Stella Rimington
La invisible
Traducción de Francisco Pérez Navarro
Título original: At Risk
El convoy del metro fue frenando lenta pero inexorablemente, hasta que soltó un suspiro hidráulico y se detuvo en medio del túnel.
Durante unos instantes nadie se movió en el atestado vagón; después, a medida que aumentaban la quietud y el silencio, los ojos de los pasajeros parpadearon desconcertados. Los que viajaban de pie miraban por las oscuras ventanillas intentando atisbar algo, como si esperasen una revelación que lo explicara todo.
Liz Carlyle calculó que se encontraban a medio camino entre Mornington Crescent y Euston. Era lunes, pasaban cinco minutos de las ocho y estaba claro que llegaría tarde al trabajo. Percibía el olor de la ropa mojada de los pasajeros que la rodeaban. Un maletín húmedo, que no era el suyo, descansaba en su regazo.
Hundiendo la barbilla en el pañuelo de terciopelo que llevaba en torno al cuello, se reclinó en el asiento y extendió con precaución los pies frente a ella. No tendría que haberse puesto aquellos zapatos puntiagudos de color ciruela. Los había comprado un par de semanas antes, durante una alegre y extravagante salida de compras, pero ahora, al empaparse camino de la estación, se habían reblandecido y los dedos empezaban a deformarlos. Además, sabía por experiencia que la lluvia dejaría unas marcas horribles e indelebles en el cuero. Igualmente exasperantes resultaban los tacones de aguja, del tamaño ideal para encajarse en las grietas del pavimento.
A pesar de llevar trabajando diez años en Thames House -la sede nacional del MI5-, Liz seguía sin resolver satisfactoriamente el problema de su vestuario. El modelo aceptado, en el que parecía caer paulatinamente la mayoría de la gente, se encontraba en algún punto entre lo sombrío y lo invisible: pantalones oscuros, camisa clara, chaqueta y zapatos cómodos… En fin, el tipo de ropa que se podía encontrar fácilmente en tiendas como John Lewis o Marks and Spencer.
Mientras algunos de sus colegas llevaban esta norma no escrita al extremo, cultivando una monotonía casi soviética, ella la subvertía instintivamente. A menudo pasaba los sábados por la tarde peinando las tiendecitas de ropa antigua de Candem Town, donde buscaba saldos de estilo quijotesco que, mientras no infringieran las normas del servicio, sí hicieran levantar unas cuantas cejas. Más o menos como en el colegio, y Liz sonrió al recordar las faldas grises plisadas que tenían la longitud regulada durante las clases, pero que subían hasta quince centímetros por encima de la rodilla durante el trayecto a casa en autobús. Quizás era una pequeña locura seguir con la misma guerra a los treinta y cuatro, pero algo dentro de ella se resistía a quedar sumergida por la gravedad y el secretismo del trabajo en Thames House.
Un pasajero que viajaba de pie la miró de arriba abajo, interrumpiendo su sonrisa. Liz evitó su mirada apreciativa y le devolvió el repaso visual, proceso que para ella resultaba como una segunda naturaleza. Iba vestido de forma elegante, pero con un toque tan sutilmente conservador que no parecía típico de la City. ¿Quizá los escalafones superiores de la enseñanza? No, el traje estaba hecho a medida. ¿Médico? Sus cuidadas manos parecían sugerirlo, así como la benigna pero inconfundible arrogancia de su valoración personal. Liz se decantó finalmente por un especialista con varios años de experiencia en la práctica privada, varias dóciles enfermeras trotando tras él y candidato a ser contratado por una de las facultades más importantes del país. Junto a él, una chica gótica: extensiones purpura, una camiseta de Sisters of Mercy bajo la chaqueta de mero y multitud de piercings… Mmm, era un poco temprano para que alguien de su tribu anduviera por la calle, pero seguramente trabajaba en una tienda de ropa, de discos o… «No, ya le tengo. Te ha delatado esa pequeña depresión en el pulgar, allí donde aprietan las tijeras.» Era una peluquera que se pasaba el día transformando agradables chicas de los suburbios en vampiresas dignas de las películas de horror de la Hammer.
