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Stella Rimington: La invisible

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Stella Rimington La invisible

La invisible: краткое содержание, описание и аннотация

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La impactante novela escrita por la directora del servicio de inteligencia británico. Cuando la agente Liz Carlyle se dirige a la reunión semanal del servicio de antiterrorismo del MI5 -el servicio de inteligencia británico- no puede imaginarse la noticia que va a abrir la mañana: el Sindicato Islámico del Terror puede estar preparando a un invisible, un terrorista originario del país objetivo, en este caso Gran Bretaña. Carlyle y su equipo se embarcarán en una carrera contra el reloj para evitar un atentado terrorista en Inglaterra. El personaje de M, jefa de James Bond, está claramente inspirado en Stella Rimington.Con sus novelas, Rimington nos da una visión realista del trabajo de los servicios de inteligencia británicos.

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– ¡Mamá, por favor! -No pudo evitar imaginarse a un grupo de agentes de oficina o de vigilancia rodeándola, mientras se movían al compás de unas maracas, con ojos llameantes y volantes de colores en sus camisas.

– Era una sugerencia… -protestó su madre en voz baja antes de volver a su álbum de fotos. Un minuto después le mostró a Liz una de su antigua clase-. ¿Te acuerdas de Robert Dewey?

– Sí -respondió cautelosamente-. Vivía en Tisbury, y se orinó en los pantalones durante la excursión a Stonehenge.

– Pues ha abierto un nuevo restaurante en Salisbury. En la esquina del teatro.

– ¿De verdad? -masculló Liz-. Qué interesante.

Aquello era un ataque sesgado, y lo que quería insinuar realmente es que ella volviera a vivir en casa. Había crecido en aquella casita de guarda octogonal, de la que su madre era actualmente la única inquilina, y su esperanza nunca expresada con palabras era que regresara y «sentara la cabeza» antes de que la soltería y las noches de la temible ciudad la abdujeran para siempre. No necesariamente con Rob Dewey -el de los empapados pantalones cortos-, sino con alguien similar, alguien con el que, a intervalos, pudiera disfrutar de «la cocina francesa», «el teatro» y todas esas distracciones urbanas a las cuales, sin duda y lamentablemente, se había acostumbrado.

La dificultad de Liz para liberarse la noche anterior de la telaraña maternal le había supuesto coger la autopista a las diez de la noche y llegar al piso de Kentish Town a medianoche. Una vez allí, descubrió que la lavadora puesta el sábado por la mañana contenía un amasijo de prendas sumergido en quince centímetros de agua estancada, ya que se había detenido en mitad del ciclo de lavado. Era una hora demasiado tardía para completarlo sin molestar a los vecinos, así que rebuscó entre el montón de ropa sucia el vestido que parecía menos arrugado, lo colgó en el baño y se dio una ducha, con la esperanza de que el vapor le devolviera algo de su tersura original. Cuando por fin se fue a la cama, ya era la una de la madrugada. Apenas había dormido cinco horas y media, y ahora se dejaba arrastrar por una marea de fatiga con los ojos hinchados.

El convoy por fin se puso en marcha con una sacudida y un largo y flatulento estremecimiento. Así pues, iba a llegar tarde.

2

Thames House, la sede del MI5, se encuentra en Millbank. Es un vasto e imponente edificio de piedra de ocho pisos, agazapado como un enorme y pálido fantasma a unos cientos de metros al sur del palacio de Westminster.

Esa mañana, como siempre, Millbank olía a vapores de diesel y a río. Ciñéndose el abrigo para resguardarse del viento cargado de lluvia, y vigilando las empapadas hojas de tres puntas en que era muy fácil resbalar y torcerse un tobillo, Liz se apresuró hacia los escalones de entrada con el bolso balanceándose de un lado al otro, empujó una de las puertas de entrada al recibidor, lanzó un rápido saludo con la mano a los guardias de seguridad de recepción y pasó su tarjeta de identificación por el control de entrada. La puerta exterior de una de las cápsulas de seguridad se abrió, entró, y por un segundo quedó herméticamente encerrada. Entonces, como si hubiera viajado años-luz en una fracción de segundo, la puerta opuesta se deslizó a un lado permitiéndole el acceso a otra dimensión. Thames House era una colmena, una ciudad interior de acero y cristal, y Liz pudo percibir un sutil cambio en su atmósfera mientras cruzaba el arco de seguridad para dirigirse al quinto piso.

