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Stella Rimington: La invisible

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Stella Rimington La invisible

La invisible: краткое содержание, описание и аннотация

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La impactante novela escrita por la directora del servicio de inteligencia británico. Cuando la agente Liz Carlyle se dirige a la reunión semanal del servicio de antiterrorismo del MI5 -el servicio de inteligencia británico- no puede imaginarse la noticia que va a abrir la mañana: el Sindicato Islámico del Terror puede estar preparando a un invisible, un terrorista originario del país objetivo, en este caso Gran Bretaña. Carlyle y su equipo se embarcarán en una carrera contra el reloj para evitar un atentado terrorista en Inglaterra. El personaje de M, jefa de James Bond, está claramente inspirado en Stella Rimington.Con sus novelas, Rimington nos da una visión realista del trabajo de los servicios de inteligencia británicos.

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Entró en el club, saludó a Jenkins, el portero -que se encargó de su abrigo-, y dejó el paraguas en el espacioso paragüero de caoba. Las once y media. Tendría que esperar media hora.

En vez de dirigirse hacia las escaleras, giró impulsivamente a la derecha, hacia la sala de backgammon, donde un par de miembros estaban terminando una partida.

– Buenos días, Roddy, Simon -saludó.

Roderick Fox-Harper, miembro del Parlamento, y Simon Farmilow lo miraron un instante sin dar muestras de reconocerlo.

– Lakeby, ¿no? -preguntó el segundo.

– Peregrine Lakeby. ¿Tienen tiempo para una partida?

Farmilow alzó las cejas, sorprendido. Era un jugador profesional de torneos muy conocido, pero si aquel pichón se ofrecía él solito en el altar para el sacrificio…

– ¿Diez libras el punto? -sugirió Perry, impulsado por el silencio del otro ante la imprudente bravata.

La partida no duró mucho. Farmilow sacó un seis doble, lo cual doblaba automáticamente la apuesta. Un par de minutos después, con su posición consolidada, cambió el doble dado de dos a cuatro. En vez de rendirse y pagar las cuarenta libras, Perry aceptó la subida con una ligera sonrisa que mantuvo en sus labios cuando, con impecable amabilidad, Farmilow creó un redoble y atrapó a Perry con un gammon que, como ambos sabían, doblaba las apuestas existentes.

– ¿Otra? -preguntó Perry con voz menos segura que en la primera ocasión.

– ¿Por qué no? -aceptó Farmilow.

Esta vez, las cosas le fueron un poco mejor a Perry. Una serie inicial de movimientos razonables lo animaron a doblar, pero su oponente no tardó en descargarlo de sus últimas fichas.

– ¿Seguimos mañana? -sugirió Farmilow.

– Creo que podré -susurró Perry. Se acercó hasta una mesa en un extremo de la sala, firmó un pagaré por cien libras para Farmilow y lo metió por la ranura de la caja de madera. Bien podría haberle comprado a Anne su maldito pañuelo. Aun así, las deudas no debían saldarse hasta fin de año. El día no se había estropeado del todo.

Miranda Munday, con su anodina figura embutida en un traje beige, le esperaba en recepción. Mientras ascendían la escalera, Perry pensó que al menos su ahijada solía evaporarse después de la comida, y con la ayuda de un taxi podría llegar cómodamente a su cita de las 14.30 en Shepherd Market. Esa simple idea hizo que su mano se aferrase a la barandilla, el pelo de su nuca se erizase y el corazón le retumbara como un tambor de regimiento. «Todo hombre necesita una vida secreta», se dijo.

4

Al otro lado del río, a dos kilómetros de distancia, un Eurostar procedente de París hacía su entrada en la estación de Waterloo. Una joven descendió del tren, pasando del cálido sopor de un vagón de segunda clase al frío tonificante del andén, y se sumergió entre la presurosa multitud hacia el edificio de la terminal. Los altavoces levantaron ecos a lo largo del camino, haciéndose oír por encima del estruendo de los carritos portaequipajes y el traqueteo de las maletas con ruedas, ruidos tan familiares que ella apenas los percibió. En los últimos dos años había hecho el viaje hasta y desde la Gare du Nord una docena de veces por lo menos.

