Stella Rimington - La invisible

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La impactante novela escrita por la directora del servicio de inteligencia británico.
Cuando la agente Liz Carlyle se dirige a la reunión semanal del servicio de antiterrorismo del MI5 -el servicio de inteligencia británico- no puede imaginarse la noticia que va a abrir la mañana: el Sindicato Islámico del Terror puede estar preparando a un invisible, un terrorista originario del país objetivo, en este caso Gran Bretaña. Carlyle y su equipo se embarcarán en una carrera contra el reloj para evitar un atentado terrorista en Inglaterra. El personaje de M, jefa de James Bond, está claramente inspirado en Stella Rimington.Con sus novelas, Rimington nos da una visión realista del trabajo de los servicios de inteligencia británicos.

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Estaba sorprendida de sí misma. Pensaba que le resultaría imposible, pero era tan fácil… como matar. Cuando tuvo que hacerlo, le resultó tan fácil que…

– Bueno, tienes que cruzar el campo de criquet y… -Se miró nerviosamente los pies y aspiró hondo antes de volver a encontrarse con la mirada interrogante de Jean-. Oye, mira, si quieres… Bueno, si quieres puedo llevarte. Pensaba ir esta noche, así que si tú… me refiero…

Ella le tocó suavemente el brazo.

– Me parece genial. ¿A qué hora?

– Oh, humm… ¿va bien a las ocho? -La miró con deslumbrada incredulidad-. O a las ocho y media. ¿Quedamos aquí mismo? ¿Sí?

– Estupendo. -Le dio un suave apretón en el brazo-. Es una cita. No te olvides, aquí a las ocho y media.

– Eh… sí, vale. ¿Dónde has dicho que te alojabas?

Pero ella ya se estaba alejando.

59

Los SAS estaban jugando -y perdiendo- un partido de fútbol contra la Unidad de Operaciones Especiales P019 sobre el cemento de las pistas que rodeaban el hangar. No cabía duda de que estaban disfrutando mucho más que sus inmediatos superiores, esperando noticias dentro del enorme recinto. Los teléfonos sonaban a intervalos irregulares, pero no aportaban ninguna novedad de importancia. Los helicópteros y los equipos del ejército seguían manteniendo sus patrullas.

La zona no estaba muy densamente poblada, y la policía local se divertía con tanta actividad y tantos recursos movilizados. Aquella mañana la región había amanecido empapelada de anuncios de la policía, y todo el mundo sabía que los sospechosos de los asesinatos de Ray Gunter y Elsie Hogan eran un asiático y una inglesa.

Cuando el teléfono volvió a sonar, Liz ya no se abalanzó impaciente sobre él. A medida que fueron llegando resultados negativos de los distintos sectores durante el transcurso de la mañana, se fue apoderando de ella una sensación de inutilidad, y sólo una terrible fascinación por saber cómo terminaría todo aquello le impidió regresar a Londres. Dadas las circunstancias, era lo que probablemente le habría aconsejado Wetherby. El servicio ya no tenía nada que ganar con que ella siguiera allí.

Pero no había pedido consejo a Wetherby, y hasta que los de inteligencia exprimieran al máximo lo que podía ofrecer Garth House, Liz no pensaba abandonar.

A las 15.30, un oficial militar expresó en palabras lo que todos estaban pensando pero no se atrevían a decir: que quizás estaban buscando en la zona equivocada. ¿Era posible que les hubieran colado un gol? ¿Que alguna equivocación en el proceso deductivo los hubiese conducido a un callejón sin salida? ¿Serían Lakenheath o Mildenhall el verdadero objetivo?

La pregunta fue acogida con silencio, y todos los reunidos se giraron hacia Jim Dunstan, que permaneció casi un cuarto de minuto mirando impertérrito al frente.

– Continuaremos con lo que estamos haciendo -dijo por fin-. El señor Mackay me asegura que la obsesión islamista por los aniversarios es absoluta, y todavía faltan varias horas para la medianoche. Mi sospecha es que Mansoor y D'Aubigny esperan a que oscurezca para intentar superar el cordón de seguridad establecido en torno a Marwell, así que seguiremos alerta.

Poco después de las cuatro volvió a llover. El cielo descargó grises cortinas de agua que azotaron el techo del hangar y difuminaron la visión de los helicópteros que aguardaban en el exterior. El aire olía peligrosamente a electricidad estática y los pilotos se miraban nerviosos, preocupados por los colegas que todavía permanecían en el aire.

