Whitten la contempló en silencio. Liz, furiosa consigo misma, intentó disimular su estallido dándole un mordisco a la tostada, pero tuvo la impresión de que había perdido el sentido del gusto. Lo que más deseaba en aquellos momentos era subir a su coche y marcharse de allí, trazar una equis sobre el caso y dar por concluida su parte, dejarlo en manos de la policía y el ejército. Ya había hecho todo lo que podía.
Pero sabía que no abandonaría. Todavía no. Quedaba una sola pista por seguir, tenue pero lógica. Si los padres de D'Aubigny creyeran en serio que su hija no tenía ninguna conexión con East Anglia y que nunca había estado allí, lo hubieran dicho. Eso no los comprometía a nada y hasta beneficiaría a su hija. Julian Ledward podía gritar tanto como quisiera, pero el silencio de los padres de D'Aubigny significaba que esa conexión existía. Y si existía, dado que no tenían ni idea de lo que había hecho su hija desde que se marchara de casa, significaba que era una conexión previa a su marcha del hogar. Lo cual los llevaba de nuevo a la escuela y a Garth House.
«Vamos, Jude. Encuentra la llave. Abre la puerta.»
– Es como una corrida -sugirió Wendy Clissold.
Liz y Whitten se giraron hacia ella.
– Una vez fui a ver una corrida de toros en Barcelona -explicó Clissold-. Tienes al toro y tienes al torero, y todo el mundo sabe que… bueno, que uno de los dos morirá. Te vistes, te perfumas y compras tu entrada para ver una muerte. Y después te vas a casa tan tranquila.
Whitten dio unos golpecitos con su cigarrillo en el plástico que cubría la mesa.
– Hay una diferencia básica, cielo. En una corrida de toros, estás casi seguro de quién será el muerto.
De la confluencia del río Lesser Ouse y el canal de desagüe de Methwold Fen hasta el pueblo de West Ford había unos cinco kilómetros en línea recta, pero siguiendo el sendero que bordeaba el canal aumentaba hasta los seis o siete. Y el camino tampoco era fácil. Tenían que rodear escaleras rotas o desaparecidas, extensiones -a veces de cientos de metros- en las que el sendero se había convertido en camino de paso para el ganado, y lugares donde los granjeros hacían caso omiso de ese mismo derecho de paso, barrando la ruta con verjas y alambre de espino hasta el mismo nivel del río. Todos esos obstáculos tenían que ser sobrepasados o rodeados, y hacia las diez de la mañana, a pesar del frío y el viento racheado, Jean ya sudaba lo suyo.
Vieron varios helicópteros revoloteando como mosquitos por el horizonte, pero ninguno se acercó a menos de ocho kilómetros. Sobre sus cabezas sólo pendían las nubes arrastradas por el viento. Y con cada paso Faraj y ella aumentaban la distancia que los separaba del epicentro de la búsqueda, situado en Marwell.
Pasaron cerca de varios pueblos, vieron paseantes enfundados en cazadoras y abrigos, y un par de ancianos pescadores con sus termos al lado, vigilando atentamente la corriente protegidos bajo sus paraguas, incluso una mujer de aspecto desaliñado que llevaba una cazadora turquesa y paseaba a su labrador por el sendero. Nadie les prestó atención, prefiriendo mantenerse a resguardo en sus propios mundos.
Por fin, cuando faltaba un cuarto de hora para las once, llegaron a los límites del pueblo que buscaban. La primera docena de casas parecían cajas de techo rojizo con adornos seudogeorgianos, el tipo de construcción especulativa de finales del siglo pasado. Más allá, el río se estrechaba y cruzaba un campo de tejos maduros que marcaba la frontera entre la iglesia al norte y un bosquecillo de encinas surcado de caminos al sur.
Jean y Faraj se encontraban en la ribera sur del Lesser Ouse, y unos escalones de piedra los llevaron hasta el bosque. Cuando la chica pensó en el lugar tal como era aquel verano diez años atrás, lo recordó como un sitio de luz verdosa y humo procedente de las barbacoas al aire libre. No obstante, en diciembre tenía poca magia. El camino era casi pantanoso y estaba sembrado de botellas y envases de comida. Incluso los árboles tenían un aspecto frío y húmedo.