Llevaba una parka sobre unos vaqueros y unas zapatillas deportivas Nike, una gorra de pana al estilo de los Beatles -comprada en una tiendecita del Quai des Celestins- con la visera bajada sobre la frente y un par de enormes gafas de sol, a pesar del día nublado. Parecía haber cumplido la veintena hacía poco, y cargaba con una bolsa de viaje y una enorme mochila, nada la distinguía de otros viajeros de fin de semana. Un observador atento habría notado lo poco que podía verse de su físico -la parka enmascaraba por completo su figura y la gorra le cubría el pelo-, y un observador más detallista quizá se preguntara por el aspecto tostado de sus manos, pero aquel lunes por la mañana nadie prestaba mucha atención al segundo contingente de pasajeros del día. Los que no tenían pasaporte de la Unión Europea se vieron obligados a pasar por la aduana, pero la gran mayoría pasó de largo por ella.

En la sucursal Avis de alquiler de coches la mujer se puso en una cola de cuatro personas, y si era consciente de la cámara de vigilancia instalada en la pared, sobre ella, no dio muestras de serlo. Abrió la edición dominical del International Herald Tribune y se sumergió en la lectura de un artículo sobre moda.

Un teléfono móvil sonó bajo el mostrador cuando le tocaba el turno, y el empleado leyó el texto de un mensaje. Cuando volvió a mirar a la clienta, lo hizo con una sonrisa ausente, como si estuviera pensando una réplica ingeniosa. La atendió con la debida cortesía, pero por sus uñas rotas, sus manos poco cuidadas y la elección de coche -un económico tres puertas- decidió que no era digna de toda su atención. En consecuencia, su carnet de conducir y su pasaporte no recibieron más que un rápido vistazo; las fotos parecían coincidir, ambas pertenecían a la misma serie de una cabina automática, y mostraban el habitual rostro plano y ligeramente sorprendido por el flash. Resumiendo, en cuanto la chica desapareció del mostrador, ya la había olvidado.

Colocando su equipaje en el asiento del pasajero, la mujer incorporó el Vauxhall Astra negro a la corriente de tráfico que cruzaba el puente de Waterloo. Se metió en el paso subterráneo y sintió que se le aceleraba el corazón. «Respira a fondo -se dijo-. Tranquilízate.»

Cinco minutos después, frenó en un aparcamiento. Sacó el pasaporte, el carnet de conducir y los documentos del coche alquilado del bolsillo de su abrigo, y los metió en la bolsa de viaje junto a su otro pasaporte, el que había mostrado en Inmigración. Cuando terminó, se sentó y esperó que sus manos dejaran de temblar a causa de la tensión.

Se dio cuenta de que era la hora de comer, tenía que comer algo. Del bolsillo lateral de la mochila sacó media baguette rellena de queso gruyer, una barrita de chocolate con nueces y un botellín de agua mineral. Se obligó a masticar lentamente.

Después, sin dejar de consultar el retrovisor, volvió a internarse lentamente en el tráfico.

5

Leyendo el expediente de Marzipan en su mesa del 5/AX, Liz Carlyle sintió la enfermiza inquietud que ya le era habitual. Como supervisora de agentes, la ansiedad era una constante compañera, una sombra siempre presente. La verdad era espantosamente simple: para que un agente fuera efectivo, él o ella tenía que correr peligro.

Se preguntó si Marzipan, a sus veinte años, era realmente consciente de los riesgos que corría. ¿Habría pensado en que, si todo fallaba, su expectativa de vida apenas sería de unas horas?

Marzipan se llamaba realmente Sohail Din, y era un joven de origen paquistaní excepcionalmente inteligente, cuyo padre era propietario de varios quioscos en Tottenham. Había sido aceptado como estudiante de Derecho en la Universidad de Durham. Musulmán devoto, decidió pasar su año sabático trabajando en una pequeña librería islámica de Haringey; el trabajo no estaba bien pagado, pero quedaba cerca del hogar familiar y Sohail esperaba tener oportunidad de discutir sobre religión con otros jóvenes como él.

No obstante, pronto quedó claro que el tono de las discusiones era mucho menos moderado de lo que había pensado. La versión del islam que interpretaban aquellos que acudían a la librería quedaba muy lejos del credo compasivo que Sohail absorbiera en su casa y en su mezquita local. Allí solían airearse visiones mucho más extremistas, y los jóvenes discutían abiertamente sus intenciones de entrenarse como muyahidines y tomar la espada de la Yihad contra Occidente, lanzando gritos de júbilo cada vez que la prensa informaba que los terroristas habían alcanzado un objetivo norteamericano o israelí.

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