– ¡Lo que nos faltaba! -maldijo un frustrado Don Whitten, hundiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta-. Dicen que la lluvia es una buena aliada de la policía, pero en este caso lo es de los terroristas.

Liz abrió la boca para responder, pero el blip de su teléfono lo impidió. El mensaje de texto le advertía que Investigación le enviaba un correo electrónico.

Price-Lascelles sigue en paradero desconocido, pero hemos identificado y contactado con Maureen Cahill, una antigua enfermera de Garth House. MC dice que la mejor amiga de D'Aubigny era Megan Davies, expulsada de GH a los 16 años tras varios incidentes relacionados con drogas. MC dice que atendió a D'Aubigny y a MD en la enfermería de la escuela por una sobredosis de psilocibina (hongos alucinógenos). Según la ficha, la familia de Davies (nombre de los padres: John y Dawn) vivían cerca de Gedney Hill, Lines, pero la casa ha cambiado de propietarios varias veces desde entonces, y no se conoce el actual paradero de la familia Davies. ¿Seguimos investigando?

Liz contempló la pantalla un instante y decidió imprimir el mensaje. La frase final sugería que se aferraban desesperadamente a un clavo ardiendo, pero era todo lo que tenían. Si existía una posibilidad, por mínima que fuera, de salvar vidas ordenando que se investigara el paradero de la familia Davies, estaba dispuesta a aprovecharla. Davies era un apellido muy común, pero…

«Sí, hacedlo -tecleó-. Utiliza todos los recursos que tengas. Encuéntralos.»

Miró hacia el exterior: la lluvia caía inmisericorde. Y estaba anocheciendo.

60

– Repítelo -pidió Faraj.

– Cuando lleguemos al pub, le diré que prefiero dejar mi abrigo en el coche. Y dejaré también el bolso (debajo del abrigo), por si me registran a la entrada. Intentaré convencerlo de quedarnos en el pub el mayor tiempo posible, hasta que estén a punto de cerrar, y entonces le pediré que me lleve a casa. Cuando volvamos al coche, graduaré el detonador a una hora, girando el indicador rojo a la derecha hasta el tope. Dejaré caer unas monedas al suelo y tiraré hacia atrás el asiento para recogerlas. Cuando me agache, meteré el paquete debajo del asiento. Cuando lleguemos a su casa lo retendré unos diez minutos acordando otra cita para el día siguiente, por ejemplo, y entonces me marcharé. Daré la vuelta al campo de criquet por la carretera y golpearé seis veces la puerta del pabellón. Tendremos unos treinta y cinco minutos para alejarnos todo lo que podamos.

– Bien. Recuerda que, una vez regrese a su casa, no tiene que volver a sacar el coche del garaje. Por eso quiero que lleguéis lo más tarde posible. Si crees que existe la menor posibilidad de que él o algún miembro de su familia quiera utilizar el coche, tienes que impedirlo a toda costa. Róbale las llaves, inutilízalo, lo que sea. En caso contrario, coge el paquete e intenta ocultar la bomba en algún rincón del garaje.

– De acuerdo.

– Bien. Recoge el paquete.

Lo habían preparado horas antes, cuando todavía tenían luz suficiente. Conectaron los cables al explosivo -un trabajo fácil, para lo que únicamente necesitaron un destornillador y unas pinzas-, a un reloj digital y un detonador electrónico que metieron en la caja metálica. En un extremo se encontraba el botón de activación rojo y, saliendo del otro extremo, una antena de un par de centímetros. De ser necesario, se podía anular el reloj y detonar la bomba mediante un transmisor del tamaño de una caja de cerillas que Faraj se guardó en su parka. No obstante, el alcance máximo del transmisor era de cuatrocientos metros, y si alguno de los dos estaba a menos de esa distancia cuando la bomba estallase, tendrían un problema.

Jean enrolló el paquete en los vaqueros sucios que llevaba aquella mañana y lo metió en el fondo de su bolso. Habían decidido que no tenía sentido disimularla: era ligera -pesaba más o menos medio kilo-, pero el volumen del explosivo era demasiado grande para caber dentro de una cámara o cualquier otro objeto que pudiera llevar sin despertar sospechas. Además, no tenían razones para suponer que fueran a registrarla. Colocó una camiseta sucia y el neceser sobre los vaqueros y cerró la cremallera. Pasó su parka impermeable por encima del bolso, dejando que colgara por ambos lados.

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