no supo ni comprendió nada.

Después, silencio. Un silencio que le pareció eterno y durante el cual llovió tierra, jirones de ropa y fragmentos de carne. A través de la nube de dolor que le embotaba la cabeza, Liz vio a gente moviéndose a su alrededor, fantasmas bajo la ondulante luz de los focos. A un lado, un policía estaba a cuatro patas con el uniforme colgando de su cuerpo, manando sangre y mucosidad por la nariz y la boca; al otro, Don Whitten yacía en el suelo temblando incontroladamente; y más allá, un oficial del ejército sangraba por ambas orejas, sentado en el suelo con los ojos en blanco. Ella misma sólo captaba una especie de grito eterno. No era humano, sino una especie de eco.

Un policía llegó junto a ella y le gritó algo, pero no pudo oír nada. Más pies a la carrera, y entonces los helicópteros y sus focos se alejaron para centrarse en el pabellón de criquet. Seguramente habían localizado a Mansoor.

– ¡Vivo! -intentó gritar, luchando por arrodillarse-. ¡Lo necesitamos vivo!

Pero ni siquiera podía escuchar el sonido de su propia voz.

Trató de correr trastabillando, resbalando en la hierba húmeda, apartando a empujones a Wendy Clissold y otra figura borrosa. Avanzó en ángulo oblicuo a uno de los equipos Sabre del SAS, que se acercaba al Pabellón para rodearlo. A cada paso sentía una especie de martillazo detrás de los ojos y el cálido y acerado sabor de la sangre en su boca. Seguía sin poder oír prácticamente nada más que el grito subsónico y los motores de los helicópteros. No fue consciente de que Bruno Mackay se le aproximaba hasta que el agente se lanzó sobre ella, abrazándola por las rodillas y derribándola.

Ella gruñó aturdida.

– Bruno, ¿no… es que no te das cuenta…? Vamos… vamos a…

– No te muevas, Liz -le ordenó, sujetándola por las muñecas contra el suelo-. Por favor. No estás pensando con coherencia.

Su voz apenas era un susurro. Se retorció intentando liberarse, mostrando sus dientes oscurecidos por la sangre.

– ¡He dicho que no te muevas! Conseguirás que nos peguen un tiro.

Vio cómo los helicópteros convergían sobre el Pabellón y la noche se convertía en día. Ni siquiera estaba segura de por qué corría hacia allí.

– Estoy bien… estoy bien… -susurró.

– No estás bien -siseó Mackay furioso-. Estás sangrando y en estado de shock por la explosión. Tenemos que alejarnos de aquí. Si se produce un tiroteo, estamos en la línea de fuego.

– Necesitamos vivo a Mansoor.

– Lo sé, pero ahora movámonos, por favor. Deja que los SAS hagan su trabajo.

Cuatro soldados avanzaron hacia el Pabellón con los rifles preparados para disparar, las culatas apoyadas en los hombros. Antes de que llegasen al edificio, la puerta se abrió lentamente y una figura aquilina, nervuda, dio un paso adelante entornando los ojos a causa de los focos concentrados en él. Vestía vaqueros y un jersey gris. Llevaba los brazos levantados y las manos vacías.

Liz contempló fascinada a Faraj Mansoor y vio cómo la lluvia oscurecía el color de su jersey. Mackay, en cambio, apenas lo miró, y en un repentino y terrible torrente de comprensión, supo exactamente lo que iba a pasar y por qué.

En ese instante, uno de los SAS gritó:

– ¡Granada!

Los cuatro hombres dispararon una serie de ráfagas al pecho de Mansoor, a no más de media docena de metros. Sin habla, Liz contempló cómo el hombre era impulsado violentamente hacia atrás y caía al suelo pataleando, retorciéndose.

Se produjo un breve silencio, hasta que un SAS dio un paso adelante y con aire de pura formalidad disparó de nuevo, dos veces, a la nuca del hombre caído.

La lluvia corría por la cara de una Liz anonadada e inmóvil, hasta que Mackay la sujetó por los brazos y la hizo volver para que no viese la escena. Luchó por liberarse, sintiendo que la sangre de su rostro se coagulaba y que la lluvia que empapaba su melena se colaba por el cuello deslizándose por su espalda. Casi lloraba de rabia.

– ¿Te das cuenta… te das maldita cuenta de lo que habéis hecho?

Mackay respondió con infinita paciencia:

– Liz, sé realista.

64

Pisadas. No le importaban, no eran su problema. Empezó a dormirse otra vez, pero oyó una voz lejana mencionar su nombre. Después, más pisadas.

Liz abrió los ojos a regañadientes. No podía recordar dónde se encontraba, pero, por la luz que se filtraba a través de las delgadas cortinas, dedujo que era casi mediodía. Parpadeó intentando aclararse la visión. El cuarto era espacioso, con paredes pintadas de azul celeste. Entre su cama y la ventana había varios aparatos de acero inoxidable y una bombona de oxígeno sobre un carrito. Tenía un tubo de plástico metido en la nariz, varias almohadas junto a ella, y la mitad superior de su colchón estaba elevado unos cómodos treinta grados sobre la horizontal. En el exterior podía oír -¡sí, podía oír!- el distante zumbido de unos motores de avión.

La niebla de los sedantes se iba desvaneciendo poco a poco. Todo había terminado, Faraj Mansoor y Jean d'Aubigny estaban muertos. Y seguro que ella había perdido para siempre parte de los acontecimientos del día anterior. El estallido de la bomba y la consiguiente onda expansiva se aseguraron de ello. Pero algo sí recordaba con toda claridad, y eso le producía una oscura gratificación: tras presenciar la muerte de Mansoor, se negó a que Bruno Mackay la ayudara a llegar hasta los servicios de urgencias. Logró recorrer por sí sola la mitad de la distancia hasta que cayó de rodillas, y fue un médico de las fuerzas aéreas quien acudió hasta ella con una camilla. Recordó el pinchazo de la aguja en su brazo, las sirenas y las luces azules. Después, el despegue del helicóptero, el hipnótico tamborileo de su rotor y el débil crepitar de la radio del aparato. Después, nada.

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