Al menos les proporcionaba cobertura desde el aire, que era lo que más necesitaban. Más allá de los árboles podía verse el campo municipal de criquet. Siguiendo el camino del bosque, era posible llegar hasta la parte trasera del Pabellón, una estructura casi desmoronada de los años treinta que parecía una villa de estilo Tudor en miniatura.
Gracias a una puerta trasera, se podía entrar en el Pabellón. Su cerradura, fácil de forzar, rápidamente cedió ante la tarjeta de crédito de la Banque National de Paris de Jean, permitiéndoles el acceso a un interior escasamente iluminado. Exhaustos por la acumulación de tensión, se dejaron caer sobre un banco de madera que recorría toda la longitud de la pared. Al sopesar los riesgos, estuvieron de acuerdo en que mientras permanecieran en silencio y no utilizaran las linternas, lo más probable era que allí estuvieran a salvo. El máximo peligro era que otra gente intentase colarse en el lugar, quizá chicos buscando algún rincón tranquilo para drogarse o mantener relaciones sexuales. Aparte de eso, a ninguno se le ocurrió una razón por la que alguien del pueblo quisiera acudir al pabellón de criquet en pleno invierno.
Jean miró alrededor. Estaban en una especie de vestuario iluminado por dos ventanas altas y estrechas llenas de telarañas. Una hilera de ganchos recorría la pared por encima del banco -de un par de ellos todavía colgaban sucios uniformes de un equipo de criquet-, y en un rincón había un macizo fregadero de piedra.
Con muchas precauciones, abrió la puerta que daba a la parte delantera del Pabellón. Era una zona abierta con suelo de madera, una puerta cerrada y dos pares de postigos pintados de verde que cubrían sendos ventanales para que los jugadores pudieran contemplar el desarrollo del partido. Como en la sala posterior, dos altas ventanas dejaban entrar la luz y permitían ver un conjunto de sillas plegables y diversas cestas de mimbre con protectores, bates y guantes. De la larga pared colgaban un par de uniformes de arbitro y varias fotografías polvorientas de diversos equipos.
– ¡Ánimo, ánimo y a jugar! -murmuró Faraj.
– ¿Qué has dicho?
– Sólo una cancioncilla infantil. La aprendí en el colegio.
Jean se quedó mirándolo.
– Necesitamos encontrar una posición desde donde ver el exterior. Quizá podamos abrir un agujero en esos postigos o algo así.
– Demasiado arriesgado -negó él-. Además, no tenemos herramientas adecuadas. -Escaló el montón de sillas plegables y atisbo por una de las pequeñas ventanas laterales-. Ven, intenta subir hasta aquí.
Faraj descendió y Jean ocupó su lugar. Por la pequeña abertura, de poco más de medio metro cuadrado, pudo ver el cuadrante noroeste del campo. Más allá estaba la cerca que servía para delimitar el terreno de juego y, más lejos todavía, la carretera. Al otro lado se recortaban la silueta de una casa llamada La Terraza y la del pub San Jorge y el Dragón.
Tras desaparecer unos segundos en la sala posterior, Faraj volvió con los prismáticos y se los pasó a la chica. Frente a La Terraza estaba aparcado un Jaguar rojo oscuro; en el segundo piso, a través de las altas ventanas pudo ver una figura inmóvil. ¿Sería él?, se preguntó. ¿El hombre que había sido seleccionado en el otro extremo del mundo para morir? Moriría él y moriría su familia, como habían muerto tantos y tantos inocentes en Irak, Afganistán y otros países circundantes de manera casual -casi como una broma-, por decisión de seres ajenos a ellos, como si sólo fueran un montón de píxeles de un juego de ordenador. Después eran clasificados rutinariamente como «daños colaterales».
Agitó la cabeza. Esa gente aprendería lo que significaba «daños colaterales», y aprendería en sus propias carnes la diferencia entre lo cercano y lo remoto.
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