Liz inclinó la cabeza y volvió a rozar con la mejilla su sedoso pañuelo escarlata, sumiéndose en un miasma ligeramente perfumado que le recordó a Mark -sus ojos, su boca, su pelo- en el momento de llegar a casa. Le había traído su perfume Guerlain de los Campos Elíseos -salvajemente inapropiado, podría decirse- y el pañuelo de Dior de la avenida Montaigne. Había pagado en metálico, le explicó, para que no hubiera papeleo que dejara un rastro. Cuando se trataba del adulterio, su instinto le hacía ser muy prudente.
Recordaba todos los detalles de la víspera pasada. De vuelta de París, donde había entrevistado a una actriz, pasó sin previo aviso por el sótano de Kentish Town. Ella se encontraba en la bañera, escuchando La Boheme e intentando extraer algún sentido de un artículo de The Economist. De repente, allí estaba él. Y el suelo se llenó de un carísimo papel blanco para envolver regalos, y el lugar terminó apestando -patética, gloriosamente- a Vol de Nuit.
Después abrieron una botella de Moét comprada en el duty-free del aeropuerto y se bañaron juntos.
– ¿No te estará esperando Shauna? -preguntó Liz sintiéndose culpable.
– Seguro que ya estará durmiendo -respondió Mark más animado-. Este fin de semana ha tenido que cuidar a los hijos de su hermana.
– Y tú, entretanto…
– Lo sé. Es un mundo cruel, ¿verdad?
Lo que al principio desconcertaba a Liz era por qué se había casado con Shauna. Por la descripción que hacía de ella, no parecían tener nada en común. Mark Callendar era alegremente irresponsable, amante de los placeres y poseía una perspicacia casi felina -una cualidad que lo convertía en uno de los entrevistadores más solicitados del periodismo escrito-, mientras que su mujer era una rígida feminista que siempre le estaba regañando por su falta de seriedad y fiabilidad. En consecuencia, él se pasaba la vida huyendo de su áspera ira. Parecían no encajar en absoluto.
Pero el problema de Liz no era Shauna. El problema era Mark. La relación era una completa locura y, si no hacía pronto algo al respecto, hasta podía costarle su trabajo. No amaba a Mark, y temía las consecuencias si el asunto salía a la luz. Durante mucho tiempo pensó que él terminaría dejando a Shauna, pero no la dejaba, y ahora dudaba que llegase a hacerlo alguna vez. Poco a poco había llegado a comprender que Shauna era la carga negativa que equilibraba la positiva de Mark, el AC de su DC, el Wise de su Morecambe. Entre los dos formaban una unidad que funcionaba.
Sentada allí, en el vagón parado, se le ocurrió que lo que realmente excitaba a Mark era la transformación. Caer sobre Liz, alborotar sus plumas, reírse de su seriedad y transformarla mágicamente en un ave del paraíso. Si ella viviera en un ático moderno frente a uno de los muchos parques londinenses, con los armarios llenos de vestidos exquisitamente diseñados, jamás habría despertado su interés.
Tenía que terminar con aquello. Nunca había hablado de él con su madre, naturalmente; en consecuencia, siempre que pasaba el fin de semana con ella en Wiltshire, tenía que soportar las bienintencionadas homilías sobre su tema favorito: la búsqueda del hombre adecuado.
– Sé que resulta complicado, ya que no puedes hablar de tu trabajo -había comenzado su madre la noche anterior, levantando la mirada del álbum de fotos familiar que estaba hojeando-, pero el otro día leí en el periódico que unas dos mil personas trabajan contigo en ese edificio y que en él se organizan toda clase de actividades sociales a las que podrías apuntarte. ¿Por qué no te dedicas al teatro aficionado, a las danzas latinoamericanas o a algo así?
Читать дальше