Las puertas del ascensor se abrieron, giró a la izquierda y avanzó rápidamente hacia el 5/AX, la sección de los supervisores de agentes. Se trataba de una oficina grande, abierta, iluminada por fluorescentes y de aspecto ligeramente sórdido a causa de la ropa almacenada junto a cada mesa: en el caso de Liz, unos gastados vaqueros, unos Karrimor de lana negros y una chaqueta de cuero con cremallera. Su mesa estaba despejada, excepto por un terminal gris, un teléfono de tonos y una taza del FBI; la flanqueaba un armarito con una cerradura de combinación del que extrajo una carpeta azul oscuro.

– Y llegando directamente desde su casa… -susurró Dave Armstrong desde la mesa contigua, sin apartar los ojos de su ordenador.

– Por cortesía de la maldita Northern Line -terminó Liz, cerrando el armarito-. El tren estuvo detenido casi un cuarto de hora… así, sin más, en medio de la nada.

– Bueno, quizás el conductor decidiera fumarse tranquilamente un cigarrillo -apuntó Armstrong, intentando mostrar comprensión.

Pero Liz ya estaba a medio camino de la salida, sin abrigo y sin pañuelo pero con la carpeta en la mano. Mientras se dirigía a la sala 6/40, un piso más arriba, hizo una pausa en el lavabo de señoras para revisar su aspecto. El espejo le devolvió una imagen de inesperada compostura: su delicada melena castaña enmarcaba más o menos correctamente el pálido óvalo de su rostro; quizá tenía sus ojos verde salvia algo hinchados por la fatiga, pero el conjunto era resultón. Más animada, ascendió al piso superior.

La Junta Antiterrorista, a la que había pertenecido casi todo aquel año, se reunía cada lunes a las 8.30 de la mañana. La intención de las reuniones era coordinar las operaciones relativas a las redes terroristas y programar semanalmente los objetivos de inteligencia. El grupo estaba dirigido por el jefe de sección de Liz, Charles Wetherby, cuarenta y cinco años, director de los investigadores y supervisores del MI5, y oficial de enlace con el MI6, la Sede de Comunicaciones Gubernamentales y el Cuerpo Especial de la policía metropolitana, y respondía ante los ministerios del Interior y de Asuntos Exteriores si éstos así lo solicitaban. La Junta se creó inmediatamente después de la atrocidad del World Trade Center, cumpliendo con la insistente recomendación del primer ministro de que ninguna cuestión de inteligencia relacionada con el terrorismo se viera comprometida por la falta de comunicación o las guerras territoriales de cualquier tipo entre los distintos servicios. Por supuesto, nadie tuvo valor para discutírselo. En los diez años que llevaba en el servicio, Liz no recordaba tal unanimidad.

Aunque las puertas de la sala de conferencias estaban abiertas, descubrió con alivio que nadie había ocupado su lugar todavía. ¡Gracias a Dios! De ser la última en sentarse frente a la enorme mesa oval de madera noble, no habría podido resistir las miradas masculinas llenas de conmiseración machista. Junto a las puertas, una pareja del Cuerpo Especial entretenía a uno de los colegas de Liz con la noticia de portada del Daily Mirror, un asunto espeluznante que involucraba a un presentador televisivo de programas infantiles y unos cuantos chicos de alquiler, en una historia de orgías y consumo de drogas en un hotel de cinco estrellas de Manchester. Entretanto, mientras fingía leer sus recortes de prensa, el representante de la Sede de Comunicaciones Gubernamentales se había situado estratégicamente cerca de ellos, lo suficiente para poder escuchar, pero lo bastante lejos para permanecer a salvo de cualquier insinuación de lascivia.

Charles Wetherby asumía una actitud expectante frente a la ventana, con su ajustado e impecable traje de Oxford como mudo reproche al conjunto de Liz, ya que los vapores del cuarto de baño no habían obrado su esperada magia. No obstante, en sus irregulares rasgos asomaba el fantasma de una sonrisa.

– Esperamos a los del Seis -susurró, dirigiendo la mirada hacia Vauxhall Cross, un kilómetro río arriba-. Le sugiero que contenga el aliento y se arme de paciencia.

Liz intentó hacerle caso y contempló el puente Lambeth bajo la lluvia. La marea estaba alta, y el río parecía crecido y oscuro.

– ¿Ha pasado algo este fin de semana? -terminó preguntando a Wetherby, mientras dejaba la carpeta sobre la mesa.

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